Su historia es una más entre las tantas víctimas del terrorismo izquierdista de los años '70, pero con su específica cuota de dolor y desamparo.
Hace 45 años el ingeniero José María Paz era uno de los más importantes empresarios de Tucumán. Presidía la Compañía Azucarera Concepción, el principal ingenio de la provincia (y segundo del país), y ejercía gran influencia en los sectores industriales a escala nacional. Pertenecía además a una ilustre familia tucumana, cuyos orígenes se remontaban hasta un hermano del Manco Paz, el general unitario que en el siglo XIX guerreó con Facundo Quiroga.
La noche del 7 de agosto de 1974, durante el gobierno democrático del justicialismo, Paz volvió en avión a San Miguel de Tucumán en uno de sus frecuentes vuelos desde Buenos Aires, donde desarrollaba parte de sus tareas empresariales. Tomó un taxi. Que a poco de andar fue encerrado por varios vehículos de los que saltaron hombres y mujeres armados. Eran miembros de Montoneros que querían secuestrar al empresario para luego pedir un suculento rescate que financiara su guerra revolucionaria.
Paz tenía otros planes. Varias veces les había anticipado a sus familiares que, si llegaba a pasar por una situación así, su decisión iba a ser resistir y no ofrecerse como prenda a cambio de dinero que terminara fomentando la violencia que desangraba al país.
Aquella noche infausta, Paz cumplió con su promesa. En vez de acatar las órdenes de los terroristas, abrió la puerta del taxi y salió corriendo. Alcanzó a alejarse unos cuantos metros hasta que uno de los montoneros apuntó y disparó varias veces, dejándolo gravemente herido. El secuestro se había frustrado, pero Paz tendría que luchar por sobrevivir en los siguientes veinte días.
En ese lapso de agonía también hubo momentos de suma lucidez y templanza. El empresario herido, a quien los guerrilleros habían elegido como blanco de su frío odio ideológico, no les guardaba rencor. Muy por el contrario, llegó a pedir que lo pusieran en contacto con alguno de ellos para conversar en persona y buscar una salida a la demencia que estaba empujando a todos hacia un baño de sangre. El pedido era una muestra, extrema, de la coherencia de Paz. Hasta el final había querido mantenerse fiel a los principios que habían guiado su actividad empresarial: diálogo y responsabilidad social.
Paz murió el 27 de agosto de 1974. Tenía 45 años y dejaba esposa y cinco hijos. Su entierro en Tucumán se transformó en una ceremonia multitudinaria, a la que acudieron miles de empleados del ingenio Concepción encabezados por sus dirigentes sindicales. A algunos de ellos, meses después, Montoneros también los asesinó en venganza, acusándolos de "perros falderos" por haber acompañado a la familia en su inmenso dolor. A tal extremo llegaba el delirio de aquella época.
Hoy casi nadie se acuerda de Paz. Pese a la relevancia que tuvo en vida, su nombre no aparece en los manuales escolares ni ha llegado al cine ni a series de televisión. Tampoco figura en solemnes museos o parques de la memoria, y la fecha de su muerte, o la del fallido intento de secuestro, no movilizan a la clase política ni conmueven en lo más mínimo a las elites culturales. Paz ha sido borrado de la historia. Y su crimen, horrendo y absurdo como el de tantos otros, permanece hundido en un pasado que no conviene recordar.