La cuasi proclama del diputado Cornejo sosteniendo que Mendoza estaba en condiciones económicas de independizarse del resto del país causó todo tipo de reacciones, desde sorpresa a enojo, desde rechazo a críticas, desde reprobación a sonrisas condescendientes. Sin embargo, la boutade tiene el valor de permitir reflexionar sobre el concepto y su significado, tanto histórico como actual.
Como es innecesario fundamentar, Argentina es un país muy extraño, desde sus orígenes. La Constitución federalista de 1853, plasmada tras años de guerra civil multiforme, se desvirtúa tan pronto es sancionada para desembocar en otra guerra civil que culmina con la rara batalla de Pavón, en que el máximo defensor del federalismo liberal claudica deliberadamente y le regala un país unitario a Bartolomé Mitre al dejarse vencer en el último minuto de un modo casi digno de un partido de fútbol arreglado.
Es difícil sostener desde ese momento que se trata de un país federal, como lo es sostener que se han seguido el resto de los sabios preceptos de Alberdi, tal vez el más importante intelectual sudamericano. Argentina raramente propugnó las libertades que pregonaba el tucumano, ni personales ni políticas ni mucho menos económicas. Esto aún antes de llegar al peronismo, que execra, obviamente, al gran pensador.
Alberdi tiene que escribir su Sistema Económico y Rentístico casi de inmediato a la sanción de la Carta Magna para salir al cruce de quienes intentaban una rara exégesis sosteniendo que ésta no contenía lineamientos económicos, una excusa baladí para cambiar completamente su sentido, desvirtuarla y transformarla. Tampoco aquí tuvo suerte Alberdi. El país no es federal, es unitario con un sistema de satrapías provinciales y municipales, una especie de mecanismo de franquicias mafiosas que viene desde el siglo XIX con formatos de caudillos, caudillejos, punteros, jefe barriales y similares, según el paso de los años. Pocos próceres más respetados y elogiados que el autor de Las Bases, y simultáneamente menos emulados y escuchados. Del mismo modo que pone a Mitre en su mismo pedestal como fundador institucional de la República, cuando sus principios eran tan contrapuestos que se anularon y neutralizaron, como se vio en Pavón.
No es el intento de la columna analizar las implicancias o viabilidad jurídica de la frase del exgobernador mendocino. Seguramente ni los más sólidos juristas tendrán un pensamiento unánime al respecto. Es así en todo el mundo. También es cierto que las luchas separatistas han costado mucha sangre, con independencia de la justicia o no del reclamo, de modo que no sería cuerdo recomendar o apoyar el procedimiento.
El argumento más risueño y pobre fue el de los que consideraron que la idea se oponía al concepto de unidad nacional, y aún lastimaba la idea de patria. Habría que estar seguros de lo que se defiende. ¿Cuál es la patria y la unidad nacional que quieren los que así piensan? ¿El sometimiento constitucional garantizado a tratados supranacionales que quitan independencia en temas esenciales a la Nación? ¿El reconocimiento territorial y jurisdiccional a falsos pueblos originarios que no se ve desde CABA pero que han ido carcomiendo la soberanía y el monopolio de la fuerza del estado de la mano de sucios acuerdos con los gobiernos provinciales? ¿La destrucción sistemática de las dos únicas riquezas de la nación, el agro y la educación, para transformarlas en subsidios, dádivas y limosnas? ¿La política de estado del negocio de los derechos humanos que transformó en héroes y millonarios a los asesinos terroristas y sus descendientes y a las orgas que los auspician? ¿Un sistema jurídico corrupto y sometido? ¿Un estado que estafa a sus jubilados legítimos ante el silencio aprobatorio de los que claman seguridad jurídica sólo para sus empresas contratantes? ¿Una patria cuyo estado condena a la prisión domiciliaria a sus ciudadanos, pero libera a los delincuentes? ¿La complicidad en la política migratoria que permite a Bolivia, por ejemplo, desde hace decenios empujar sus marginales por cientos de miles a la frontera con el silencio de los censos falseados y los cónsules transformados en mediadores y abogados ante las autoridades específicas argentinas?
La corrección política oculta algo más que la composición poblacional de las zonas más problematizadas ahora infectadas. Oculta lo lejos que se está de otro precepto alberdiano que también se ha tirado a la basura, aunque figure sin eufemismos ni pruritos en la Constitución: fomentar la inmigración europea. (Sorprendente que el Pacto de Olivos no lo haya borrado) Todo eso es la patria, no solamente el jinete que alto en el alba de una plaza desierta rige un corcel de bronce por el tiempo, como dijera Borges.
¿Será acaso que se acepta como paradigma de patria la concepción supranacional de la patria grande, una ofensa a la verdadera democracia y definitivamente al concepto de nación que se supone se defiende al condenar el reclamo de una escisión? ¿O los tratados secretos o inconfesables con China en la Patagonia y el mar austral, o el pacto obsceno con Irán por el que se asesinó a Nisman? ¿O habrá muchos que consideran una actitud patriótica la idea de cambiar el mundo de la mano de Lula, López Obrador y Fernández?
"Esos defectos se corrigen mediante el ejercicio de la democracia". Es la respuesta a ese argumento de los que un día sentenciaron “No vuelven más”. Es lo que creyeron los venezolanos, los cubanos y otras víctimas que vieron pasar su vida y la de sus hijos mientras la patria se les escurría entre los dedos y el alma, y terminaron finalmente escindiéndose unipersonalmente y refugiándose donde pudieron, algunos vía balsa. Quienes así piensan no comprenden que la democracia es muy fácil de manipular para los tiranos.
El federalismo que propugnaba Alberdi y que plasmó en la Constitución no existe. Como no existe la democracia auténtica, apropiada por el sistema de partidos monopólicos, la lista sábana y la deseducación sistémica. Y ciertamente, como lo ha explicado esta columna, no existe el concepto republicano. La mal llamada, mal usada y mal parida Coparticipación federal y su engendro, el adelanto transitorio o como se apode, es la mejor prueba y lápida de esa triple ficción.
Una escisión es imposible. Además de lo jurídico, porque la sanguijuela gigantesca del populismo no dejará escapar su provisión de sangre de ningún modo. Pero el concepto, la palabra, el símbolo sí son posibles. Tal vez Cornejo, sin quererlo, simboliza el modo de pensar y de sentir de una enorme cantidad de argentinos. Una minoría casi mayoría que siente que ha perdido el fruto de su trabajo, pero algo peor, que no tiene sentido trabajar, crear o producir más. Que se siente insultada, despojada, agredida, humillada, y lo es a diario, por otra enorme minoría, casi mayoría, que se cree con derecho no sólo a imponerle que la mantenga, sino a obligarla a pensar de un cierto modo, a hablar de cierto modo, a subordinarse a quién sabe que derechos que se van inventando según convenga. A aceptar y hasta a convalidar principios o formas de creer o de vivir que les son extraños, inaceptables o insoportables. Casi condenados a no ser argentinos, sino miembros sumisos de raros colectivos que se van inventando, pero que cobran sueldos o tercerizaciones y ocupan puestos ejecutivos.
La escisión es el otro nombre de la grieta. Y es el grito que duele la grieta. Es mucho más que una protesta económica. Es el intento desesperado de recuperar la patria que ya se perdió, la historia que se cambió, la identidad que se les arrebató. La patria es el pasado y el futuro. Pregúntele a cualquiera que haya huído de su país en cualquier época o por cualquier causa y se lo explicará mejor. Alguna vez uno de los más insignes inmigrantes en Argentina, el gran maestro Miguel Najdorf, explicó por qué se dedicaba a batir records mundiales de partidas simultáneas a ciegas: “para que mi familia en Polonia, si está viva y puede leer las noticias, sepa que estoy vivo y que estoy aquí”. Había escindido su patria.
Cuando Ayn Rand en esa monumental obra de feminismo y liberalismo que fue Atlas Shrugged, quiso simbolizar esa desesperación, esa necesidad de volver a tener una patria, de reencontrar un sentido, se halló ante el mismo problema insoluble que plantea la idea de la escisión. Y lo resolvió creando un país en una suerte de cuarta o quinta dimensión, una entelequia, un símbolo de libertad, respeto, trabajo, talento y creatividad. Escisión del alma. O del intelecto.
Piense el lector cuántas veces se ha descubierto masticando la idea de irse, de buscar otro lugar donde soñar, donde progresar, donde no se le robe su esfuerzo ni su futuro y el de sus hijos, donde no se lo insulte ni se lo explote, donde no se lo confisque ni se lo agreda, denigre o persiga por sus ideas, su fortuna, su condición o su éxito. Un lugar donde no haga falta asociarse con los ladrones públicos para tener éxito, o meramente para subsistir o no ser sancionado de algún modo. Un lugar donde no se le acuse de la pobreza o la miseria que no causó y se le cobre por ella como si fuera culpable.
Clamar por una escisión inviable es el grito de dolor por haber perdido el lugar en el mundo y el rugido de la decisión de intentar recuperarlo o recrearlo. Por eso hay que pensar muy bien antes de denostar el concepto. Hay millones de argentinos que hace mucho se han escindido, que no lo puedan materializar por la razón que fuera, es otra cosa. Viven en esa dimensión randiana, flotando sobre un país vencido, fracasado, irredimible y triste, como un tango, en busca de la patria perdida. Una escisión para mentirse una patria.
Porque la patria, además de imprescindible, es, siguiendo con Borges, “un acto perpetuo, como el perpetuo mundo”. Una necesidad perpetua. Y como cierre, puede repetirse con el maestro: arda en mi pecho, y en el vuestro, ese límpido fuego misterioso. Donde quiera que estuvieses.