Dos programas recientes en la televisión abierta y otro previsto por un portal de noticias en Internet, algunas declaraciones políticamente incorrectas de funcionarios públicos y los reclamos persistentes en redes sociales volvieron a poner en debate la visión establecida de lo que sucedió en nuestro país en la década de 1970.
Que el tema sea motivo de una incipiente discusión abierta es un hecho alentador. No lo es tanto comprobar que, pese al esfuerzo por escuchar nuevas voces, los prejuicios y las ideas impuestas siguen operando sobre los grandes medios y los formadores de opinión.
Lo puede atestiguar Silvia Ibarzábal, quien la semana pasada evocó en uno de esos programas televisivos el calvario de su padre, el teniente coronel Jorge Ibarzábal, secuestrado en enero de 1974 por el ERP del cuartel que comandaba en Azul, y que fue mantenido en cautiverio durante diez meses en una "cárcel del pueblo" hasta que los guerrilleros lo asesinaron cuando lo trasladaban.
Los periodistas escucharon por unos minutos ese testimonio desgarrador, pero rápidamente volvieron al acto reflejo de interrogar a la entrevistada acerca de su opinión sobre Videla y Massera y el régimen que comandaron, repitiendo la vieja costumbre de pensar que la maldad en la Argentina empezó el 24 de marzo de 1976. Simulan una mayor apertura, pero sus mentes cultivadas por el progresismo siguen blindadas a toda discrepancia.
Todavía no pueden percibir que la historia de la violencia en la década de 1970 está saturada de mentiras, verdades a medias, lugares comunes y toneladas de hipocresía. Es una historia contada a medias, en la que hay unas víctimas que reciben toda la atención y otras que fueron barridas del recuerdo.
Se llama idealistas a los guerrilleros que, siguiendo el mandato del Che Guevara, operaban como frías "máquinas de matar". Se los evoca como precursores de la democracia, cuando en verdad combatían por instalar una dictadura totalitaria de rígida ideología marxista.
Se prohíbe definir como guerra aquel enfrentamiento, pese a que los propios montoneros y erpianos así lo llamaron una y otra vez en sus publicaciones internas, en sus arengas, en cartas personales y en ciertos libros confesionales. Y ahora se pretende impedir por ley el cuestionar la cifra de 30.000 desaparecidos, a pesar de que ningún organismo público o privado, nacional o internacional, llegó jamás a computar semejante número de víctimas.
El proyecto de la diputada kirchnerista Nilda Garré para sancionar con penas de prisión a quien objete la cifra mágica y niegue "cualquier forma de genocidio" revela al menos cierta coherencia. Es un exceso, pero un exceso que sigue una línea de censuras y autocensuras, prohibiciones y vetos que, desde 1983 en adelante, ha tenido un peso insoportable sobre la vida pública argentina.
Que la iniciativa se presente en este momento en que parece haber una mayor disposición a debatir los mitos y las falsedades de la tragedia de hace cuatro décadas, anticipa además el empeño que pondrán los beneficiarios de ese "relato" por impedir su desmoronamiento, pese a que cada vez está más resquebrajado y tambaleante.