Se les llama de muchas maneras. La nueva aristocracia, la nueva oligarquía, la partidocracia, la complicidad multipartidaria, la corrupción multipartidaria, la nueva monarquía, y otros nombres, y a veces, más que nombres, adjetivos calificativos. La columna prefirió llamarles La Nueva Clase, en homenaje a Midlovan Djilas, el monumental pensador serbio, el teórico y dirigente comunista que puso su razonamiento por encima de su ideología y su militancia, y sufrió la persecución y la cárcel durante el comunismo rabioso de los 50.
El aditamento “profesional” que usan como autodefinición, es sin embargo su mayor estigma. Están ahí para ganarse la vida. Para lucrar. Viven de eso. Ese es su negocio. Su Linkedin. Su razón de ser. En esa tarea, venden todo. Pactan, acuerdan, traicionan, mienten, desilusionan, sacrifican todos los principios. Por lo menos para ellos, todo está cubierto bajo el paraguas de “profesional “en el que se refugian. Y por supuesto, se transfugan con la frialdad y la conveniencia de cualquier futbolista profesional, que al menos tienen la deferencia de no celebrar los goles que le marcan a su exequipo.
En ese empeño, han birlado la democracia de manos de la gente y han transferido el poder del voto a los partidos, que, con un conjunto de leyes minuciosas, coordinadas en su aparente desorden, y de prácticas limpias y sucias de todo tipo, son los intermediarios, más que los representantes del pueblo. Un político profesional, para simplificar, es un puntero sublimado con auto caro y con un título, no importa si comprado o no. Aún así, lo del título se puede obviar. El auto seguramente no es comprado con su plata.
Nada más inútil que intentar introducir o reintroducir el concepto de voto por circunscripción uninominal, o cualquier mecanismo que exponga a cualquier político o sus amantes o familiares, (que tendrán un cargo tarde o temprano) al escrutinio personalizado del pueblo. Quien lo intente recibirá todo tipo de insultos, descalificaciones, enojos, hasta reprimendas de todos los políticos de todos los partidos. Aún de los más insospechados supuestos demócratas. Partiendo de sostener, por caso, que cualquier sistema que fraccione la boleta favorece a los partidos más grandes, algo jamás probado. O al revés.
Hasta quien defienda el voto con urna electrónica será insultado y descalificado por los mismos que se arrodillan ante la tecnología inviolable e infalible del blockchain, cuando todo el sistema económico-financiero mundial gira sobre el pivote tecnológico. La razón final es que un sistema así permitiría votar por quien al elector le venga en ganas, todo lo opuesto al “político profesional”, que necesita el acomodo, el anonimato, la capucha del partido, como la mafia o la droga necesitan un poder superior y difuso que esos entes le confieren. Philip Zimbardo, el profesor emérito de Psicología de Stanford, autor del tremendo experimento con voluntarios seudonazis que conmovió al mundo, describió y tipificó esa conducta de ida y vuelta, la protección que brinda el anonimato, y al mismo tiempo, el anonimato del uniforme. Aquí el uniforme es la ideología. O la excusa.
LUCRAR CON LA POLITICA
No debería sorprender. Desde el hechicero de la tribu a los oráculos cambiaban favores políticos por poder y dinero. También el clero de las tres religiones monoteístas se fue profesionalizando. Incluyendo el amateurismo marrón de algunas ramas, como el protestantismo, con los consiguientes resultados y consecuencias, cada uno en su estilo y a su manera.
Se suele cometer un error. Confundir el concepto de profesional con el de capacitación profesional. O sea, el de recibir una formación especial y profunda sobre el manejo del estado, las políticas públicas, la economía, los factores de producción, la salud y las inquietudes de la sociedad. En una conveniente simplificación, esa etapa se ha omitido. Un político profesional es una persona que ha decidido vivir de la política, o sea, lucrar con la política. Una vez que se decide lucrar con la política, el paso a naturalizar la corrupción, robar para el partido o para la corona o el apodo que se quiera usar, es irrelevante. Por eso la corrupción es multipartidaria y no se pena ni se denuncia en general, salvo las dos o tres personas que se ocupan de esa tarea, porque no tienen pactos preexistentes. De todos modos, es irrelevante porque nada ocurrirá.
En esa línea de razonamiento, el título universitario se suple con la obtención del poder por el medio que fuera. El clásico poder por el poder mismo. El maquiavelismo despreciable transformado en doctrina válida y aceptada. A partir de ese logro, se abre el camino del progreso personal. Sólo a Macri puede sorprender que Massa sea un traidor profesional, por ejemplo. Para los demás políticos, es una función, un servicio más, que se puede contratar o no, según convenga. Y si no, basta con estudiar la parábola (hipérbole por su duplicidad) de Alberto Fernández, que brinda hoy un servicio político tercerizado. Como los grandes estudios de abogados que jamás litigan y jamás se pelean, (salvo en Suits) los políticos profesionales actúan su papel. De noche comen juntos, como los actores: el traidor y el galán. La pérfida y la compasiva.
La lectora puede formular la pregunta que está mascullando: ¿esto ocurre sólo en Argentina? No. Claramente es un fenómeno casi universal. Contemporáneo si se lo mide en décadas. Lo que era local, atribuible al peronismo primero, a la política local primero, se vio prontamente reproducido a lo que se llamaría américa latina, toda una definición de atraso, y de a poco se pueden observar los mismos rasgos en muchos países que hasta hace muy poco posaban como ejemplo de democracias en el mundo. Es muy difícil analizar España o Italia con criterios diferentes, así como muchos países europeos, sin observar los mismos comportamientos y rasgos. Aún Estados Unidos, cuya democracia alguna vez, allá en la distancia, fue ejemplo y su capitalismo era consecuencia de la ética protestante de los peregrinos originarios, hoy es un corso incomprensible de políticos profesionales que sostienen cualquier cosa, con cualquier principio, cualquier aberración, también, con el solo propósito de conseguir votos.
BORGEN
Al punto que se podría hoy ensayar una división diferente: los países que tienen un sistema de políticos profesionales y los países democráticos reales. En los primeros, los gobernantes cuando dejan sus cargos, si los dejan, van presos o se reinventan o reciclan. No trabajan de otra cosa, salvo de lobistas temporarios, y luego regresan con algún otro ropaje. En los segundos, los gobernantes provienen de los estamentos sociales promedios de cada país, algunos hasta continúan con sus tareas, y los que no, al finalizar sus mandatos regresan a hacer lo que hicieron toda la vida. Habrá que empezar a estudiarlos para encontrar las correlaciones entre sus desempeños como sociedad y esos dirigentes. Es fácil recurrir al ejemplo de Merkel, o de Ardern, pero debería analizarse más profundamente sistemas electorales prácticas y conductas ciudadanas y dirigenciales para formular algunas conclusiones y nuevas teorías abarcativas.
Un ejemplo interesante de cómo las sociedades se terminan comprando los modelos que se les vende, ocurrió con la serie Borgen, que narra ficcionalmente entretelones de la vida y la conducta política de uno de los países que los argentinos suelen poner como ejemplo de democracia, equidad y sensibilidad social, Dinamarca. Allí se advierten, dentro de la ficción, pero con base en la realidad, la diferencia conceptual fenomenal en la percepción de la misión del político y en especial de la necesidad de demostrar su vocación de servicio y de garantizar su honestidad. De inmediato surgieron las encuestas y opiniones, formales e informales. La opinión muy escuchada en Argentina fue que la serie era muy ilusa, simplista y poco realista. Porque para los argentinos la decencia en el político es ilusa, simplista y poco realista; se han naturalizado la demagogia y la corrupción.
Al mimetizarse con la inmigración en vez de asimilarla e integrarla, ¿cuán lejos está EEUU de latino americanizarse? Obviamente, es más fácil ser complaciente que predicar valores y cambiar desvalores. También los americanos han fracasado en la prédica del liberalismo con sus nuevas generaciones, mayormente inmigrantes o hijas de inmigrantes. Sus políticos han hecho “la fácil”, como diría Maquiavelo: simplemente complacen al pueblo para obtener el poder. Y luego se verá.
Pero este concepto va más al fondo. Es más profundo aún. Tiene que ver con la supranacionalidad, con las organizaciones internacionales, con las teorías de la conspiración, con el sueño del socialismo mundial. Como no hace falta probar, el socialismo ha fracasado con todos sus nombres y con todos sus modelos en todas las épocas y en todos los países en que se intentó aplicar. Lo máximo que logró fue eliminar la riqueza y aumentar la pobreza siempre. Y cada vez que pierde el poder en cualquier país, (por ahora más notablemente en américa latina) busca saltearse, omitir o ignorar el mandato de las urnas del país del que es desplazado transnacionalizando el poder, eliminando la soberanía de cada país.
Los políticos profesionales suelen ser socialistas en algún formato porque eso les hace más fácil su permanencia en el poder. A veces, esos políticos profesionales apoyan esos movimientos supranacionales porque les sacan de encima la amenaza de la cárcel, por la corrupción implícita que hay en su moral y en su sentido profesional de la política. A veces, esos profesionales buscan apoyo internacional para impedir que se cumpla la voluntad del electorado, o tratan de explicar la miseria que están creando como el logro de una Patria Grande, o liberadora, y, en definitiva, abrazan sistemas que son socialistas, porque nada les viene mejor que una ideología que consiste en sacarle la plata a algunos que trabajan para dársela a muchos que no trabajan. El sueño eternizador de todo político profesional. No hace falta describir el detalle. El lector entiende.
CONSTITUCION
Tómese el caso de la Constitución malvada de 1994 pedida por Menem y cobrada cara (sic) por Alfonsín, dos políticos profesionales por antonomasia. Determina la preeminencia de los tratados internacionales sobre la propia Constitución, una estupidez en sí misma. Pero en ese sentido se camina. Quitarle la soberanía a una sociedad, o sea negarle el derecho a elegir, o sea negarle su democracia, y ponerla en manos de un colegiado compuesto de burócratas en la enorme mayoría de los casos ignorantes, vividores, resentidos y aprovechados, que además de vivir fuera de sus posibilidades en la comunidad donde están destinados, deciden lo que a cada país le conviene o debe hacer. A eso le llaman democracia. Pero para profundizar en el ejemplo, lo que en la letra de la Constitución de 1994 implicaba tener en cuenta las reglas u opiniones para ciertos casos, por la necesidad de impunidad de algunos ladrones kichperonistas ahora esos centros de inútiles amenazan pasar a ser tribunales que juzgarán casos argentinos. Una barbaridad que, sin embargo, pronto pasará a imponerse, como ocurre en Venezuela, con la presión y el apoyo de esos mismos organismos parásitos.
La famosa renta universal que preconizan Piketty, Sachs, Stiglitz, Gates, Soros, algunos por cuenta propia y otros remuneradamente, es nada más que la vieja treta que desenmascaró Hayek, que fue quien valientemente explicó el punto: la izquierda o la derecha, el socialismo o el fascismo, son burocracias que pretenden saber más que cada uno lo que a cada uno le conviene. Las burocracias del mundo, o sea los políticos profesionales, se unen en una causa que les conviene: adjudicarse la autoridad supuestamente democrática y la capacidad supuestamente infusa para manejar los patrimonios y los destinos de su sociedad.
En esa idea, terminan convergiendo en sistemas internacionales que los azuzan y protegen para perdurar en el poder y conseguir más poder, no importa si se llaman el foro de Sao Paulo, la doctrina social de la Iglesia o de Aparecida o la teología de la liberación, la OMS, la OCDE, el GAFI, la ONU, la OEA, la CIDDHH, el FMI, la OMC, el BM o toda la runfla de ineficientes altamente rentados que se burlan de las soberanías y las ciudadanías locales, ni tampoco importa la calidad de las ideas a las que adhieren, ni la tendencia ni la eficacia ni la soberanía que regalan, ni el país ni la democracia.
En un podcast que este columnista comparte con otra colaboradora de este diario, Karina Mariani, la colega se preguntaba cómo se hacía para sobrevivir a semejante ataque demoledor de las orgas supranacionales de burócratas que pasan por encima de las sociedades de cada país e intentan regirlas como en el siglo XVIII. La respuesta, acaso demasiado teórica y retórica fue: cambiando los sistemas electorales y con otro tipo de políticos.
Mientras ello no ocurra, como probablemente sea el caso, la idea misma de nación se subsumirá en las decisiones de una horda de burócratas incompetentes, sin mandato y sin formación, también “profesionales”, como los políticos, que se arrogarán, como decía el gran sociólogo, filósofo y economista austríaco, no sólo la potestad de decidir sobre la economía de cada uno, sino la de decidir sobre las vidas de todos.
Por eso, nada más o nada menos que por eso y sin importar ideología alguna, entre esos tipos, los políticos profesionales y esta columna, hay algo personal. Aunque lo haya dicho Serrat y no Hayek.