Desde bastante antes del aislamiento totalitario mundial de la pandemia se viene planteando cada vez con más firmeza, a veces en un formato de enfrentamiento, como si fuera una novedad, las disyuntivas y amenazas que crean a los individuos los avances de la tecnología y de la ciencia, con el permanente esfuerzo de reconversión y adaptación que implica el cambio constante, de paso un desafío permanente y eterno que plantea descarnadamente a los seres vivos la naturaleza, la propia vida.
El tema es tan viejo como la Tierra, y se llama evolución, adaptación, supervivencia del más apto u otros mil nombres o definiciones que explican por ejemplo por qué los dinosaurios se extinguieron y el hombre (con perdón) –muchísimo más frágil e indefenso- perduró y llegó a ser la forma de vida dominante del planeta, hasta creerse parecido a Dios.
Habría que agregar, para completar la descripción del escenario, que sin esos avances de la tecnología y de la ciencia en todos sus aspectos, la humanidad sería hoy 10 o 100 veces más pequeña, o estaría extinguida, ya que ningún otro mecanismo habría garantizado el sustento, la supervivencia y la evolución de semejante masa poblacional. Es bueno recordar este aspecto para evitar despotricar gratuitamente sobre los valores agregados que felizmente refutaron en la práctica a las teorías malthusianas, aplicables no sólo a la alimentación sino a la medicina, la longevidad, la evolución misma física, espiritual e intelectual de los casi ocho mil millones de personas que habitan el planeta.
Los avances de la ciencia, los descubrimientos, las invenciones, siempre asustaron, incomodaron al ser humano, lo obligaron a aprender más, a adaptarse, a dominar lo que descubría, a utilizar su conocimiento cada vez mejor, desde los utensilios prehistóricos usados para comer, para cazar o para matarse. A no ser soberbio. Sin intentar incursionar en disciplinas ignoradas por esta columna, tal vez de esa incomodidad, de ese dolor de lo nuevo, de esa inseguridad, de esa necesidad de aprender todo desde cero a cada instante, de ese miedo al fuego prometeico, se formó la materia prima mágica que compone el misterioso cerebro humano, y hasta esa entelequia inasible que se conoce como alma.
Junto con ese aprendizaje forzado, nació y evolucionó la necesidad gregaria de transmitir lo que se aprendía, de enseñar, de donar a la posteridad lo que se conocía. La necesidad del otro. La imperiosa necesidad de vivir en sociedad.
El introito sirve para comprender la profundidad del concepto de la evolución, tanto en el individuo como en la grey global. Ya fueran tribus, países, continentes o mundos.
Ese proceso de evolución, descubrimientos, inventos, adaptación, aprendizaje, transmisión experiencial, fue acelerándose a lo largo de los siglos. Las incomodidades, inseguridades y miedos que creaba fueron largamente compensadas por los beneficios a lo largo de la historia. Quienes se quedaron atrás, o fueron dejados atrás deliberadamente, sufrieron hasta la esclavitud y la servidumbre por culpa de ello, se transformaron en seres humanos de segunda, o descartables, y vivieron condenados a semivivir una vida corta, miserable e infructuosa.
Fue cuando esos conocimientos se aplicaron al trabajo que éste logró adquirir su prestigio social, su valor dignificante, su importancia real económica en la formación de riqueza. Marx no estuvo solo en sus planteos. La teoría de valuación y determinación del precio en función de unidades de trabajo fue central durante muchos años, hasta que fue desplazada por conceptos que reflejaban más precisamente la acción humana en la economía. También es generalmente aceptada hoy la necesidad de coexistencia y coordinación del Trabajo con el Capital para generar bienestar. Lo que ocurre es que por Trabajo se entiende cada vez más el conocimiento y dominio de técnicas y tecnologías, del mismo modo que por Capital se entiende cada vez más la capacidad de financiar y ayudar a crear esas tecnologías. Trabajo sin tecnología y capital sin tecnología son sinónimos de ineficacia en el mundo de hoy.
Ocurre que el salto de los descubrimientos y logros de la informática y ciencias conexas, su popularización y simplificación de uso, parecen representar ahora una amenaza y un miedo mucho mayor para el trabajador, y mucho más para los sindicatos de todo el mundo, que no sólo se encuentran con mecanismos de oferta y demanda laboral no manipulables, o menos controlables y con mayor cuota de libertad, sino que también implican una masa trabajadora más educada, más independiente, más cuentapropista, y ciertamente más competitiva. Con otro agravante: mientras que los trabajadores de hace dos siglos pasaban por caso de manejar diligencias a manejar trenes dentro de un área dada, ahora el fenómeno es extrafrontera, es global, el trabajador es independiente de su patrón, de su sindicato y de su país, aun de las tarifas, convenios o listas de precios. Cada tarea se valúa de acuerdo al interés de las partes, cada contrato se realiza de acuerdo a la conveniencia o necesidades de cada uno. El sindicato, en la concepción marxista, desaparece o se tiraniza en un mundo digital.
La tecnología crea un mundo global. Hasta las reglas impositivas y de contribuciones forzosas dejan de existir. Por eso Janet Yellen, la secretaria del Tesoro norteamericano salió a amenazar a sus aliados con tremendos castigos si no gravaban con un impuesto mínimo de 15% a las empresas del rubro, en su gran mayoría estadounidenses. También en el ámbito local, a pedido moyanesco, se obligó a que se imprimieran los resúmenes bancarios en papel para ser distribuidos como hace un siglo, por correo, o que las casillas de peaje siguieran demorando el tráfico cobrando auto por auto manualmente, en vez de usar las cámaras y los sistemas de pago por Internet. Como ocurre con el subte en Inglaterra, lleno de supernumerarios que despuntan tickets magnéticos redundantemente, como ocurría con los vigilantes de diligencias, que viajaban con su Winchester enarbolado en el pescante de las locomotoras, avizorando indios, o con los fogoneros argentinos de máquinas Diesel o trenes eléctricos, o con los equipos de tres personas para hacer una entrevista de TV que hace un periodista con su celular.
La velocidad de cambio actual obliga a una adaptación continua y a una inseguridad continua. Quienes durante 40 años de su vida ahorraban en acciones de General Electric para pagar la educación de sus hijos, ahora no podrían hacerlo, por la velocidad con que los nuevos inventos y descubrimientos pueden tornar ruinosa cualquier inversión de la noche a la mañana. Elija ejemplos.
En la última década del siglo XX un futurólogo de nota, Alvin Toffler, sorprendió al mundo con esta afirmación en su libro Powershift: “Hasta ahora, un individuo cambiaba dos o tres veces en su vida la empresa en que trabajaba. Ahora debe estar preparado para cambiar 3 o 4 veces en su vida de profesión”. ¡Menuda amenaza!
Toffler abría un mundo lleno de posibilidades para los que tuvieran ganas de seguir aprendiendo siempre, para los que tomaran riesgos, para los que invirtieran tiempo, esfuerzo y dinero en educarse, para los brillantes, para los capaces. El problema fue que la realidad, no ya el libro de Alvin, metió mucho miedo al mundo. A los trabajadores, desde rednecks en adelante, que temían quedar en la calle si sus tareas eran reemplazadas por quién sabe qué Ironman, o por qué Robocop, a los trabajadores del estado, que se saben, en todas partes, redundantes. ¡Un sistema digital los descubriría al instante! Lo sabe bien la justicia argenta, que odia los expedientes digitales porque pondrían en evidencia algo más que su ineficiencia parkinsoniana.
Salvo una minoría, aunque fuera de millones como en China, descubrió que tenía sentido intentar el cambio. Tal vez porque, como siempre, los países asiáticos, que no tenían la mullida comodidad de un empleo privado o público, con sus bonus, sus perquisites, sus sindicatos, su sistema de retiro, sus stock options, optaron por lo único que tenían y pasaron a la vanguardia tanto de ingresos como de importancia en el valor agregado y en la percepción de sentirse útiles aferrados a la modernidad que aprendían ávidamente.
El resto se apichonó. Prefirió la comodidad mansa de seguir como siempre, y cuando cerraron sus empresas, se quedaron llorando su pérdida, que viven como una injusticia. Ahí apareció el Estado, o los políticos, siempre populistas, siempre complacientes, siempre corruptos. Ahí las masas comenzaron a reclinarse en sus sindicatos protectores feudales, a votar por los políticos que les prometían luchar por ellos, a elegir proteccionistas y proteccionismos, aun inventando guerras, pandemias, soberanías nacionales o estaduales. Por eso aparecieron tantos mavericks de la política, tantos cómicos y audaces convertidos en falsos estadistas, tantas constituciones ridículas y panfletarias, tanta confusión que hasta superó las estructuras e ideologías partidarias muchas veces. Esos trabajadores ocultaron su miedo al cambio detrás del nacionalismo, de la patria, “del vivir con lo nuestro”. El miedo y la cobardía siempre toman esos formatos. Así se explican muchos fenómenos de disconformidad popular. Y de esclavitud.
Trienta años después de Toffler el gran historiador y filósofo israelí Yuval Noah Harari prometía en algunos de sus libros un mundo fabuloso. De apps inteligentes, de atención médica instantánea a distancia, de fichas médicas a un toque de mousepad, de gobiernos transparentes, de licitaciones controlables con sistema de e-procurement infalible, de desarrollos de medicamentos por inteligencia artificial, de control de gestión, de compras inteligentes de autos y aviones sin conductor ni nafta, ni accidentes, de reemplazo de órganos por otros digitales, y otras maravillas que sí son posibles.
Pero Harari cometió un error garrafal. Hizo profecías a corto plazo, o que debían cumplirse antes de su muerte, error que ningún Nostradamus que se precie comete. Todo lo que prometió el pensador israelí ocurrirá. Pero no ya. Ni los Estados, ni los políticos, ni los trabajadores quieren eso. Todo el sistema vira hacia el proteccionismo, el monopolio empresario y sindical, el statu quo, la burocracia, la corrupción. Los progresos que imaginó Harari son saboteados, sobregravados, demorados y prohibidos, cuando no considerados antipatria. O se obliga a crear una estructura humana paralela para “mantener las fuentes de trabajo”. Los grandes monopolios de servicios, (sin ni siquiera considerar el insulto a la inteligencia colectiva que es Telecom Argentina y su larga carrera de favores kirchneristas que se inició con la fusión Multicanal-Cablevisión y que culminó recientemente con nuevas absurdas fusiones) han transformado al consumidor, al cliente, en vulgar usuario. Meros millones de números a quiénes no se trata de satisfacer sino de sacarles un dólar más por mes de algún modo. Netflix es un gran ejemplo. Los sistemas de salud se caen a pedazos en el mundo, desenmascarados por una pandemia semiinventada. Las apps médicas son mecanismos para demorar meses cualquier atención, y las apps gubernamentales son engorrosos loops que terminan con un bot explicando lo que no se pregunta ni interesa o refiriendo a un teléfono que nadie responde. Las vacunas de la pandemia y las orientaciones de la OMS eximen de más ejemplos.
Lo que se conoce como economía liberal moderna, más entendible si se la denomina economía de la escuela austríaca, pone énfasis en dos conceptos esenciales que abarcan a todos los individuos: la economía organizada en función de la decisión del consumidor o sea el mercado, y la lucha contra la corrupción, la prebenda empresaria y sindical y los monopolios. Ni derecha ni izquierda. Ni capital ni trabajo: consumidores. La acción humana. Las profecías de Harari hubieran ayudado a lograr esos objetivos. Sin embargo, los trabajadores del mundo, en su mayoría, o en su mayoría apedreadora al menos, no soportaron la idea de tener semejante incertidumbre, semejante miedo, semejante riesgo. Se cobijaron en los políticos siempre mediocres, en el mejor de los casos. No muy distinto pasa con los círculos rojos del mundo. Piénsese en Gates y su renta universal.
Las profecías de Harari se han postergado para algún mejor momento. Ahora los gobiernos que pronto deberán abandonar su alfombra roja en manos de otros prometedores peores se ocupan de generar pandemias, emisiones, gastos, guerras, conflictos, tratados contra el cambio climático que encarezcan todo e impidan todo. Y que lastimen a todo intento tecnológico, mucho más si es global, que se ha vuelto una mala palabra por su contenido de libertad implícito, reducido al relato y a la posverdad.
Todo intento de mejorar la vida y las necesidades del consumidor muere en el Salario o la Renta universal, que es el mecanismo opuesto a la naturaleza y al orden natural que se ha inventado para impedir la evolución de la humanidad y de las sociedades. Como si se hubiera prohibido el ascensor para impedir el Department Store, o mejor, como cuando se mantuvo el ascensorista inútil en los ascensores a botonera, pero ahora multiplicado más o menos por dos mil millones. Ese intento no tiene seriedad ni base técnica, teórica ni ideológica alguna, salvo el de pagarle una coima a la sociedad para que deje que los políticos sigan haciendo su negocio, o su latrocinio. En Argentina no se ha aplicado plenamente aún, porque el país ha llegado a la ruina por otros medios, pero se ve claramente el efecto de sus esbozos preliminares.
Pero en otra paradoja, el empleo no está sufriendo por culpa de las apps, ni de los drones, bots o robots. Está sufriendo porque mucha gente ha decidido no trabajar, o reclama trabajar desde su casa, y los días que cree conveniente. No solamente los otrora proletarios del mundo se consideran innecesarios, sino que descuentan que, o bien las empresas cederán y les pagarán hacer la mitad de lo que hacían y/o que el Estado les pagará sin trabajar ni esa mitad. Por hacer nada. Hasta Marx se retuerce de asco ante esta concepción. Por supuesto que ya se organizan huelgas porque antes de nacer, el Salario Universal no es suficiente, ni alcanza para nada. También hay ya sindicatos que defienden a los no trabajadores. Es de suponer que temen la aparición de una app que no haga nada, absolutamente nada, salvo verificar que se les ha acreditado cada mes el Salario Universal.
Se trata de un paso adicional. Ya ni siquiera se intenta demostrar que el trabajo es uno de los generadores fundamentales de riqueza, como sostiene el marxismo, ni importa la discusión sobre participación sobre esa riqueza. Ahora se pide un sueldo gratuito sobre una prestación que no se hace, y tampoco se permite reemplazar ese ex trabajo con tecnología. Una manera de chuparle toda la sangre al sistema hasta que muera. Una variante de odio. Por eso cuando se escucha en el medio local que “se cambiarán los planes por trabajo” la respuesta debe ser un insulto. No cabe una argumentación.
Hay otra afirmación de Toffler en Powershift: “El conocimiento es la forma más democrática de obtener el poder”. Eso no le importa a nadie. Se ha dado un salto gigantesco por encima de todas las premisas. “Lo único que importa es la masa que vota. No interesa lo que vote. El poder es la mayoría. A eso se le llama democracia a boca llena. A partir de ahí, se puede hacer lo que se guste”. No lo dijo Toffler. Debió decirlo, acaso.