Los lugares comunes son eso: fragmentos fosilizados del lenguaje, cuya vínculo con la realidad es a menudo inexistente. Decir "las segundas partes nunca fueron buenas" es un lugar común. Queda demostrado -y por partida doble- en una de las mejores series que hoy pueden encontrarse en el universo Netflix. Fargo no sólo es, por lo menos, tan buena como la película homónima en la que se inspira (para quien esto escribe es incluso superior, pues carece de momentos aburridos), sino que la segunda temporada es una joya tan deslumbrante como la primera. De ellas dos, hablaremos a continuación.
El hacedor de la serie de la cadena FX se llama Noah Hawley (Nueva York, 1967), un verdadero genio, cuyos antecedentes en la televisión (Bones) y en la literatura, hasta donde uno sabe, no permitían suponerlo. Los hermanos Coen, factótums del largometraje, aparecen en los créditos como productores asociados, pero han declarado que no se sienten entusiasmados con el show. ¿Celos? Lo cierto es que no hay nada en los veinte episodios desagradable para el ojo (con la excepción de algunas truculencias) o para el intelecto. Ni siquiera para el oído. En efecto, pocas veces la elección de la banda sonora ha sido tan exquisita, sobre todo en la segunda temporada.
Pero lo realmente memorable son las actuaciones. Debemos convenir que aún hoy la panoplia digital, capaz de crear imágenes asombrosas, no ha podido superar el impacto en la imaginación de un personaje magníficamente interpretado. Cómo olvidar a Don Drapper. O a Tony Soprano. O, en nuestro caso, a Lorne Malvo. Seguramente, la interpretación de este sicario tranquilo, que domina la primera temporada de Fargo, está en el podio de la carrera de Billy Bob Thorton (Hot Springs, 1955).
Malvo es un depredador con flequillito tan fascinante como el Anton Chigurh de Javier Bardem (Sin lugar para los débiles). Es un lobo, nos anoticiamos al final; pero también es un camaleón (se disfraza de pastor luterano y de dentista para engañar) y una serpiente hipnótica, cuyo farfullar, que hiela la sangre, nos acompaña en la cabeza mucho después de que apagamos el televisor. Comparte una característica con el sublime elenco de perdedores de la serie: la tendencia a filosofar.
Se encuentra Malvo al servicio de la mafia, pero sobre todo de su pasión de entomólogo social, gusta de manipular a las personas como si se tratase de sabandijas, de trastocar las normas para ver qué ocurre. De manera casual traba contacto en Bemidji (estado de Minnesota, quince mil habitantes) con el bueno de Lester Nygaard, magníficamente interpretado por ese todoterreno llamado Martin Freeman (Aldershot, 1971). Y le hace un favor. Asesina en el burdel del pueblo a un grandote sin cerebro que lo acosaba en la infancia. Se desata entonces una vorágine de violencia, malentendidos y depravación (de Lester, sobre todo, ¡de lo que son capaces los hombrecitos grises!).
Un par de policías novatos, de buen corazón, restablecerán el equilibrio en la comunidad, no sin un pródigo derramamiento de sangre. Es que las matanzas, como las acciones estúpidas de los personajes y las desoladas llanuras nevadas, son tres elementos comunes de una saga que redondea una fábula moral. Un mensaje se nos ofrece: cuando los ciudadanos comunes y corrientes se relacionan con hampones no puede ocurrir otra cosa que desgracias. Mejor nos limitamos a hacer bien el trabajo que nos ha tocado en suerte y a cuidar a la familia, que es un privilegio no una carga.
VUELTA AL PASADO
La segunda temporada transcurre en 1979. El núcleo incandescente es la masacre de Sioux Falls (Dakota del sur), producto de una guerra territorial entre un clan local de delincuentes (los Gerhardt) y la mafia de Kansas, en expansión hacia el norte. La peluquera del pueblo de Luverne (Minnesota, cinco mil habitantes) tiene la mala suerte de atropellar al menor de los hermanos Gerhardt cuando éste escapaba de la escena del crimen. Su marido, el carnicero del pueblo, tiene la pésima idea de hacer desaparecer el cadáver.
El papel de héroe lo cumple el policía estatal Lou Solverson (Patrick Wilson, Norfolk 1944), un hombre al que no todos nos gustaría parecernos y que en la primera temporada veíamos, ya mayor, como propietario de una cafetería en Bemidji y padre de la agente buenaza Molly Solverson (Allison Tolman, Houston 1981). Kirsten Dunst (Point Pleasant, 1982) como Peggy Blumquist y Jesse Plemons (Dallas, 1988) como Ed Blumquist dan vida al matrimonio de descerebrados que se meten en aprietos graves con criminales. Tras ellos, van otros dos asesinos inolvidables, el indio Ohanzee Dent (Mark Acheson, Edmonton 1957) y el afroamericano Mike Mulligan (Bokeem Woodbine, Nueva York 1973). Uno silencioso como una tumba; el otro, parlanchín.
EL MISMO CLIMA
Hay que destacar que la serie logra reproducir a la perfección el clima de la película de culto de los noventa. El mismo frío que cala los huesos, la misma amarga reflexión sobre la condición humana, y la misma excelencia artística. Idéntico humor negro, apelación al absurdo y a la parodia; personajes que a primera vista parecen caricaturescos, hasta que tomamos conciencia de que la mayoría de las personas de este mundo son idiotas sin remedio (vean las redes sociales) y que día tras día todos cometemos sandeces, generalmente por miedo o resentimiento.
Hay guiños para entendidos en el film y sutiles conexiones entre la primera y la segunda temporada. Hay deliciosos recursos visuales como la narración de una masacre en Fargo sólo con sonidos, o las pantallas partidas. También se incurre en el capricho, como la advertencia al comienzo de que cada capítulo de que estamos ante hechos reales (!?) o la aparición de los ovnis, que da lugar a una frase de antología de Peggy Blumquist en medio de una balacera: "Es sólo un plato volador, Ed, huyamos".
Emitida por primera vez en 2014, Fargo es una de las mejores ficciones policiales de nuestro tiempo. Aquí nos quedamos esperando que Netflix suba la tercera temporada.