Hace poco tiempo, evocando el bicentenario de la independencia, Sara Peña de Bascary recordaba que en Tucumán la vestimenta de las mujeres se reducía a faldas, camisas y vestidos, aunque en las anotaciones del comerciante José Gregorio Aároz, daba cuenta que traía de Europa “capas y capotes de terciopelo, chalecos, sombreros, medias de seda, o algodón, telas de gasa, saraza, ponteví, tafetán, seda, brocato, bayeta y encajes de Flandes”, como que ese ajuar se completaba con guantes, mantillas, pañuelos y peinetones.
El 22 de junio de 1834 en esa provincia se sofocó una revolución contra el gobernador Alejandro Heredia, que terminó con la prisión de los cabecillas y seguidores en total 25 individuos que fueron rápidamente procesados y sentenciados a muerte. Pocos días después se celebró una misa en acción de gracias y el magistrado visitó la casa histórica donde después del Himno Nacional hablaron el joven Juan Bautista Alberdi y el canónigo Juan Agustín Molina, quienes pidieron enérgicamente el indulto de los sentenciados, a lo que el gobernador accedió. De allí aquella copla:
“No era malo el indio Heredia / que sabía perdonar / que lo diga sino Alberdi / que lo diga Marcos Paz / y hasta el propio Avellaneda / lo podría atestiguar”.
Zinny en su Historia de los Gobernadores recuerda que el banquete que se dio en honor de Mariano Fragueiro, y que “el comercio no quiso quedar atrás, sin demostrar su simpatía por el gobernador, a quien obsequió con un magnífico baile de 400 peinetones”. Llama la atención la cantidad en dicha ciudad, pero estaba desde hacía unos años muy difundido en Montevideo, Santiago de Chile y Asunción del Paraguay.
En su edición del 28 de enero de 1833 la Gaceta Mercantil publicaba estas líneas: “…estos peinetones, que arruinan a los ricos, despiden a los pobres y engordan a los gringos”. Claro que esto venía de lejos el periódico La Argentina en su edición del 5 de diciembre de 1830 denunciaba jocosamente a unos “arrebata peinetas”. Pero el Iris en su edición del 20 de junio de 1833 se preocupaba por los crecientes hurtos de peinetones y denunciaba el de “una peineta calada de última moda de siete octavas, que hace algunos días desapareció de la calle de las Piedras”.
¿Quien era el responsable de esta moda? El español Manuel Mateo Masculino, natural de Medina del Campo en Castilla, donde había visto la luz en 1797. Recibió una esmerada educación e ingresó a la milicia en el Real Cuerpo de Guardias de Corps en Madrid; en el arsenal de Cádiz aprendió a construir tragaluces para los navíos con astas de buey.
Cansado de esa vida pidió la baja y el 16 de abril de 1823 llegó a Buenos Aires, donde con suficiente capital instaló una fábrica de peines de marfil y peinetas de carey en la calle Potosí (hoy Adolfo Alsina) próxima a la iglesia de San Francisco (Defensa). En un documento de 1825, figura con domicilio en Venezuela al 152 de la vieja numeración. Así fue el responsable de la moda de las peinetas gigantescas que durante casi diez años usaron las damas argentinas, al extremo que César Hipólito Bacle en sus famosas litografías publicó algunas de las exageraciones de ese adminículo ridiculizándolo en extremo. Lo cierto, es que llegaron a ser tan grandes, que dos damas no podían caminar al mismo tiempo por la misma vereda y la policía debió dictó una ordenanza que le daba derecho de tránsito a la que circulaba por la derecha.
Hasta entonces las porteñas -según apuntó el inglés Alexander Gillespie-: “No usaban sombrero y el largo cabello negro lo recogían con un rodete, que aseguraban con una peineta sumamente adornada, en el centro de la cabeza”. La nueva moda impuesta por Masculino fueron esos peinetones que eran verdaderas obras de arte, realizadas por artesanos expertos en el calado, cincelado e incrustaciones; los fabricaba con carey, y más tarde, también con aspas de vacuno. Coincidiendo con el gobierno de Juan Manuel de Rosas; muchos llevaban la efigie del Restaurador, como el que ilustra esta nota o la leyenda Federación o muerte.
El uso de estos peinetones, frágiles e incómodos, comenzó a decaer hacia 1836, cuando volvieron a lucirse las peinetas tradicionales, de menor tamaño y más discretas. El científico Alcides d´Orbigny que recorrió nuestro país desde 1826 apuntó:
“Siempre hará que se distinga a una porteña del resto de las mujeres del mundo, un adorno especial, un adorno a que tienen como a la vida, o casi me atrevo a decir más que a ella: es una inmensa peineta que parece un abanico convexo, más o menos precioso, y más o menos adornado, según rango y bienes de quien la lleva”.
El valor de las peinetas de carey era extremadamente caro, pero nuestro artesano impuso de tal modo sus famosos peinetones de más de 60 cm. en su ancho mayor aunque alguno duplicó esa medida; veces de aspa de buey que tan bien había aprendido a trabajar, que le dieron prosperidad económica. El viajero francés Arséne Isabelle que estuvo en el Río de la Plata desde 1830 habló del encanto de las criollas de “bustos magníficos y gestos voluptuosos, que llevan todo el edificio de cabello sobre la cabeza, y tiene que ser así, para sostener las peinetas y peinetones que llegaron a medir en 1832 hasta un metro y diez centímetros de ancho”.
Había casado con María Jesús Escudero que formaron un prestigioso hogar, Santiago Calzadilla lo recuerda como “un lindo mozo”. Su magnífica casa de la calle Venezuela 730 estaba decorada en su patio interno con cuatro estatuas de mármol que representaban las cuatro estaciones, que hizo traer especialmente de Barcelona y que hoy se lucen en los patios del Complejo Museográfico “Enrique Udaondo” de Luján, donde se exhiben también algunos de sus peinetones lo mismo que en los Museos Fernández Blanco y en el Museo Saavedra los que pertenecieran a la colección de Celina González Garaño.
A la caída de Rosas en marzo de 1852 por su respetable posición fue designado comisario honorario de policía, empleo que ejerció hasta agosto de ese año. Falleció en Buenos Aires el 22 de julio de 1859.
Ese fue Masculino, el que rigió durante doce años la moda femenina de Buenos Aires hace casi dos siglos.