Desde que von Mises publicara su libro-alegato Human Action en 1949, donde sostenía que la economía era una ciencia social que estudiaba la praxeología, la suma de acciones y comportamientos del individuo en procura de su subsistencia y su bienestar, varias teorías trataron por todos los medios de hacer desmoronar el concepto. Sus enemigos podrían resumirse simplificadamente en dos grupos: lo que se llamaría el matematicismo, que sostenía, al contrario del paradigma del ucraniano, que el comportamiento de una sociedad podía predecirse – e inclusive inducirse – mediante fórmulas precisas e inexorables que marcaban un comportamiento futuro de las personas y hasta un resultado esperado, como respuesta a determinadas medidas o parámetros, determinadas siempre con algún supuesto método de inteligencia superior (hoy sería un algoritmo) o con alguna clase de planificación central. Era la economía concebida como ciencia dura, como arquitectura infalible, como ingeniería de cálculo integral, casi como robótica.
El otro grupo era el que sostenía argumentos más emotivos, menos técnicos, que planteaban que semejante concepción de la escuela austríaca era despiadada para los pobres, desplazados, desfavorecidos, desprotegidos y no beneficiados en esa lucha por la subsistencia. Ese sector suponía automáticamente que era responsabilidad de los sectores que habían tenido éxito hacerse cargo de esos marginados, marginales y olvidados, otorgarles no sólo oportunidades para obtener bienes materiales y condiciones de vida, sino directamente regalárselos.
La concepción de Mises era muy poco funcional a los políticos y las ideologías, que se veían así privados de sus herramientas esenciales: la promesa de bienestar instantáneo, la igualdad, la revancha, la protección, la sanción, la justicia divina reencarnada en una burocracia que tomaría a su cargo todos los riesgos y reemplazaría todos los esfuerzos: el estado, en resumen.
De modo que rápidamente ambas líneas discrepantes con La acción humana fueron adoptadas, a veces aplicadas separadamente, otras alternadamente y otras en conjunto, por quienes prometían esas soluciones instantáneas que no estaban basadas en la suma de acciones individuales en procura de su supervivencia y bienestar, sino por una mano superior, la Nueva Clase que tomaba a su cargo semejante tarea, sin necesidad de éxito, tiempo ni trabajo. La acción humana inducida y condicionada por el gobierno, que también suponía una infalibilidad infusa. Como dijera Tocqueville: “El Estado que tiende sus brazos sobre la multitud y le ahorra todo esfuerzo, hasta le prohíbe pensar”.
Posteriormente Hayek justamente igualaría los efectos o defectos de ideologías y dictaduras de izquierda y derecha que trataban de lograr o al menos de prometer esos mismos objetivos, una economía planificada centralmente por un grupo de iluminati, una Nueva Clase superior de burócratas preñados de la fatal arrogancia de ser capaces de reemplazar, u obligar, a la acción humana individual.
Por eso, siguiendo la línea de esos maestros, para la columna no hay demasiada diferencia entre John Nash y Joseph Stalin, entre la Teoría Monetaria Moderna y la Doctrina Social de la Iglesia. Tarde o temprano se llega a lo mismo. Eso ocurre con cualquiera de los sistemas de planificación central con el formato que fuera: ecuaciones mágicas, solidarismo, voluntarismo, redistribución, inflación, demagogia populista, todas concepciones donde en definitiva se trata de limitar, condicionar, reemplazar al individuo y su libre albedrío o su libre y espontáneo accionar, por algún mecanismo científico o no que prometa crear otra economía mejor y más justa o evitar los inconvenientes que plantea la definición de Mises, que es mucho más una descripción de la eterna naturaleza humana que un intento de corregirla.
La prueba del tiempo, la evidencia empírica, los resultados estadísticos analizados con técnicas más sólidas de depuración de las variables de factores exógenos a las acciones que se miden, la repetición de fracasos de muchas utopías mejoradoras (en el discurso) no se discuten hoy. Porque sería una gran derrota para los sustitutos de Dios que quisieron reemplazar al individuo en las decisiones sobre lo que más les conviene en su vida. Se usan en cambio mecanismos sustitutos para olvidar, mediante la posverdad o el relato, las experiencias fallidas del pasado y vender la promesa de un mundo mejor y feliz, como cualquier pregonero de esquemas Ponzi.
La Ley de Alquileres tiene el gran mérito de volver a la misma discusión con un ejemplo contemporáneo que permite mostrar ahora en vivo y en directo la falacia feudalista de intentar reemplazar la acción humana por la decisión de un grupo de elegidos (valga el doble sentido) que han determinado que le evitarán a los seres humanos el trabajo de pensar y decidir, como la frase de Tocqueville, a la vez que enfrentar a todos con los efectos de semejante pretensión de la soberbia de los políticos. Habrá que partir de algunos antecedentes para llegar a este nuevo experimento fracasado.
El alquiler de viviendas es cada vez menos transparente a partir de la limitación, relativización y hasta negación del derecho de propiedad, que viene ocurriendo desde aún antes de Perón en 1946, aunque inspirado por sus mismas teorías colectivistas, no sólo de izquierda sino fascistas, que trataban de captar al anarquismo y el sindicalismo naciente, por ese entonces bastante mimetizados. A partir de ese momento, por vía de la ley o de la ineptitud morosa de la justicia, se comienza con la práctica de impedir o demorar los desalojos por falta de pago, que continúa con los congelamientos de contratos y alquileres, donde ni la voluntad de las partes plasmada contractualmente tenía valor alguno. Casi de modo automático esas decisiones bajaron la calidad habitacional y también la buena fe. Se empezó a cobrar llave, una cifra muy alta que había que pagar en negro antes de tomar posesión de la propiedad, lo que intentaba compensar el hecho de que el inquilino se quedaría eternamente en la vivienda, con un alquiler bajísimo que reducía el valor del inmueble a cero o algo parecido.
A partir de ese momento, inquilinos y propietarios pasaron a comportarse como enemigos. La ley los había puesto en contra. Como cada vez que se ha seguido un camino parecido de reemplazar la acción humana por la decisión de un tercero o terceros que deciden lo que está bien o mal para cada uno. Y quién tiene que regalar qué cosa. La idea tan arraigada de que la democracia puede hacer llover de abajo para arriba. Puede, porque la ley se usa como arma, no como derecho. Lo que no puede es evitar las consecuencias.
El sistema sufrió idas y vueltas, algunas que aliviaron esas tensiones y esos impedimentos al libre mercado por un tiempo. Otras las empeoraron. Tal son las postergaciones de desalojos por falta de pago, criterio que se ha usado varias veces. También el permisivo y bucólico devenir de la justicia, que aún cuando la ley diga otra cosa, suele demorar varios años en concretar un desalojo por evidente incumplimiento. Esa misma justicia que se encargó de convalidar las ocupaciones disfrazadas de contratos de alquiler truchos, otra aberración que se podría corregir en 10 minutos, si los diputados, que votaron por 191 a cero la presente Ley de Alquileres quisieran hacerlo. El sector inspira siempre mucho solidaridad y sensibilidad, o mucho solidarismo y sensiblería, que cuenta siempre con el apoyo de los gobiernos, incluyendo al de la Ciudad de Buenos Aires, ocupado en tornar CABA en invivible.
En el camino, el enemigo impositivo se encargó de gravar los alquileres, lo que creó dos fenómenos. El primero fue que subió el costo de la renta mensual para el inquilino. El segundo es que de común acuerdo se pactó la evasión. Dos logros con un solo artículo.
A pesar de las dificultades los protagonistas, inquilinos, propietarios e inmobiliarias, se ingeniaron para que todo funcionara bastante tiempo. Hasta que de pronto, pasaron cosas. La primera, es que alguien decidió ejercer de nuevo la solidaridad y hacer una ley que beneficiara al pobre inquilino. Finalmente, el Estado sabe más que el mercado ¿verdad? Se estableció un plazo mínimo de contrato que es una aberración jurídica, pero que a nadie importó. Se limitaron los ajustes de precio en un entorno inflacionario galopante que crearon los gobiernos, no un meteorito ni un cambio climático. Se obligó a aceptar garantías determinadas, se hizo papilla el derecho de propiedad. Y como colofón, se obligó a declarar los contratos ante la AFIP y se les negó validez si no se inscribían. Aberraciones contra el derecho de propiedad, contra el derecho simple y llano, contra la voluntad de los contratantes aún si era explicitada en el contrato, se suspendió el efecto de la ley de oferta y demanda, que sólo vale un instante, hasta el mismo momento en que se firma el contrato. Un compendio de mecanismos de impedir y burlar la acción humana, que, como se ha dicho, no se puede evitar que tenga los efectos tan brillantemente descriptos por Mises. Los mismos efectos ruinosos que tuvo Roosevelt con su política de gambetear la acción humana, o Keynes en su desastrosa gestión en UK, también ignorando le decisión individual, que le costó el default. O tantos otros experimentos como el de Hitler, el de Stalin, el de Franco, el de Mussolini, que se sentían capaces de reemplazar con ventajas a la decisión de los individuos, esas personas imperfectas que ellos consideraban incapaces de decidir su propio destino.
Siempre, esos movimientos se basaron en esos dos conceptos. La sensibilidad practicada con el dinero y la propiedad ajenos, más allá de cualquier consecuencia, como si la producción fuera infinita y automática; y la manipulación de la economía con mecanismos que nada tienen que ver con la acción humana, o con la oferta y demanda, que es lo mismo, también como si la producción fuera infinita, automática y estuviera garantizada a todo evento.
Como cualquiera hubiera podido anticipar, la ley, que cada vez más es una expresión autocrática en tantas partes, dio el resultado opuesto al esperado. Tratando de proteger al inquilino, ni se le permite negociar. Se desestimula al propietario que tiene miedo de quedar atrapado en un contrato que lo empobrecerá. Se crea una auditoría previa ante la AFIP, que es garantía de destrucción de toda libertad de contratación.
Y aquí empieza ahora verdaderamente el ejemplo de la negación de la acción humana a que se condena a la sociedad. Los inventores del desaguisado no quieren derogar la ley, porque sería aceptar su improvisación. De todas maneras, para quienes leen el funcionamiento de los mercados, ya la desconfianza está instalada. Entonces el camino que se propone, por una asociación de inquilinos tan irrepresentativa como la falsa asociación de propietarios de consorcios (que son los administradores usurpadores que negocian las paritarias con sus amigos-socios los porteros) es el de crear un nuevo impuesto, tan caro a los afectos de la Nueva Clase de la fatal arrogancia burocrática, a las propiedades no alquiladas u “ociosas” y que no se usen como vivienda del propietario. Se llama comunismo, claro. Es barrer con el derecho de propiedad y destruir de un plumazo la actividad de la construcción. Y dudosamente haga que un propietario tire su casa a los perros de la inflación o del derecho moroso y dudoso. ¿Cuál será la próxima medida-parche? ¿La expropiación? Eso queda para cuando los arreglos también fallen. (¿Y si se les ocurre aplicar un impuesto a los autos ociosos, al capital ocioso, que vendrían a ser los ahorros, al entretenimiento ocioso?)
Además de abrir otra brecha en la sociedad, se plantan la investigación y espionaje sistemático sobre cada propiedad, las decisiones de cada propietario, las denuncias y el control de los plazos. Por ejemplo: si alguien pone su casa en alquiler y nadie la toma, ¿debe pagar el ingenioso impuesto ahora creado? ¿Cuánto tiempo debe estar desocupado el inmueble para tributar? Y si el precio que pide es muy alto, ¿obligará el estado a alquilar por un precio controlado? La delación será moneda corriente, y probablemente será todavía más difícil alquilar, o se volverá a la alta “llave” de Perón. ¿Y el que usa su casa parte del año? ¿Y alguien que tiene una sola casa y no la usa? Inseguridades jurídicas que se cobrarán alto costo en decisiones no queridas.
Cuando eso pase, y pasará, se seguirán emitiendo maraña de leyes, que modifiquen las anteriores, la maraña de que hablaba Tocqueville, cada vez más precisas, cada vez más opresivas, cada vez más en contra del derecho, no sólo del de propiedad, cada vez más controladoras del individuo, y cada vez más inútiles. Pero eso no detendrá a la burocracia de la soberbia, entre otras cosas porque ha convencido a los votantes de que la vivienda es un derecho que el estado tiene que garantizar y proveer. Con lo que no puede ni retroceder, ni parecer equilibrado, ni respetar otros derechos que no sean los populistas.
¿No es acaso eso lo que ocurre con los alimentos y otros productos? Empeñados en hacer creer que la inflación es multicausal los políticos no pueden parar. Tienen que seguir acusando y amenazando a los productores, a los supermercados y a quien fuera, una manera indirecta de no aceptar que la inflación es culpa de su emisión gastadora. Entonces siguen hasta llegar a la insensatez técnica y práctica de anunciar que el estado va a producir alimentos. Otra martingala que sólo ha producido grandes pérdidas y descalabros en el pasado y los seguirá produciendo, y seguramente perjudicará aún mas al consumidor. Todo en nombre de negar que es el individuo el que mejor determina su acción en la economía. Negación que es central para el vasallaje.
Creer que cualquier ley, porque se sanciona en democracia es buena y válida, puede ser un buen recurso dialéctico, pero cuando un grupo de burócratas, electos o no, se arroga la capacidad de reemplazar a la acción humana, ya sea con métodos seudotécnicos o en nombre de la solidaridad, esa ley debe ser convalidada en la práctica por el mercado, o sea los individuos. En tal sentido, la Ley de Alquileres cumple una gran función. Todos deberían aprender de ella. Todos deberían ver el peligro de que consciente o inconscientemente, se delegue en el Estado las decisiones personales.
Una democracia sin derecho de propiedad o con ese derecho tan limitado, sin libertad de mercado y sin libertad lisa y llana, es una democracia discapacitada. La ley de alquileres es un extraordinario ejemplo. Por supuesto, los inquilinos seguirán culpando a los propietarios. Otra brecha. Otro odio inútil e injusto. La acción inhumana.