POR DAVID M. LANTIGUA *
Jorge Mario Bergoglio tenía 17 años cuando recibió por primera vez su vocación de sacerdote. Ocurrió el 21 de septiembre de 1953 en Buenos Aires durante una visita espontánea al confesionario, o lo que los católicos llaman “el sacramento de la reconciliación”.
Se ha informado ampliamente sobre este punto de inflexión espiritual para el futuro Papa Francisco. Lo que es menos conocido es que su llamado divino ocurrió mientras se dirigía a una reunión de estudiantes que habría incluido comida, música y baile de tango.
Aunque terminó por no asistir al festival, el tango sigue estando muy presente en el corazón de Francisco. En 2014, miles de católicos se reunieron en la Plaza de San Pedro para honrar el cumpleaños del papa el 17 de diciembre con el famoso baile de su tierra natal. Ahora, una década después, cumplió 88 años y mira hacia atrás. Su autobiografía, la primera publicada por un papa en funciones, se publicará en enero de 2025.
A principios de este año, mientras realizaba una investigación en Buenos Aires, me encontré bebiendo mate con varios miembros de la Federación de Círculos de Trabajadores Católicos. Estos feligreses me dijeron que Francisco es un “teólogo del tango”.
Como estudioso del catolicismo latinoamericano, puedo entender por qué la danza más famosa de Argentina ofrece una ventana cultural para comprender al primer Papa del continente americana.
DANZA MUNDIAL
Este estilo icónico de baile y música que ensalza la intimidad personal surgió en la región del Río de la Plata en Argentina y Uruguay durante el siglo XIX. El tango nació en barrios pobres de inmigrantes, con ritmos híbridos inspirados en el candombe afrouruguayo, la habanera cubana y la milonga de los ranchos.
El tango argentino implica movimientos sincopados, pasos que no son ensayados mecánicamente ni tampoco pura improvisación. Los bailarines se abrazan y se mueven con espontaneidad y autocontrol. Hay una tremenda pasión y musicalidad, teñida de tristeza. El ritmo lo es todo en la búsqueda de la unidad de los bailarines.
De manera similar, Francisco ha compartido su visión de una iglesia sinodal : una iglesia basada en relaciones de confianza y solidaridad. En lugar de estar dirigida completamente desde arriba hacia abajo, una iglesia sinodal es una iglesia donde el clero y los laicos caminan juntos a través de las dificultades, viviendo su fe en una comunión más profunda con Jesucristo.
En octubre de 2024, el Sínodo sobre la Sinodalidad en el Vaticano reunió a obispos y otros delegados de todo el mundo, concluyendo un proceso histórico de tres años. El sínodo fue un camino de escucha, diálogo y consulta con los católicos laicos. Las iglesias locales deben escuchar a “los cristianos de las trincheras… gente que está luchando”, dijo el obispo Daniel Flores de Texas, uno de los delegados estadounidenses en la asamblea, que atiende a los migrantes en la frontera.
Mientras la Iglesia Católica se prepara para su tercer milenio, el Sínodo simboliza sus intentos de discernir el camino que debe seguir. Francisco busca el equilibrio entre la tradición y la innovación, lo local y lo universal. Como un tango, la danza de la Iglesia no puede ser demasiado rígida, aferrándose firmemente al pasado, ni demasiado relajada, adaptándose al mundo de hoy.
Francisco ha desafiado a los críticos conservadores que se oponen a la reforma, diciendo que están “encerrados dentro de una caja dogmática” y no pueden ver más allá del tradicionalismo, una actitud mortífera donde la fe ha perdido su sabor.
Pero también ha advertido contra una actitud de “todo vale, todo es igual” ante el cambio: “Dale que va, que todo es igual”, en palabras de Enrique Santos Discépolo. Esa letra, bien conocida por Francisco de sus días de baile juvenil, proviene de Cambalache, la popular canción de Discépolo de protesta contra el relativismo moral de 1934.
LA GRIETA
El tango de Francisco con casi una quinta parte de la población mundial ha sido difícil de llevar a cabo, especialmente en medio de las guerras culturales católicas en Estados Unidos y Europa. Desde el trascendental Concilio Vaticano II de los años 1960, que introdujo reformas importantes, los católicos progresistas y los tradicionales han estado luchando por el significado de la identidad de su iglesia, debatiendo el peso de la tradición o la innovación.
Por un lado, están los conservadores –muchos de ellos jóvenes– que critican los valores liberales seculares que, según ellos, atacan las instituciones milenarias de la religión y la familia. Por el otro, están los liberales –muchos de ellos mayores– que se proponen adaptar o prescindir de tradiciones que consideran obsoletas.
Ambos bandos de la guerra cultural católica parecen aceptar la caricatura de Francisco como un católico romano liberal y revolucionario. Aun así, algunos seguidores progresistas consideran que sus esfuerzos reformistas son ineficaces y poco entusiastas, especialmente sus esperanzas frustradas de que el Sumo Pontífice ordene diáconos femeninos o permita el matrimonio del clero.
Sus detractores creen que el papado de Francisco es un desastre que es mejor olvidar, o rezan para que resulte un “último suspiro progresista” antes de la llegada de un papa más conservador.
Sin embargo, el propio Francisco no ha mostrado parcialidad hacia ninguno de los dos bandos, criticando especialmente a los críticos más abiertos de la derecha, pero sin dar poder a las facciones progresistas de la izquierda. El Papa se mueve a un ritmo muy diferente de las guerras culturales en Occidente.
UIN NUEVO PUENTE
El legado de Francisco dependerá de la fe y la piedad popular de los católicos del tercer milenio, la mayoría de los cuales son de Sudamérica, África y Asia. Se estima que para 2050 la Iglesia católica fuera de Europa occidental constituirá tres cuartas partes de la población católica mundial. A Francisco no le preocupa tanto construir un puente entre los bandos en pugna de progresistas y tradicionalistas, o liberales y conservadores, sino entre las diferentes culturas del Norte y el Sur global.
Además, el pastor mundial de la iglesia está menos interesado en la teología de la torre de marfil que en la fe de la gente de la calle, donde nacieron el tango y la “milonga” más terrenal –su favorita personal– .
Los barrios pobres de la Buenos Aires y el conurbano, donde se unió a otros “curas villeros” en oración y compañerismo como arzobispo, orientan su teología del pueblo. En sus enseñanzas, la piedad de la gente común, ya sean procesiones públicas para la Virgen María o celebraciones de días santos, ofrecen un antídoto trascendente al hiperindividualismo y al materialismo.
Como el tango, el liderazgo apasionado de Francisco ha sido disciplinado y efusivo, construyendo un puente de solidaridad, no un muro de división, entre la Iglesia y el mundo más allá de Occidente. Es un legado y una tarea que perdurará mucho después de su papado.
* Universidad de Notre Dame.