Opinión
Mirador político

Espectáculo deprimente

El miércoles último el tramo final de la sesión de la Cámara de Senadores se convirtió en un espectáculo deprimente del que sería muy difícil encontrar antecedentes desde 1983. Deprimente para las instituciones, para el decoro de la dirigencia política y para la vida democrática en general por las gravísimas acusaciones de corrupción que fueron lanzadas ante la más absoluta indiferencia pública.

La discusión se planteó en torno a la responsabilidad del Gobierno en el manejo de la concesión a TBA del ferrocarril Sarmiento y del grave accidente de Once que costó más de medio centenar de vidas. Los imputados directos fueron el ministro Julio De Vido y los ex secretarios Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi.

El senador radical Gerardo Morales acusó de connivencia a los tres nombrados con los empresarios Cirigliano, concesionarios del Sarmiento y procesados por asociación ilícita. Se fundó en informes de la Auditoría General de la Nación y aseguró, entre otras cosas, que "no roba nada más el empresario, que es el corruptor, roban también los corruptos. Han podido hacer lo que hicieron, llevarse toda la plata de los subsidios, porque han estado Luna, Schiavi, Jaime y también De Vido, quien es el que les ha permitido que se roben todo. ¡Se han robado todo! ¡Y esos funcionarios se han robado todo".

Pero las cosas no terminaron allí. El legislador radical también acusó al juez Claudio Bonadío de "salvar" a los funcionarios acusándolos sólo de incumplimiento de sus deberes, mientras a los Cirigliano les imputaba asociación ilícita. "La verdad es que lo del juez Bonadío es lamentable", remató.

¿Cuál fue la reacción del kirchnerismo? Prácticamente nula. El presidente del bloque oficialista pidió esperar a que la Justicia se expida antes de hablar. En otros términos, nadie se tomó el trabajo de defender a los funcionarios de la presidenta Cristina Fernández.

El informe sobre el sistema de salud no fue menos revulsivo. El radical José Cano hizo un largo repertorio de ilícitos groseros y multimillonarios en el manejo de fondos públicos y remató con está memorable frase: "¡Es escandaloso! En una de las resoluciones el dictamen debería decir "¡Por favor, muchachos, no sean tan delincuentes! !Dejen de robar!".

Esa fue la gota que colmó el vaso. Poco después el debate fue levantado en vista del clima enrarecido que se había creado en el recinto. Lo que no pudo levantarse fue el ánimo de quienes habían asistido a una discusión que denotaba el inédito deterioro de la administración del Estado, de la conducta de dirigentes políticos y de funcionarios y el nivel fabuloso de corrupción que parece envolver la vida pública en medio de la más absoluta impunidad, porque no hay nadie preso ni por las muertes, ni por los delitos denunciados.

Resultó también deprimente el espectáculo porque ese grado de corrupción no carece del aval de la sociedad o por lo menos de una parte mayoritaria de ella. De una sociedad que parece sufrir una prolongada parálisis moral y que ante el hecho de que la Justicia no castiga a los poderosos, no toma esa tarea en sus manos cada vez que es convocada a votar. Que mira para otro lado mientras puede consumir y sólo reacciona pidiendo que se vayan todos cuando no puede hacerlo.