En el fútbol abundan las estrategias, los modos, las formas. Pero todos esos caminos terminan en el gol, la gran verdad. La gran necesidad insatisfecha de la Selección argentina. No es casualidad que apenas tenga 16 goles en otros tantos partidos de Eliminatorias. El Mundial espera, pero sin artillería no habrá guerra que se pueda ganar.
La imagen del final en Montevideo había originado una mueca fea, más cercana a la desconfianza. No había gustado esa actitud de conformismo, de no atacar, de abrazar el punto. Hubo una lavada de cara para que Sampaoli pisara por primera vez el Monumental. Más suelto, algo más vertical, más incisivo. Sí, es verdad, pero en el primer tiempo la Selección dejaba flotando un tufillo de poca eficacia.
La siesta no tuvo espacio, porque no siempre la pelota estuvo en los pies de los centrales. Esta vez, Messi, Dybala y Di María, hasta que estuvo en cancha, tuvieron más contacto con la redonda. Pero pese a tener tres delanteros, tres goleadores, el grito sagrado quedaba atragantado.
Icardi, en la versión de Higuaín, tuvo cinco chances de gol claras, pero entre la mala puntería y el bueno de Fariñez, el hombre del Inter no pudo abrazarse con el gol.
Venezuela hizo lo que se sospechaba. Bien armado en su terreno y muy escasa decisión ofensiva fueron los ribetes del equipo bolivariano. Entonces, Argentina generó, sobre todo cuando se dedicó a ir por las bandas. Claro que la razón del fútbol está en los goles, y allí le costó aprobar.
Sampaoli entró en pánico a los 4 minutos. Baldazo de agua fría de John Murillo. Silencio total en Núñez. Argentina ya daba muestras de ser un equipo que perdía el rumbo, que estaba desnudo atrás. Y adelante costaba, con un Messi lejos del área, lejos de donde suele provocar dolor.
Apenas un desborde de Acuña por izquierda perforó la línea de defensiva venezolana, y Feltscher se encargó de hacer lo que no habían podido hacer los delanteros argentos.
Lo demás fue nervios, desesperación y hasta algún que otro sofocón de contra. Y sí, fue fracaso.