Cultura
RECUERDOS DE LA VIDA LITERARIA

Enrique Banchs y su silencio

POR ANTONIO REQUENI 

Si la poesía lírica es la que expresa bellamente un sentimiento amoroso y las emociones más íntimas del autor, debemos reconocer que Enrique Banchs (1888 - 1968) es, merced a sus cien sonetos de La urna, cronológicamente, nuestro primer poeta lírico.

Descendiente de catalanes y vascos franceses, nació en una humilde casa de la calle San Juan al 1100 y debió trabajar desde muy joven mientras estudiaba por su cuenta diversas disciplinas, idiomas y leía sobre todo la gran literatura universal. A los 16 años se empleó como ascensorista en el imponente edificio de La Prensa, inaugurado pocos años antes en la Avenida de Mayo. 

El director del diario, Ezequiel Paz, observaba a ese muchacho que manejaba el ascensor siempre con un libro bajo el brazo y una tarde lo invitó a conversar en su despacho, tras lo cual lo designó su secretario. Pasaron los años y aquel joven llegó a ser redactor, editorialista y colaborador de la sección literaria, donde creó "Para leer al hermanito", primer suplemento infantil publicado por un diario argentino. Simultáneamente, dirigía El Monitor de la Educación Común, revista del Consejo Nacional de Educación.

Entre los 19 y 23 años, Banchs publicó cuatro libros de poemas; después del último, La urna, no volvió a publicar libro alguno y se negó a reeditar los ya editados, dando comienzo así a la enigmática historia de un silencio que se prolongaría hasta su muerte.

La urna estaba integrado por cien sonetos dedicados a una mujer que lo desdeñó. Son poemas de una belleza e intensidad emotiva que hizo escribir a Borges: "la equívoca fortuna/ hizo que una mujer no lo quisiera". Su hija Marta y algún comentarista arriesgaron la hipótesis de que ese amor frustrado era un invento del poeta, como el de los antiguos juglares provenzales que imaginaban una mujer ideal cuyo amor era inalcanzable. Sin embargo, César Tiempo, en su departamento de la calle Rosario, en Caballito, me aseguró que él había conocido a la mujer de La urna.

Cuando ingresé a la redacción de La Prensa, a principios de 1958, Banchs se había jubilado pero concurría una vez por semana al diario, donde era asesor del suplemento dominical, en el que escribía comentarios de libros firmados con seudónimo. En más de una ocasión lo abordé para charlar no de poesía (tema que, advertí, prefería obviar) sino de sus recuerdos juveniles en el diario. Con gran cortesía y amabilidad, me hablaba del Buenos Aires de su tiempo. En una ocasión me contó que cuando trabajaba como ascensorista hizo a pie, durante varios meses, el trayecto desde su casa en la calle San Juan hasta la Avenida de Mayo y con los centavos que ahorraba en tranvía, compró a su madre un reloj que ella deseaba.

Una vez deslicé una alusión a su silencio poético y me respondió: "Ahora cultivo flores". En mi libro Manifestación de bienes, de 1965, hay un soneto donde pregunto por su silencio. Después de entregarle un ejemplar me envió una carta en la que elogiaba generosamente mis versos y agregaba: "Desde luego, mi agradecimiento por el soneto con que me honra". Nada más. 

La vida de Banchs transcurrió sin mayores sobresaltos: el trabajo, la casa, la familia, el hobby de la floricultura y la carpintería (había en el fondo del jardín un pequeño galpón donde practicaba esa afición) y los poemas que seguramente seguía escribiendo sin darlos a publicidad. Ese calmo fluir de sus días fue únicamente interrumpido por la detención -pasó dos meses en la cárcel de Villa Devoto- junto a otros miembros de Ascua, institución que reivindicaba los ideales de Mayo y la libertad durante el régimen peronista.

Lo visité varias veces en su casa de la calle Delgado y luego en la de Zapiola 950, donde se mudó dos años antes de morir. La última vez que lo vi fue el 7 de junio de 1968. El poeta estaba acostado, plácido, con la cabeza ligeramente ladeada, como si escuchara la música de su definitivo silencio. Taparon luego el ataúd y lo acompañamos al cementerio de la Recoleta.

Después de su muerte seguí visitando a su hija Marta. Una tarde ella me mostró un sobre grande, cerrado, con la palabra "Destruir". Eran los poemas inéditos de Banchs. Si quería eliminarlos, ¿por qué no lo hizo él mismo?. Igual al caso de Kafka. Recuerdo que insté a Marta a no obedecer el mandato paterno y decidir, en un testamento, que el sobre se abriera dentro de 50 o 100 años, pero no destruirlo. Marta murió, sin descendientes, y no sé qué habrá sido de ese sobre.