La psicología experimental es un área fascinante de estudio. A pesar de las múltiples observaciones críticas que se han hecho sobre alguna de ellas -posteriores a la experiencia propiamente dicha-, la psicología experimental aporta una perspectiva diferente y comprobable respecto de los comportamientos y a partir de la cual se puede salir de los senderos comunes y trillados del pensamiento.
Quizás estas experiencias, mayormente de base conductista y comportamental o ‘behaviorista’, carezcan de los laberintos del pensamiento teórico, tan valorado por algunos, pero -por el contrario- proveen de elementos quizás más simples pero basados en la vida real.
Nos muestran hechos, y no poca cosa en la ciencia, replicables, ajenos a la especulación. Así, desde los perros de Pavlov, experimentos que algunos creen que quedó allí varada la investigación en el área de las ciencias del comportamiento, hasta los más cercanos con un fuerte interés en los aspectos sociales como los de la conducta del espectador o famosos como el de la prisión de Stanford, el camino y la cantidad de experiencias son innumerables.
A nadie puede caberle duda de que, desde hace décadas, pero con particular y fenomenal intensidad desde el indio de la pandemia, la población mundial viene siendo partícipe pasivo de un enorme experimento de laboratorio en ciencias del comportamiento. Quizás único en la historia de la humanidad. No vamos a discutir si esto fue adrede, orquestado o fueron las circunstancias. Cada uno tendrá sus razones. Sin embargo, no se puede ignorar que el mundo, las sociedades están experimentando cambios de paradigmas a una velocidad que no conocíamos, y que inclusive los relatos de la historia no nos refieren algo siquiera aproximado. Solo a modo de ejemplo: no hay registros de otra época en que la humanidad en su casi totalidad fuese limitada y encerrada. Los experimentos de encierro, pero a escala global y sin límite conocido.
En este contexto, es interesante volver a referirnos a algunos casos experimentales, para ver si nos pueden dar alguna luz en el contexto actual, en el que cada vez más se avanza hacia mandatos e imposiciones globales y así poder empezar a entender las formas de reacción de las poblaciones a escenarios para los cuales no estamos preparados. Este ejercicio sirve para evaluar, por ejemplo, cómo responde la mente humana individual y colectivamente a diferentes formas de coerción.
Tres experiencias o planteos contemporáneos surgen: el experimento de la prisión de Stanford, el llamado dilema del prisionero, y el caso del robo del banco en Estocolmo, que luego llevó al llamado síndrome de Estocolmo. Es inevitable agregar uno atemporal, y así actual, como es la alegoría de la caverna de Platón.
El eje conceptual es preguntarnos cómo respondemos ante situaciones en que nuestra libertad de elección y en muchos casos la libertad concreta física e inclusive nuestra propia existencia emocional psíquica pero aun material, está puesta en peligro.
Estos experimentos son conceptos famosos de la psicología social que pueden ayudarnos a entender y explicar algunas de las causas y consecuencias de la crisis política y económica en diferentes sociedades. Ilustran cómo los individuos racionales pueden actuar de manera contraria a su interés individual y/o colectivo, debido a la influencia de múltiples variables no consideradas a primera vista.
En el dilema del prisionero, el ejemplo habitual es el siguiente: dos miembros de una banda criminal son arrestados y encarcelados. Cada prisionero está en régimen de aislamiento sin posibilidad de hablar o intercambiar mensajes con el otro. La policía admite que no tiene pruebas suficientes para condenarlos por el cargo principal. Planean como solución sentenciar a ambos a un año de prisión por un cargo menor. Pero existe una posibilidad: al mismo tiempo, la policía ofrece a cada prisionero un trato (llamado trato fáustico, por tanto, con el demonio): si testifica contra su socio, quedará en libertad mientras que el socio recibirá tres años de prisión por el cargo principal. Pero, y ellos no lo saben, si ambos prisioneros testifican contra el otro, ambos serán sentenciados a dos años de cárcel. A los prisioneros se les da un poco de tiempo para reflexionar sobre esto, pero en ningún caso pueden saber lo que el otro ha decidido hasta que haya tomado su decisión irrevocablemente. A cada uno se le informa que al otro prisionero se le ofrece el mismo trato. Se supone en la base del trato que a cada prisionero sólo le preocupa su propio bienestar, es decir, minimizar su propia pena de prisión. Este dilema es un concepto de la teoría de juegos que implica a dos jugadores que pueden cooperar o no entre sí, y los beneficios o condena, dependerán de las elecciones de ambos jugadores. El dilema surge cuando cada jugador tiene una estrategia dominante de desertar, es decir “jugar” su interés individual independientemente de lo que haga el otro jugador: la realidad del juego es que ambos jugadores estarían mejor si cooperaran.
El dilema del prisionero se puede utilizar para modelar diversas situaciones de crisis política y económica, como la tragedia de los comunes, sobre los recursos naturales, en la que cada uno piensa en su beneficio, sin ver el colectivo (común) o el problema del polizón, el consumidor parásito, o el juego de la votación o elecciones políticas, algo que nos encuentra cursando en este momento. Todas estas situaciones implican que un algo (recurso, objetivo, etc.) común requiere acciones que superen el bien individual y la cooperación, pero la presión de recursos, emocional, de tiempo etcétera los lleva a “desertar” de esa respuesta, primando el salvarse individualmente, lo cual tendrá inevitables consecuencias ruinosas, especialmente -y esa es la paradoja- para el que pretende salvarse.
Un ejemplo de esto llevado al cine es el dilema de los pasajeros de los dos ferris en la película Batman: El caballero de la noche. Por supuesto, la literatura ha abordado este dilema varias veces.
El segundo es el experimento de la prisión de Stanford del cual hemos hablado en otras oportunidades. Fue un experimento psicológico realizado por Philip Zimbardo en 1971, que simuló un ambiente carcelario con estudiantes universitarios como prisioneros y otros como guardias. El experimento tenía la intención de medir el efecto de la interpretación de roles, el etiquetado y las expectativas sociales sobre el comportamiento, pero terminó después de seis días debido al maltrato de los prisioneros por parte de los guardias. El experimento de la prisión de Stanford sirvió para mostrar algo ya relatado en campos de prisioneros en las últimas guerras y cómo la distribución de roles lleva a contextos en los cuales alguien cree que, imitando al carcelero, y buscando ser de su agrado, se salvará. En estos casos, el prisionero puesto en el lugar de carcelero se transforma en el peor carcelero y así la población se autorregula usando sus fantasías y sus miedos. El experimento mostró cómo los participantes se adaptaron rápidamente a sus roles asignados, y cómo los guardias exhibieron un comportamiento abusivo y autoritario, utilizando manipulación psicológica, humillación y tácticas de control para afirmar su dominio sobre los prisioneros.
El experimento también mostró cómo los prisioneros se volvieron pasivos, sumisos y deprimidos, y cómo algunos de ellos resistieron, se rebelaron o se conformaron con las demandas de los guardias. También demostró cómo el entorno social puede influir en los juicios morales y éticos de los individuos, y cómo la falta de regulación o rendición de cuentas externa puede facilitar la aparición de tiranía y corrupción.
En el caso del Síndrome de Estocolmo, repetido en casos como el de Patty Hearst y otros, muestra la respuesta emocional inconsciente -en parte- pero racionalizada en alguna medida, a la experiencia traumática de ser víctima, de estar completamente en manos de otro que tiene inclusive el poder sobre nuestras vidas. Allí la víctima intenta encontrar en su captor, secuestrador, abusador, algunas razones que le permitan conservar cierta integridad del yo en base a la esperanza y, en realidad, a la fantasía. Necesita adjudicar en el victimario aspectos humanos positivos, ante el horror que representa lo opuesto. La prioridad al abordar situaciones de rehenes es la supervivencia de todos los participantes, pero al igual que las otras experiencias, en algun momento el individuo cree que si se diferencia y entra en sintonía preferencial con el carcelero, podrá obtener un trato preferencial y salvar su vida.
Por último, la alegoría de la caverna no requiere mayor explicación, pero también ilustra sobre el aspecto de lo individual versus lo colectivo y cómo, al igual que los otros casos, el miedo a la libertad y el condicionamiento y crítica social colectiva, puede ser el factor principal de encarcelamiento.
Estos experimentos muy someramente señalados quizás sean la vía de ingreso a empezar a pensar la situación que vamos atravesando en la esfera local pero especialmente en el contexto mundial histórico y poder tener otra mirada. La característica en todos los casos es que se busca que la víctima no piense y las interacciones y decisiones deben ser rápidas, ya que en ellas prima la emoción y no la posibilidad de establecer un pensamiento de mayor nivel cognitivo, rescatando solo el modo de supervivencia y así eligiendo males menores, banalizando y creyendo que la salida individual es posible.
Pero la función de esos experimentos, como comentaba al inicio, es que nos dan líneas de salida a explorar. Quizás se trate de eso y de no creer que es un relato que nos es ajeno.