Hace años que se viene sembrando y abonando sistemáticamente una idea madre socialista y estatista, con la perversión de un plan preciso y minucioso. Resumidamente, el concepto es el siguiente: “La pobreza es un fenómeno mundial, pero hay países, personas y empresas más ricas concentradas en pocas naciones, mientras la pobreza, que es su culpa, está diseminada en todo el globo... Si se pudiera poner un impuesto universal manejado por una burocracia centralizada, lograremos repartir mucho mejor la riqueza, más equitativamente, y, sobre todo, pasar por encima de trabas menores como la democracia, la soberanía de las naciones, la voluntad popular, etc. etc.”
Una tribu de economistas y comunicadores financiados expresamente han difundido esta idea con diversos formatos, y en diversas oportunidades, en cuanto diario, libro, paper o similar pintaba. Esta columna y su autor se han ocupado muchas veces en los últimos 10 años en confrontar por todos los medios con nombre y apellido con los autores o defensores de estas teorías y en refutarlas (Se puede reemplazar la palabra pobreza con la palabra desigualdad, o con cualquier otra reivindicación que justifique moralmente, o por cobarde corrección política, confiscar los frutos de los ahorros y esfuerzos de algunos para repartirlos entre quienes reclaman la solución de sus siempre reputadas justas necesidades, con el formato que fuera y sin ningún tipo de requisito previo, por ejemplo, el de trabajar).
Hay un largo listado de premios Nobel, famosos académicos, funcionarios incapaces de los entes burocráticos mundiales, que se han tomado tiempo e ingenio en desarrollar e instalar todas las teorías conexas que hicieran falta para justificar e impulsar la doctrina. Desde los audaces de la MMT -Moderna Teoría Monetaria- a los ecuacionistas que intentaron convertir fórmulas que explicaban en formato algebraico el comportamiento de los mercados en mecanismos predictivos de la acción humana, pretensión que en toda la historia moderna de la humanidad terminó siempre en tragedia. Partiendo de quienes resucitaron la curva de Phillips, (una cuestionada y nunca probada teoría) para demostrar que con un poco de “saludable inflación”, el desempleo se reduce. Algo que tampoco ha sido empíricamente demostrado con seriedad nunca en el mediano o largo plazo (El término saludable inflación es una trampa ideológica para hacer creer que un poquito de cianuro prolonga la vida). Thomas Piketty es quien más desembozadamente ha propuesto un sistema de impuesto universal y también un mecanismo de renta universal gratuita que seguramente se supone que administrará un ente mundial infalible, especie de sucursal de Dios en la Tierra. Ni Hayek se hubiera atrevido a imaginarlo cuando describió las burocracias oligárquicas de la planificación central, de la que estas ideas son la sublimación misma.
Se suele encasillar a muchos de los cultores de la multiteoría de que la inflación no es un fenómeno monetario, de que el consumo se logra con más gasto público, más obra pública y más dinero del estado en los bolsillos de la población, o de quienes piensan que la misión fundamental de los bancos centrales es la de controlar el valor de las divisas, que el déficit y el gasto público deben ser analizados como un promedio de varios años, (que nunca se equilibra) que la acción humana se puede predecir e inducir con modelos matemáticos, con el mote de neokeynesianos. Tal vez con alguna razón, porque estas teorías tienen en común que han fracasado ruinosamente cada vez que se han intentado implementar, aunque ocultadas por guerras, revoluciones y otras excusas, inclusive la dialéctica y la pandemia.
Esta idea del impuesto global alcanzó sus puntos máximos en etapas, con el accionar de la OCDE y la UE en los temas relacionados con el lavado de dinero, que con una causa aparentemente sagrada, máxime después de la demolición de las Torres Gemelas y la peligrosa Patriot Act y con task forces no oficializadas, obligó a cobrar impuestos más altos a muchos países, so pena de considerarlos parias, lo que fue rematado por la inefable Janet Yellen, que forzó a aplicar un impuesto mínimo a las empresas mundiales, y por los tratados de no-libre comercio que se han venido firmando desde hace unos años, que obligan a todos los países a ser tan ineficientes como las grandes potencias. Eso es hoy considerado signo de democracia e inserción mundial, como explicara Orwell en Rebelión en la Granja.
Por alguna razón, la idea de redistribuir a dedo lo que los demás produjeron, ganaron, ahorraron o heredaron, parece ser la consigna de todos los políticos del mundo, haraganes de pensamiento por incapacidad, intereses, corrupción o ideología. Esta unanimidad ha abonado esta teoría de la universalidad del reparto, que resulta muy cómoda para no tener que tomar responsabilidades ante la ciudadanía de cada nación, pero que a la vez termina siendo incompatible con la libertad y con la democracia. No es casual que los grandes experimentos en este sentido hayan sido llevados a cabo en la URSS, que arrasó con la soberanía de los países que la integraron a la fuerza, o que en América Latina se intente imponer una transnacionalidad de la soberanía con formatos varios, que culminan en dictaduras, o que en Europa se hayan limado las identidades y las decisiones de los estados miembros, bajo la monarquía de Bruselas. El neomarxismo persiste en su teoría de una única entidad supranacional, un partido único, una voluntad única. Y eso se plasma en el impuesto universal.
Como tal idea ofrecía y ofrece algunas dificultades, o por lo menos por ahora encuentra algunos obstáculos, se ha llegado a un mejor mecanismo de apoderamiento del capital: la inflación universal. Sin necesidad de leyes, mayorías, democracias, votos, acuerdos ni explicaciones, la inflación es el nuevo impuesto confiscatorio de riqueza mundial. Nadie puede escapar de él, no hay manera de eludirlo, nadie tiene la culpa, nadie se exime. Esa inflación es deliberada y provocada. Y no desde la pandemia, apenas un justificativo, una causa más entre las causas sagradas que se invocan para escamotear la libertad y la propiedad. Desde antes de Trump, EEUU viene abogando por una devaluación, por una tasa cero o negativa decretada, por un dólar competitivo, o sea devaluado, o sea una inflación. Porque una inflación norteamericana, es una devaluación del dólar, aunque se oculta porque las otras potencias hacen lo mismo. Desde el punto de vista del consumidor mundial, del ahorrista y del inversor, el dólar se devalúa al mismo paso que la inflación americana, en el mediano plazo. No se nota al instante porque las otras seudopotencias hacen lo mismo y porque el renminbí, que es la única moneda contra la que se puede comparar, es manejado misteriosamente por China, que por otro lado ha sido excluida del comercio mundial, o al menos puesta en un limbo que terminará en un tiro en el pie, con lo que el renminbí está proscripto para competir, en algún punto.
Luego del mágico momento de Clinton, que llevó a la inminente y molesta desaparición de la deuda externa de Estados Unidos, todos los demás presidentes, G.W.Bush, Obama, Trump y ahora Biden, se ocuparon de terminar de destruir la imagen de la independencia del banco central, o la Fed, sólo un latiguillo con el que se castiga a los países subdesarrollados, pero que hace rato ha dejado de ser cierto. Desde la segunda versión complaciente de Greenspan, tal independencia, concepto central del World Order americano, es inexistente y una mentira evidente. Bush se encargó de resolver el problema de la eliminación de la deuda externa, que tanto preocupaba a Greenspan.
Todas estas teorías inventadas y trasnochadas se transformaron, por decisión primero de Europa y el FMI y la OCDE y luego de Estados Unidos, en sistemas y mecanismos posibles y hasta recomendados. El aumento criminal del endeudamiento de empresas, gobiernos e individuos fue, en los últimos 15 años, irresponsable y criminal. La crisis de 2008, que Obama encargó de solucionar a Ben Bernanke, un neokeynesiano con patente de experto en la Gran Depresión (?) para que sea más fácil entender, salvó de la cárcel a muchos delincuentes banqueros y otras instituciones públicas y privadas, en sociedad con Europa. Resolvió aparentemente la crisis pateando el problema para más adelante, y poniendo platita no sólo en los bolsillos de la gente sino en los de todos, en especial los bancos.
El otro concepto sagrado, junto a la supuesta independencia de los Bancos Centrales, es el del no dirigismo. La ausencia de planificación central. Desde 2008 en adelante, con todos los gobiernos, en todas las grandes potencias, la manipulación monetaria, bancaria, reglamentaria e impositiva han terminado pareciéndose a lo peor del socialismo y su planificación central. Si von Mises viviera, volvería a formular las críticas que le endilgó a Roosevelt y su absurda política de los años 30, que terminó empeorando la crisis norteamericana y mundial, pero dirigidas al establishment actual.
Desde 1980 se dejaron de lado las mejores prácticas de leverage en las empresas. Dejó de tenerse en cuenta la sana relación entre capital propio (acciones) y préstamos, para entrar en otro proceso que ronda lo delictivo: la recompra de acciones, una práctica que, mezclada con las opciones con las que se remunera a los ejecutivos, es un veneno lento en cualquier sistema. Es tema para otra nota.
Una suma de factores fue llevando a la situación que podría llamarse prepandémica: un gigantesco esquema piramidal que no podía continuar, y que nadie se animaba a destapar. La pandemia parece haber obrado como un gran permiso, como una gran excusa, como una manera de borrar el pasado y sus responsabilidades: todo es culpa de la pandemia, del aislamiento y de los costos en que se incurrió para paliarla. Cómodo, al menos. Ya Trump abogaba por un dólar barato, como cualquier argentino de Parque Patricios, y llevó la tasa de interés a ser negativa, una barbaridad técnica e ideológica.
Lo que muestra que es el sistema el que falla, con independencia de los méritos o deméritos, los éxitos o los errores de cada presidente. Cuando Trump bajó los impuestos a las transnacionales, no lo hizo por una cuestión ideológica. Lo hizo porque buscaba resolver el problema contenido en el propio esquema impositivo americano, que permite desde siempre a las empresas no pagar impuestos hasta que no entran sus fondos a EEUU, al autorizarlas a pagar por lo percibido y no por lo devengado. Se suponía que de ese modo se aumentaría el empleo y se bajaría la tentación de radicar sucursales en el exterior. No se logró. Las empresas trajeron sus fondos en varios casos, y recompraron sus acciones. No reinvirtieron, ni crearon significativamente empleos.
Biden buscó otro camino. Obligó al mundo a subir su impuesto mínimo a 15%, para desalentar una evasión que no es tal porque está permitida por la ley estadounidense y licuó todavía más la deuda, agregando a la tasa cero la inflación de su plan platita propio.
Pero la inflación cumple otra función que excede a la licuación de la deuda. Parapetados en la oportuna pandemia, el FMI, el BCE, la FED, hasta el Bank of England, salieron a aplicar y a recomendar al mundo más emisión, más gasto, poner plata en el bolsillo de la gente, haciendo de la emergencia sanitaria una emergencia monetaria. Y creando virtualmente una AUH mundial, un salario universal, que como no se puede pagar con impuestos, se paga con inflación. Es decir, que no hay un impuesto universal, pero que, además de la suba de los impuestos nacionales, como pasa en Argentina, hay un impuesto mundial que es la inflación, que no se puede eludir. La inflación es entonces el impuesto mundial, del que nadie tiene la culpa, sino la pandemia.
En ese proceso, hay varias mentiras contenidas. Y nótese que se usa el término mentira, no error, ni omisión, ni percepción teórica. Powell y Yellen, desde sus posiciones totalmente dependientes del gobierno, sostuvieron primero que la inflación sería ligeramente superior al 2% establecido como rango meta. Luego, que podía ser mayor que eso por unos años porque había habido períodos por debajo de ese rango. (Nadie sabe por qué ese nivel del 2% era sagrado, dogmático. La saludable inflación seguro) Luego dijeron que sería todavía algo mayor debido a los problemas creados por la pandemia. Luego pasaron a decir que la inflación alta era temporaria, lo que es doblemente mentira. Primero porque se ve claramente que, como era previsible, la inflación los ha superado, y segundo porque temporaria, significaría que de 6 u 8 % que será la cifra final del año, se bajaría a -1 o -2 el año próximo. Lo que es imposible porque la deflación es, para el neokeynesianismo americano que comparten buena parte de la sociedad, para Wall Street, para un gran sector de políticos de ambos partidos y para los medios en su apabullante mayoría, una imposibilidad económica y matemática dogmática, seguramente porque no se contempla en ninguna ecuación.
Con lo que la inflación de este año no retrocede. Ya ocurrió. Ya cumplió su objetivo. En consecuencia, no es temporaria, como se sostiene. Usted, lectora, ha perdido el 8% de sus ahorros en dólares, aunque viva en el mismísimo Brooklin, en Palermo o en Guadalajara. Y el año que viene empieza de nuevo hasta donde llegue. Eso se llama un impuesto. Máxime con tasa cero. Pero también una mentira, porque no es concebible que esos funcionarios crean lo que afirman, por lo menos si se supone un nivel de formación e información mínimas, dado el lugar que ocupan. ¡Y como si fuera poco, un gran sector Demócrata americano quiere desplazar a Powell porque no es suficientemente inflacionario! ¿Banco Central independiente?
También fue una mentira la manifestación de que una mayor emisión no produciría inflación. Obviamente, emitir y que el dinero se guarde en el banco o en la tetera de la cocina porque la pandemia bajó la demanda o los hábitos de consumo, no produce inflación visible. Pero en cuanto se levanta el aislamiento, los efectos inflacionarios golpean al instante. Seguir demorando la lucha contra la inflación en nombre de lograr la recuperación del empleo es por un lado una mentira y por otro un error. Una mentira porque nadie puede ignorar que no comenzar a tomar medidas ya mismo crea el riesgo de una espiralización peligrosísima. Y porque no se puede dañar a los Estados Unidos al hacer que el dólar deje de ser la reserva de valor que le permitió mantener el liderazgo económico, camino por el que va. Es, además, una estafa al sistema, que luego del repudio a los acuerdos de Breton Woods, había tomado en serio el compromiso norteamericano de preservar el valor de su moneda mundial. Y debe recordarse que aún no empezó seriamente a ejecutarse el dispendioso presupuesto bidense.
Por eso miente Biden cuando dice que la inflación será su mayor preocupación, porque si así fuera estaría bajando el gasto o subiendo la tasa, o cortando más velozmente la emisión que se destinó a la compra de bonos basura, que apenas ha bajado en una octava parte. Y miente al establecer sobre todo el sistema financiero e impositivo un mecanismo de planificación central al que su país se opuso durante más de 100 años de todas las maneras y en todas las circunstancias y hacer creer que está defendiendo el capitalismo.
Hay otro punto de gravedad en el que nadie parece haber reparado, o querer reparar, que cuesta trabajo pensar que la Fed sostenga de buena fe: la idea de que al permitir una cierta cuota de mayor inflación (que va subiendo cada vez) se lograrán más puestos de trabajo. Algo que no se inauguró con Biden sino varios años antes. La manoseada y poco respetada curva de Phillips, cuyo autor nunca sostuvo tal cosa, ni tampoco el emblemático Samuelson, como se le acusa, que además no logró cumplir con las elementales pruebas de solidez matemática, ni ha demostrado nunca evidencia empírica que pruebe semejantes efectos.
Por supuesto que una inflación puede crear una demanda instantánea que aumente en una primera instancia el consumo y hasta el empleo. Pero apenas un ratito, como tan bien saben los argentinos. A lo que se debe agregar un dato adicional. El nivel de empleo al que se aspira es el prepandémico, correspondiente a un momento especial del mundo. Muy por encima de los niveles razonables y esperables. Es sabido que la pandemia ha hecho creer a buena parte de los trabajadores mundiales que pueden elegir no trabajar. Si Biden compra semejantes ponencias y las transforma en políticas que afectan al mundo, tal vez eso no sea una mentira atribuible a él, pero es de todos modos una mentira conceptual que dañará a todos.
Biden, y antes Trump, tienen en esta inflación americana y mundial una importante responsabilidad adicional, que cada uno repartirá según su ideología, sus preferencias políticas, su partidismo o lo que se quiera. Al aumentar el proteccionismo y cancelar a China, como cualquier política proteccionista y nacionalista, hacen subir el costo de los productos al consumidor, esencia misma de la teoría económica de la competencia y los mercados comparados. Anular esa competencia tiene por lo menos dos efectos fundamentales: reducir las opciones del consumidor y subir fuertemente los precios en el mercado interno. Salir además a presionar a sus aliados a copiar esas restricciones es todavía potenciar mas la inflación, que tiene mucho campo para crecer al no tener la restricción de la emisión.
Enfrentar una pandemia sin casi hablar con la otra gran potencia mundial, también colaboró a los cuellos de botella que se transforman en mayores costos, en demoras de producción y en problemas de empleo. Y que siguen torpedeando el comercio mundial. Creer que el pueblo americano, y el mundo, no sufrirá la guerra de mercado con China, es inocencia o es mentira. La única solución que se ofrece mundialmente es proteccionista y de compre nacional. Los efectos de ese proteccionismo y ese nacionalismo serán como siempre en todas las crisis, devastadores.
Siempre habrá explicaciones, causas sacrosantas, cruzadas, enemigos externos, seguridad nacional y todo tipo de argumentos que justifiquen esas políticas. Con o sin razón. Pero los efectos no son optativos, ni eludibles.
A este cuadro se deben agregar las políticas contra las emisiones, (de todo, salvo de moneda) que – aun cuando tengan asidero – se vuelven ponzoñosas cuando se hacen obligatorias y perentorias. Y ello es más grave cuando se utilizan presiones internacionales para restringir financiamiento bancario mediante sanciones, amenazas o prohibiciones. Los desajustes en la producción y costo de energía que se advierten en varios países centrales de la UE, o en California, por caso, no son livianos ni menores y crearán más desabastecimiento, fuertes aumentos de costos y precios, y más desempleo. Más leña al fuego de la inflación. Por supuesto, se puede culpar de este proceso a quien se quiera, y se puede asustar con el fin del mundo. Pero los costos de esa urgencia impuesta serán graves y mundiales. Y más inflacionarios. En suma, más generadores de pobreza. Porque toda esta descripción explica por qué se está metido en semejante problema. Pero no quiere decir que esa explicación signifique que todas estas políticas sirvan para algo, ni que tengan razón o sustento técnico, salvo para empobrecer al mundo con más velocidad de la que se logró para sacar a tantos de la pobreza.
No está al alcance de esta columna determinar si de ese modo se logrará más igualdad, pero sí es seguro que si se lograra tal igualdad tenderá cada vez a estar más cerca de la pobreza generalizada.
En el listado de mentirosos y creyentes, falta Wall Street. O el mercado, como gusten. Que está muy feliz porque las acciones suben con este panorama, porque la financiación es barata, porque los quebrados no quiebran, porque la Fed garantiza la impunidad. Eso hace que todo el sistema financiero mundial no se empiece a rebelar contra la tasa que fijan la Fed o el BCU y decida por su cuenta lo que hace mucho debió decidir, la suba de la tasa de las Treasury Bills y los Treasury Bonds. Tanto en el corto como en el largo plazo, al igual que la de los bonos de empresas, mucho más las que están subsidiadas por la compra de bonos basura de la Fed. Si no lo hace, si no descuenta ya una evidente situación futura es porque se está autoengañando. O porque está mintiendo, también.