La columna pide perdón a sus lectores por no haber dedicado este espacio a comentar las andanzas del expresidente Fernández. Lamentablemente el autor no está preparado para cumplir la función de panelista, para lo que se requieren otras habilidades. Sólo cabe comentar que estos tristes eventos tienen tres mayores efectos colaterales, buscados o no, quién sabe.
El primero es dividir al kirchnerismo ante la opinión pública en dos categorías: el amplísimo conjunto de los probos, sinceros, eficientes y honestos, supuestamente, y el conjunto de los malos y despreciables, integrado con exclusividad por Alberto Fernández, el chivo expiatorio perfecto. Casi una redención salvífica K.
El segundo es hacer olvidar las graves irregularidades en la contratación de seguros digitados desde la Presidencia del chivo, perdón, de Fernández, que ya tenía una amplia expertise sobre el tema desde su época a cargo de la Superintendencia de Seguros, de Carlos Menem durante seis años donde se especializó en esa actividad. La de seguros, claro.
Y el tercero es otorgarle un respiro al Gobierno y darle la razón en las acusaciones contra la casta, ese inasible, difuso, inidentificable, cambiante y contradictorio enemigo, que Javier Milei ha prodigado con generosidad desde antes de su elección, acusaciones que lo convirtieron en paladín de la justicia.
Todo ello sin omitir repudiar tajantemente y sin reticencias la violencia denunciada por la señora Fabiola Yañez, ahora bajo la protección de las fuerzas de seguridad de la república, felizmente.
Pero, tal como el título de la nota lo indica, esta entrega tiene el propósito de analizar las políticas que está esbozando el candidato a presidente de EEUU, Donald Trump, y sus efectos tanto en los aspectos locales como en su país y en las finanzas y economía globales.
Se sabe desde siempre que Trump no será un gran presidente para Estados Unidos, como tampoco lo será Kamala Harris. Ninguno de los dos tiene la capacidad ni la claridad mental para la tarea, menos aún en la función de controlar el orden mundial, a lo que los norteamericanos parecen haber renunciado por miedo a la responsabilidad.
Mientras Harris defiende postulados colectivistas, redistribucionistas y a veces directamente comunistas, en un idioma tan confuso y disperso como el de Biden en sus peores momentos, Trump arroja promesas de medidas efectistas y a veces descabelladas. Ambos son proteccionistas. Trump es un abusador del capitalismo en beneficio propio, Harris es directamente woke y quiere disgregar a la sociedad americana en los contrasentidos de esa distopia y en la destrucción de la producción y la riqueza.
Mientras Harris es muy clara en sus objetivos y en las consecuencias que provocará con sus ideas y su acrisolada ignorancia, Trump, que aparece como el defensor del sistema capitalista liberal, tiene planteos e ideas precarias y peligrosas que torpedearán el sistema que parece defender, también con ignorancia en muchos casos. Su odio a China evolucionó y continuará evolucionando hacia un proteccionismo específico en nombre de la seguridad nacional, como en el caso de la tecnología 5G donde China ha obtenido un desarrollo claramente superior, que ha sido vedado a cualquier negocio o inversión por parte de las empresas americanas, se ha ido incrementando y eso encarecerá insumos muy importantes.
Esto es coherente con la idea de los legisladores de ambos partidos de aplicar recargos específicos a los autos chinos, basados en que su tecnología de comunicación permite jaqueos, lo que se considera ridículamente otro riesgo para la seguridad nacional que se intenta paliar aumentando los recargos específicos a los vehículos eléctricos provenientes de ese país. Una manera de competir que ayudará a una industria que ha quedado atrasada en los últimos años.
A eso Trump acaba de agregar la promesa de aumentar en 10 puntos todos los recargos de importación sobre bienes de cualquier procedencia. Sumado al proteccionismo acumulado, esas medidas, que para nada tienen que ver con la libertad de comercio ni con la competencia, preanuncian momentos difíciles para el mundo, incluyendo al propio Estados Unidos, como lo prueba la evidencia empírica que ofrece la historia en todas las épocas de alto proteccionismo. El América para los americanos en lo económico sólo consolidará el encarecimiento y la escasez. Y se proyectará al mundo, ante la simetría europea con estas medidas.
En esto Trump sigue su línea tradicional de apoyo a industrias, zonas y trabajadores de actividades que debieron renovarse, evolucionar o desaparecer, ineficiencia que la economía pena siempre duramente en cabeza de los consumidores y del empleo. También condena a países como Argentina a no poder exportarle valor agregado, lo que se agrava ante la simultánea pretensión americana de que los países amigos no comercien con su enemigo chino.
Harris sostiene con la clásica simplificación del neomarxismo la idea de que hay que grabar a la riqueza en todos sus formatos y redistribuirla de algún modo vía la infalible burocracia, y al mismo tiempo aumentar el gasto para resolver los problemas de todos y cada uno de sus habitantes, lo que llevaría a un aumento del endeudamiento de la emisión o de los impuestos, que en algún punto tiene las mismas consecuencias.
Trump no promete bajar el gasto ni tiene ningún proyecto para hacerlo, pero pretende bajar impuestos, lo que necesariamente llevará a una situación parecida a la que conducirían las premisas de Harris. En ambos casos, efectos que debería soportar todo el sistema mundial, en especial aquellos países en vías de desarrollo que habrán perdido toda oportunidad de crecer.
Si su idea es salvar el bache con crecimiento, que tiene efectos positivos tanto sobre la inflación como sobre el endeudamiento, no logrará concretar ese propósito bajo un paradigma de creciente proteccionismo, por razones que conocen muy bien los argentinos.
Esta situación, más que una política del Partido Republicano, es un criterio generalizado en Norteamérica, con lo que se vuelve a caer en la restricción a la libertad de comercio que siempre ha tenido resultados dolorosísimos.
La presencia de China y los BRICS, aunque aún no se haya manifestado, implica que el renminbí será, más temprano que tarde, una moneda de curso internacional, lo que amenaza poner en evidencia la debilidad del dólar, sostenido en su valor por falta de puntos de comparación, esencialmente. Por eso la feroz resistencia norteamericana a permitirlo.
Si bien aún no se llega al virtual suicido y la claudicación europea, en manos ya de una burocracia paralizante, supranacional e inevitablemente dictatorial, con medidas que parecen diseñadas para sabotear el sistema productivo en un todo, Estados Unidos semeja estar en un camino similar. Más desembozado y explícito por el lado demócrata, y una consecuencia inevitable si se aplican las ideas de Trump sobre el acumulado de políticas existentes.
Pero hace tres días el candidato republicano ha lanzado una nueva propuesta. Intenta que el Poder Ejecutivo tenga más injerencia en la fijación de las tasas de interés, tarea exclusiva hasta ahora de la Reserva Federal, a estos efectos el equivalente de Banco Central estadounidense. (To have a say, dice el candidato)
Y aquí el tema se complica mucho más. Como se recordará, la independencia de los Bancos Centrales de cada país del gobierno es la garantía clave que se exige mundialmente para asegurar la seriedad del sistema financiero y separarlo de las decisiones políticas. En otras palabras, el Banco Central funciona en cuanto a la emisión de moneda y la política monetaria en general como un poder independiente, un control cruzado sobre el ejecutivo y el legislativo para evitar acompañar cualquier despropósito de la política.
En el caso estadounidnese, la composición de la conducción de la Reserva surge de un complejo esquema en el que participan los bancos privados y regionales, pero su presidente es designado cada cuatro años por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado. Un presidente norteamericano debe soportar dos años a un presidente de la Reserva elegido por el mandatario anterior, y entonces designar a alguien que lo acompañará por el resto de su mandato, y que luego seguirá en funciones por dos años más durante el gobierno siguiente.
Se recordará que el requisito universal de la independencia de los Bancos Centrales surge como una necesidad y una obligación luego de que el presidente Nixon decidiera unilateralmente en 1971 la “suspensión temporaria” de los acuerdos de Bretton Woods de 1944, (una irresponsabilidad) que luego se convirtiera en la denuncia norteamericana al tratado.
Los acuerdos de 1944 tendían a mantener un sistema financiero universal ordenado y confiable, basado en el dólar americano, mientras Estados Unidos se obligaba a mantener una proporción establecida de oro que garantizase el valor de cada dólar en circulación. La desastrosa y generosa administración demócrata de Johnson destrozó esa ecuación y la tornó imposible. Nixon simplemente le anunció al mundo un verdadero default, disfrazado de otra cosa.
A partir de ese momento la garantía del sistema estaba dada por el accionar de un Banco Central independiente que manejaría la política monetaria de cada país y se ocuparía de mantener el valor y poder adquisitivo de la moneda. La Reserva Federal, ya existente desde 1913, cumpliría esa tarea en EEUU, el resto de los países debían hacer lo mismo, ya sea utilizando su organización vigente o creando un Banco Central específico, siempre con independencia del ejecutivo.
En Estados Unidos la Reserva es supervisada en sus objetivos por el Congreso, aunque mantiene su potestad de aplicar las políticas que considere oportunas, al ser un sistema mixto privado-estatal. Su objetivo inicial era exclusivamente mantener el poder adquisitivo del dólar, pero ese objetivo fue posteriormente modificado por el Congreso para incluir como objetivo principal el cuidado del empleo, dejando en segundo término el poder adquisitivo de la moneda, una contradicción en algún punto.
Ahora Trump quiere meter sus dedos en el sistema, quién sabe en qué grado y con qué suerte. El tema no es menor, porque desde la huida estadounidense de Bretton Woods hasta ahora la emisión fue creciendo por encima de toda relación con el Producto Bruto y lejos por encima de toda lógica, en especial en tres momentos cruciales: la caída del fondo LTCM entre 1998 y 2000, que fue bancada por el Estado, la crisis de subprimes en 2008 y la pandemia, un desbarajuste colosal irremontable.
La posición de Trump se parece mucho a la de George H.W. Bush, que perdió su reelección en 1993 porque el entonces presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, mantuvo las tasas elevadas para pelear contra la alta inflación a la que derrotó, pero la recesión inevitable generada por esa medida le costó la reelección, curiosamente cuando la economía había comenzado una franca recuperación.
Lo que Bush quería era que las tasas se hubieran bajado mucho antes para generar una reactivación. O sea que quería una mayor inflación. Ahí acuñó su célebre frase contra el respetado financista, del que dijo: "I reappointed him, he dissapointed me” (Yo lo nombré de nuevo, él me desilusionó. En una traducción sin la rima del inglés)
En su mamotrética biografía The Age of Turbulence Greenspan dejó claro que su decisión no era inconsulta ni caprichosa, y al igual que ahora, prefirió, en constante consulta con los funcionarios del gobierno, mantener unos meses más la tasa elevada, lo mismo que ahora sostiene Jerome Powell con razón, también en permanente consulta con el gobierno, representado por Janet Yellen, ahora secretaria del Tesoro y anteriormente presidente de la Reserva Federal.
Ben Bernanke, que debió pilotear la crisis de los subprime, otra estafa de la que se hizo cargo el bondadoso gobierno estadounidense, (bondadoso con los bancos, se entiende) también explica en su biografía que en todo momento estuvo codo a codo con los miembros del gobierno en las medidas que se tomaban. La independencia del Banco Central no significa un antagonismo y no excluye una relación profesional seria y técnica.
Lo que propone Trump es parecido a lo que decía Bush: “bajemos la tasa de interés, dejando librada a su suerte la inflación, para producir una reactivación y que yo sea popular”. Los argentinos que han abrevado en el manual de economía del kirchnerismo saben las consecuencias de esa manera de pensar.
No es fácil hoy acertar cómo puede evolucionar esta idea de Trump, pero si se desborda la inflación, aunque sea 4 o 5 puntos anuales, se empezaría a ir en un camino parecido a la Agenda 2030 de licuación del capital y el ahorro mundial. Debe recordarse además que en 2026 debe nombrarse un nuevo presidente de la Reserva, y la designación de un presidente complaciente y laxo será bienvenida por los legisladores. En algún punto, esto resulta muy parecido a la famosa y absurda Teoría Monetaria Moderna, una especie de neokeynesianismo sin pies ni cabeza, pero que de paso ayudaría a licuar las deudas europeas, norteamericanas, japonesas y de muchos países, que vienen haciendo crecer su economía a costa de emisión y crédito fácil. El inefable Sergio Massa podría ser un gran ministro en ese escenario.
Hay otro problema más técnico y más serio. La tasa de interés, que como se verá no es ni libre ni determinada por el mercado en Estados Unidos, tiene otra función además de aumentar el consumo si es baja o disminuirlo si es alta. El crédito barato y fácil hace crecer y sobrevivir negocios y gobiernos ineficientes. Hasta que estallan. Y también es el gálibo con el que se miden las decisiones de inversión. Si esa tasa, ya suficientemente manoseada y no fruto del mercado, se hace descender fuera de la lógica monetaria, la cantidad de proyectos e inversiones ineficientes que se producirá será muy elevada, frágil, temporaria y riesgosa. Eso es lo último que se necesita.
Además, habrá que ver qué piensan de la propuesta del líder republicano las calificadoras de riesgo, los fondos y los grandes inversores, que viven clamando contra los países más pequeños por la falta de independencia de sus Bancos Centrales. La capacidad intelectual y técnica de Trump para fijar la tasa de interés es, además, bastante dudosa, al tenor del resultado de muchos de sus negocios y sus quiebras, defaults o procedimientos de Chapter 11.
Harris es peligrosa por su ideología y su potencial confiscación impositiva. Trump es peligroso por su intervencionismo histriónico y su simplificación a veces infantil de ideas. Pero los resultados de ambos pueden ser muy parecidos. Un mundo con sobreemisión, sobreendeudamiento y al mismo tiempo proteccionismo y planificación estatal, todo condimentado con el suicidio industrial y de consumo ambientalista, sin una tasa de interés sana y sin regalo tiende a la redistribución de la pobreza universal. Y eso es lo que propugna la Agenda 2030.