La presente gira europea del Presidente, y en especial su escala española, nos plantea un problema a quienes observamos este fenómeno novedoso e inesperado: la creciente identificación que se observa en el mundo, o entre públicos ajenos para decirlo con mayor modestia, entre Javier Milei y la Argentina. Decir Milei es decir Argentina, y a la inversa.
Alguien podría apuntar que lo mismo pasó con Maradona, pero el fenómeno es distinto. A la Argentina se la reconocía por Maradona porque no se la reconocía por ninguna otra cosa: en algún momento se la reconoció por los desaparecidos, pero en la época del 10 eso ya había pasado a la historia. Ahora a la Argentina se la reconoce por Messi o por Milei.
Pero mientras Messi es el nombre de un prodigio deportivo, Milei es el nombre de un experimento político, un experimento cuya naturaleza ha despertado, principalmente en Europa, un vivo interés. Esa identificación entre nación y gobernante no es nueva, y tiene sus costados riesgosos.
En la época dorada de las monarquías se llamaba directamente Francia o España al rey de Francia o al rey de España. Pero también Fidel fue sinónimo de Cuba, o Tito de Yugoslavia. Cuando el presidente queda asociado de tal modo a la marca país (y mientras escribo esto me entero de que la hermana del presidente está interesada en tomar el control de Marca país, la institución del Estado), cuando la identificación es tan señalada, resulta difícil emitir juicios adversos al presidente o cuestionar la sabiduría de sus decisiones sin causar la impresión de estar criticando al país, o cuestionándolo. El fenómeno obra como un inhibidor inconsciente de la opinión libre dentro del ámbito nacional, e induce a recibir la crítica externa como un agravio a la nación.
Al mismo tiempo, asombra la manera como la figura de Milei influye en la política interna de España, en un juego buscado por las dos partes: el presidente argentino tomó descaradamente partido por algunas figuras afines en el ruedo político ibérico, y el ruedo le respondió de inmediato con identificaciones y rechazos muy intensos.
Los comentaristas españoles señalaban que desde la época de Juan Perón ningún otro político argentino había capturado la atención y la imaginación local como lo ha hecho Milei. En el resto del continente europeo el fenómeno argentino es observado principalmente por el Círculo rojo, pero en España el interés se percibe en la calle. Esto no sorprende porque, además de los múltiples vasos comunicantes que hay entre los dos países, en España hay una oferta política parecida a la nuestra -tienen sus kirchneristas (PSOE), sus cambiemitas (PP), sus izquierdas y sus derechas (VOX)- y por lo tanto el debate es similar.
Tampoco sorprende que la curiosidad por el mensaje de Milei se extienda por Europa. La Europa comunitaria es la tierra prometida de la socialdemocracia y el arenero del globalismo y la Agenda 2030, promotores éstos de una inmigración descontrolada que amenaza su naturaleza demográfica y el perfil de sus ciudades. Los europeos están hartos de la Comunidad -y eso se percibe habitualmente en su cinematografía-, aunque no saben cómo sacársela de encima ni están seguros de que les convenga. La disruptiva prédica libertaria de Milei es un golpe de aire fresco para una población agobiada, sofocada y amenazada en sus mismas creencias y tradiciones por el monolítico discurso progresista y las regulaciones minuciosas que emanan de Bruselas.
El resultado de las recientes elecciones para el Parlamento Europeo, que la prensa globalista describió como avance de la ultraderecha, expresó ese agobio tanto como lo expresa el interés por Milei.
En el mundo anglosajón, cuna y motor del globalismo, la visión que se tiene del presidente es más cautelosa, y a veces hostil. Más allá de la algarabía de algunos capitanes de la industria, inversionistas y especuladores -sobre quienes expresiones como desregulación, rebaja de impuestos, y libre movimiento de bienes y capitales ejercen un sortilegio especial-, las usinas ideológicas habituales se han mostrado tan convenientemente interesadas (ningún medio descuida a su público) como decididamente críticas. A pesar de que los operadores de Milei los hayan presentado con aires triunfales, las entrevistas y artículos que le dedicaron The Economist, el Wall Street Journal, el Financial Times o la BBC pusieron todos el dedo en los flancos más débiles de su gobierno. En este mismo orden de cosas, llamó la atención el repentino endurecimiento de las recomendaciones del FMI justamente cuando los indicadores económicos comienzan a dar señales de reactivación.
Ese “Occidente” con el que Milei dice identificarse, ¿quiere o no quiere que al presidente le vaya bien? ¿El presidente es consciente de que ese espacio de libertad y responsabilidad, el espacio llamado “Occidente” en el que se insertan su filosofía política y su modelo económico, ya no existe, arrasado por los vientos de la historia y las revoluciones tecnológicas? ¿Cuál es la relación entre Milei y el mundo, y el mundo y Milei? Aquella comparación con Perón que de inmediato saltó a la imaginación de los españoles puede servirnos de pista para encontrar una respuesta.
En la década de 1880, Julio A. Roca organizó eficazmente la República acomodándola con inteligencia al orden mundial prevaleciente en la época, esa pax britannica que a grandes rasgos y generosamente podríamos describir como liberal. La crisis del 30 demolió ese ordenamiento, y Perón y otros estrategas intentaron acomodar el orden conservador de Roca a las bien distintas realidades mundiales del 40 y el 50, mucho más estatistas, intervencionistas y socialistas, y sin un poder unificador. Cuando el mundo se dividió en dos bloques, conducidos por dos potencias hegemónicas, optaron mantenerse al margen. Esa independencia era probablemente lo más razonable desde el punto de vista de la soberanía nacional, pero la Argentina no tenía fuerzas suficientes para sostenerla frente a las presiones que venían desde ambos polos, y esa debilidad en definitiva precipitó la caída de Perón, y con ella la desaparición de cualquier orden en la Argentina.
Milei también se referencia en Roca, y hasta cierto punto podríamos interpretar que trata del acomodar el orden conservador del siglo XIX a las realidades del XXI.
Pero también ahora, como a mediados del siglo pasado, el mundo se nos presenta dividido en dos bloques: por un lado los globalistas cuyo modelo es la Comunidad Europea, y por otro los soberanistas, empeñados en defender sus instituciones, sus tradiciones, su fe y su etnia nacionales. Tal vez por convicción, tal vez por intuición, tal vez por tener presente la suerte corrida por Perón, Milei rechazó de entrada cualquier neutralidad, se alineó con los ideales liberales de Occidente y repudió el autoritarismo de Rusia y China. Pero una toma de posición así planteada es anacrónica, y confusa tanto para quienes tratan de entender su visión geopolítica como para los que se sienten obligados a tomar posición frente a ella. “La visita del huésped impredecible”, dijo Der Spiegel al saludar la llegada de Milei a Hamburgo.
¿Por qué impredecible? Por un lado Milei defiende la libertad económica más irrestricta, dice que quiere destruir el Estado, aboga por un individualismo extremo. Todo esto es música para los oídos de los ingenieros sociales del globalismo: el hombre reducido a ser un ente aislado, sin identidad ni lealtades nacionales, culturales, étnicas o religiosas; ninguna clase de institución social o política interpuesta entre el poder y los súbditos; ninguna clase de restricción para el mercado, ni siquiera para la compra o venta de personas o de partes de personas, como postuló alguna vez el propio Milei. Pero por otro lado, el presidente rechaza la Agenda 2030, incluidos varios de sus postulados más caros, como el aborto, el cambio climático, las aberraciones sexuales; aborrece las regulaciones producidas en colaboración y en su propio beneficio por las burocracias estatales y privadas, alias la casta; reivindica la libertad. Todo esto es música para los oídos de los soberanistas europeos.
LA OTRA GRIETA
Milei parece sentirse más cómodo entre los soberanistas que entre los globalistas, probablemente porque los soberanistas están como él en plan de ataque, y los globalistas, como la casta, están a la defensiva.
Los soberanistas en el poder, como es el caso de Rusia y China, no son de su agrado. Simétricamente, tampoco le convencen las estrategias expansivas de los ingenieros sociales del globalismo -para él, simplemente socialistas o comunistas larvados, como advirtió en Davos-, y por eso la Argentina votó este mes en contra del plan global de la Organización Mundial de la Salud para enfrentar eventuales pandemias. “Nuestro país no suscribirá ningún acuerdo pandémico que pueda afectar la soberanía nacional”, dijo el vocero Manuel Adorni. “En Argentina las decisiones las toman los argentinos”.
Estas posiciones explican los recelos con que los medios globalistas y los dirigentes enrolados en ese polo de poder observan los movimientos de Milei. El mismo recelo con que miran a la italiana Giorgia Meloni, que tan buena sintonía tiene con el presidente argentino, tan opuesta a la Agenda 2030 como él, tan dispuesta a dar la batalla cultural, y a la que también les resulta difícil encasillar: reciente anfitriona impecable de la reunión del G7 en Bari; autodeclarada euroescéptica que sin embargo ha sabido trabar buenas relaciones con la presidente de la Comunidad Europea Ursula von der Leyen.
A los poderes con vocación hegemónica no les gustan los cabos sueltos. ¿Se repetirá acaso la historia de los 50, esta vez con Milei y Meloni ensayando una tercera posición entre globalistas y soberanistas? Vivimos tiempos interesantes.