Nadie puede discutir la dedicación al trabajo literario de César Aira. No es de esos hombres de letras que “trabajan” de escritores sin dedicarse justamente a escribir. Cada año sabemos que Aira publicará un puñado de libros delgados (tres, cuatro, cinco), por lo general novelas, pero que de vez en cuando podrán ser también ensayos o recopilaciones de artículos que marcharán a incorporarse a una bibliografía en incansable expansión.
Ideas diversas (Blatt & Ríos, 112 páginas) es uno de esos agregados, por ahora el más reciente. No es fácil definirlo y tal vez poco importe: ¿cuaderno de apuntes? ¿dietario? ¿selección de un diario personal? El título, que remite de manera paradójica a otro volumen aparecido hace diez años, le hace justicia: en efecto, se trata de un rejunte de breves “ideas diversas”, sin orden ni clasificación aparente, pero orientadas mayormente hacia la reflexión acerca del arte en general y la literatura en particular, aunque la vida misma, la vida a secas, motiva una buena porción de las anotaciones.
En sus páginas los más fervorosos lectores de Aira (Coronel Pringles, 1949) encontrarán repetidas alusiones y hasta justificaciones de esa obra literaria, también inclasificable, que no cesa de multiplicarse. Escritor esquivo y receloso del periodismo cultural (sobre todo el de la Argentina), Aira no vive en las nubes. Queda claro que lee y tiene presente a los críticos de sus libros, y que cede al impulso de explicarlos o definirlos.
NO REALISTA
Se ocupa de estampar lo obvio: proclama que no es un escritor realista ni quiere serlo. Sus novelas, agrega, no son las novelas convencionales que se atienen al realismo “común a todos”. Esas que respetan la “tensión honesta” que deriva de la acción y el comportamiento de los personajes.
Aira asegura que, si quisiera, podría escribir una novela de ese tipo (y aquí da como ejemplo las intrigas de Patricia Highsmith). Pero entiende que al entregarse a esas normas estaría traicionando un estilo que nace de su “inclaudicable deshonestidad”. Por eso admira el “realismo no real” de Kafka, “del que él y nadie más tuvo el secreto”.
En otro fragmento compara su ideal de escritura con la actitud típica de los niños que cuando caminan por la vereda se suben a los escalones, bajan del cordón o patean piedras. No caminan para llegar a algún destino. “Yo cuando escribo actúo como los niños, no como los adultos -distingue-. El escribir utilitario no me basta; quiero decir el escribir transitivo, escribir ‘algo’, ir a algún lugar. Yo querría practicar una escritura que fuera sólo ‘ir’, sin ‘algún lugar’”.
CLASE B
Otro ideal posible lo encuentra en las películas de Andy Warhol, “que resultan de la intención de hacer cine, y nada más”. Las compara con películas clase B o que fueron filmadas en un idioma desconocido. Ante ellas el espectador debe conformarse con ver desplazarse a los actores, oír sonidos y no preocuparse por captar ningún sentido.
“Qué bueno sería poder hacer lo mismo en la Literatura”, exclama. Esto es, “hacer una literatura que fuera sólo literatura, sin argumentos, sin ideas, sin estilo, sin cualidades, sin nada”.
Le fastidia que se prediquen las virtudes de la concentración en el ejercicio de la literatura. Lo dice a propósito del asombro que despierta su capacidad para escribir en bares y cafés “ruidosos y movidos”. Pero va más allá. Sospecha que la tan mentada “concentración” lo llevaría a escribir lo que aborrece: unas obras cerradas sobre sí mismas que excluyeran “el vario y vasto mundo que ha sido, y espero que siga siendo, la materia de mis libros”.
Frente a esa amenaza, Aira pone en marcha “las fuerzas de la distracción”. Una táctica literaria que tomó de su equivalente en las campañas militares. “Sin ellas, los enfrentamientos serían pura agresión sin volumen, lineales -advierte-. Las distracciones operan con la atención, la despiertan”.
Le interesan las “novelas en clave” como método narrativo, hoy caído en desuso -sospecha- por el auge de la “autoficción”, que tornó “inútil y obsoleto” el esfuerzo de “enmascarar ingeniosa y artísticamente identidades y situaciones”. Confiesa que varias veces escribió “novelas en clave” que no funcionaron, por cuanto nadie las entendió de esa manera ni llegó a detectar a quiénes se refería. Este fracaso, sin embargo, significó una ayuda secreta porque lo eximió de inventar trama y personajes: sólo le bastó con trasponer a la ficción los elementos que había tomado de unos modelos reales que nadie había descifrado.
En el canon del Aira lector, que es metódico, apresurado, exigente y omnívoro, están los clásicos: Shakespeare, Goethe, Baudelaire, Borges, Rimbaud, Pessoa. Pero el autor de su vida (“mi autor elegido”), es Raymond Roussel, pese a que reconoce su carácter lateral. Sigue releyendo En busca del tiempo perdido, de Proust, que juzga una obra de “no ficción” porque el autor “se borra, y sólo se pone en escena cuando es necesario para aclarar o ilustrar un punto”. Y desliza elogios ambivalentes, apenas maliciosos, sobre ciertas estrategias de Saer para conseguir que sus libros ingresen “en el podio de los imprescindibles y los lectores sientan que deben leerlos”. (Distingue un procedimiento similar en la provechosa construcción publicitaria de las carreras artísticas de Joan Miró y Marta Minujín).
Sus referencias a la traducción, oficio que practicó durante al menos tres decenios, son implacables. “La traducción es una de esas cosas que cuanto mejor son, peor son”, bromea. Agradece la traducción utilitaria; a la que tiene pretensiones de calidad la desprecia. Aira nunca lee traducciones y su consejo a los lectores es que se esfuercen por “aprender los cuatro y cinco idiomas de la cultura y leer la literatura en el original”.
También el marxismo merece condenas repetidas y tajantes en los apuntes de Aira. A la ideología favorita de los intelectuales en el siglo XX le reprocha, entre otras cosas, el tiempo que les hizo perder a sus cultores y simpatizantes en medios académicos y culturales.
Un “enorme trabajo intelectual” que a la postre no sirvió para nada, ya que todo no fue más que un “error histórico” y “una ilusión sin fundamentos”. “Si esa energía mental y ese tiempo se hubieran empleado en la creación artística, en la ciencia, cuánto se habría enriquecido nuestro mundo”, observa.
CONTRA LA VERDAD
Este Aira antimarxista manifiesta un rechazo terminante por la “verdad” que se impone a través de la palabra hablada: la considera su gran enemiga, una fuerza asfixiante y destructora, por completo negativa.
Opina que la “verdad” así entendida es “social, socializante, colectivizante, ya que es esencialmente una participación”. Del otro lado, rompe lanzas por la hipocresía y la mentira y por la resistencia que el lenguaje escrito, con sus demoras y vacilaciones, ofrece al espíritu autoritario y expansivo del habla. Protesta: “La Verdad basa su efecto, que siempre es hiriente, en lo instantáneo, en la contigüidad y el contacto; de hecho, se la define por no dejar espacio entre la palabra y los hechos, por la asfixia y el triunfalismo del odio”.
Esos curiosos pasajes son los más intensos de un libro que ha sido escrito en un tono de sereno distanciamiento, propio de un observador impasible que opina y comenta con una actitud que oscila entre la ironía y el desencanto. Ese raro apasionamiento muestra a Aira como un escritor libertario (en el sentido original de la palabra) y algo excéntrico. Un guardián celoso de su individualidad personal y creativa. Un inflexible anarquista de las letras.