El conflicto entre Javier Milei y Victoria Villarruel no se parece a ninguno de los típicos enfrentamientos entre presidentes y vices de la historia reciente de la Argentina.
Esas peleas pueden, entre otras causas, ser atribuidas a un problema de diseño institucional. El vicepresidente carece de poder actual o dispone de uno irrelevante (“tocar la campanilla del Senado”), pero tiene un enorme poder en expectativa.
Nadie expresó mejor esa peligrosa combinación que el primer vicepresidente de los Estados Unidos, John Adams cuando aseguró: “No soy nada, pero puedo ser todo”. En esa eventualidad que la Constitución Nacional reprodujo de la norteamericana reside el origen de las tensiones registradas entre Raúl Alfonsín y Víctor Martínez; Carlos Menem y Eduardo Duhalde, o Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Álvarez, por nombrar sólo algunos casos cercanos.
Antes del actual período democrático, el ejemplo más claro fue el de la eyección de Alejandro Gómez, vicepresidente de Arturo Frondizi acusado en 1958 de conspirar con los militares para llegar a la Casa Rosada. Apenas seis meses duró tocando la campanilla, pero visitado, según las versiones de la época, por descontentos con el “pacto de Caracas” o la política petrolera.
El choque Milei-Villaruel es diferente porque la llegada del libertario al poder rompió todos los moldes. Fue un caso de lo que podría compararse con una democracia directa, sin intermediarios.
Una aplastante mayoría llevó al poder a un líder ajeno a la corporación política y a todas las demás: empresaria, sindical, mediática, religiosa, etcétera. Esto es, consagró a un dirigente sin compromisos que decide, por lo tanto, por sí y ante sí y que no rinde cuentas, ni hace concesiones, salvo que esté en minoría.
Por esos los funcionarios no le duran nada. Al que fracasa o no sigue sus órdenes lo expulsa sin miramientos. No arrastra pasivos, ni paga costos políticos ajenos.
En ese marco, Villarruel cometió un doble error: quiso disputarle el protagonismo y hacerlo en el momento en que el Presidente tiene el mayor apoyo popular por el éxito de su política antiinflacionaria. A lo que hay que sumar que tuvo como aliados jubilosos en ese intento a los medios, los archienemigos de la Casa Rosada.
Al afán de figurar y al poco sentido de la oportunidad hay que añadir que Villarruel carece de tropa o perfil propio: no es un “Chacho” Álvarez que podía llevarse con él el voto “progre” o peronista de izquierda, ni dispone del respaldo de la Línea Córdoba y la estructura radical del interior que había aportado Víctor Martínez al alfonsinismo en el 83 para el triunfo histórico sobre el peronismo.
Es evidente también que la violenta excomunión de la vice se produjo en el momento en que empiezan a cocinarse las candidaturas oficialistas para el año próximo. Cuando se armó el gabinete, Villarruel pretendía las áreas de Defensa y de Seguridad con las que se quedó Patricia Bullrich. Con las listas del 2025 difícilmente le vaya a suceder algo distinto.