No es la ajetreada Barataria con que fue premiado (y burlado) Sancho sino la muy calma y módica ínsula de libros que, a lo largo de unas siete décadas, he logrado conformar sin prisa, con pausas, con desconocimientos, con arbitrariedades, con intuiciones, con errores y con aciertos…
OLVIDADOS Y PREDILECTOS
Una ojeada a los lomos verifica que he leído libros (¡ay, dolor, muchos libros!) de los cuales ahora no recuerdo una sola palabra. Tres botones de muestra tomados al azar: Servidumbre y grandeza militares (Alfred de Vigny), Mis prisiones (Silvio Pellico), Los tres honrados peineros (Gottfried Keller)…
Como si estas desmemorias no fueran suficientemente pecaminosas, debo admitir asimismo que no son escasos los libros que, una vez adquiridos (y, peor aún, pagados), sólo han recibido de mí una ojeada displicente o una lectura superficial de las primeras diez o doce páginas, para ser luego somorgujados para siempre en las ciénagas del olvido total.
A manera de circunstancias atenuantes, existen ciertas obras que, en todas las épocas de mi vida, han recibido asiduas visitas: he releído (segundas o terceras o cuartas… relecturas incluidas) el Lazarillo de Tormes, el Quijote, La vida es sueño, el Martín Fierro, David Copperfield, El proceso, Locos de verano…
También puedo recitar de memoria poemas de los enormes maestros españoles de aquellos buenos tiempos: Manrique, Garcilaso, fray Luis, san Juan de la Cruz, Góngora, Lope, Quevedo… (evitando, eso sí, los indigeribles colegas del siglo XVIII, que nada aprendieron de sus predecesores).
¡Oh, muchísimos cuentos de Borges, oh, algunos cuentos de Cortázar…! ¡Oh, casi todas las novelas y casi todos los cuentos de Denevi! Tales, los placeres y desencantos que me brinda mi ínsula.
MINIMO BIBLIOMANO
En algún momento de la década de 1960, y en una librería de saldos de la avenida de Mayo, compré cierto libro con la total certeza de que jamás iría a leerlo, ya que no sólo su contenido no me interesaba en absoluto sino que, además, trataba de materias vedadas a mis apetencias de lector y a mi capacidad de atención y, por ende, de comprensión.
Como bien sabemos, Juan Bautista Alberdi nació en 1810 y falleció en 1884, lo cual significa (verdad de Perogrullo) que en 1881 al ilustre tucumano le restaban aún unos tres años de permanencia sobre la faz de nuestro planeta.
De manera que, seducido por la antigüedad de la edición y seguramente también por lo reducido de su precio, no vacilé en comprar este libro: La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital.
LEJOS DE AVERGONZARME
Suele atribuirse, ora a George Bernard Shaw, ora a Gabriel García Márquez, ora a cualquier rebelde innovador de la literatura, la famosa frase “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”.
De inmediato, variados entusiastas de la torpeza imaginan que, premonitoriamente, tal dictamen ha sido pergeñado en honor de sus respectivas ineptitudes. Tampoco faltan quienes, elevando sus preces al hiperbolizado Roberto Arlt, consideran que, para redactar obras geniales, resulta imprescindible ignorar los rudimentos de la ortografía y echarse, nomás, a navegar por aguas de horripilante sintaxis: limitaciones que calzan como anillos al dedo en tan ascéticos talentos.
Por mi parte yo, menos avergonzado que ufano, no tengo inconveniente en declarar que siempre he sido un niño, un adolescente y un joven aplicado y estudioso.
De manera que durante setenta y tres años he conservado (y seguiré conservando) el libro con que la Escuela N.º 1 Obra Conservación de la Fe (Bonpland esquina Nicaragua, Buenos Aires) premió mis afanes de nene que no interrumpió su educación para ir a la escuela.
Si bien la labor de su antólogo y adaptador me parece más digna del anatema que del ditirambo, no por tal desliz dejaré de citar el libro en cuestión: Cuentos escogidos, adaptados por Manuel Hernández.
Según entiendo, toda biblioteca, incluida la mía (de proporciones modestas), guarda uno que otro pormenor acaso interesante (espero y deseo).