La palabra y el concepto razón han sufrido marcadas peripecias desde lo que apareció como su estallido primaveral durante el siglo XVIII. En aquella centuria se impuso como consigna de la metodología del conocimiento y, al propio tiempo, como principio ordenador de la vida personal y social. Se habló con orgullo, desde Francia hacia el mundo, del siglo de la Razón, en la que ésta afrontaba victoriosamente a la superstición y el prejuicio, tanto en el plano cognitivo como en el normativo. La estudiantina desatada culminaría simbólicamente en el entronizamiento de la esposa de un extremista –la “Diosa Razón”- en plena Notre Dame de Paris.
El siglo XIX sería en esta materia más plural y, si se quiere, más cauto. No se equivocó Robert Nisbet al advertir en los grandes precursores y fundadores de la Sociología –un Tocqueville, un Comte- el recelo hacia los excesos racionalistas, actitud conservadora que había hecho previamente suya un político whig del calado de Burke.
Sin embargo, la inclinación a instrumentar la razón, entendida reductivamente como medida y no como ventana, se prolongaría en el período 1850-1950 con el auge de las ideologías. La razón, en estos casos, es utilizada no tanto para percibir la realidad, con todos sus matices y sus dinámicas propias, sino para pretender diseñarla. Su resultado son los gemelos monstruosos del siglo XX, bolchevismo y nacionalsocialismo, en los que se corporiza la utopía, esa “nostalgia del futuro” que conduce inexorablemente a la violencia y al Estado totalitario.
Cuando Joseph Ratzinger cumplió 18 años, su país estaba devastado, como lo estaba la mayor parte del continente al este y al oeste de aquél. Pero, además, Europa había perdido la centralidad histórico-política y, sobre todo, habían mostrado su verdadero rostro las ideologías homicidas que encarnaron “el suicidio de la razón”. Sin embargo, para un hombre de Iglesia, el panorama podía ser superficialmente atractivo; los partidos de inspiración católica gobernaban en Italia, Alemania y Austria y coparticipaban del poder en Francia, Bélgica y Holanda, las ideas sobre el Derecho Natural parecían renacer de sus cenizas y hasta intelectuales laicos tan marcados como Benedetto Croce argumentaban “perché non possiamo non dirci cristiani”.
La verdad profunda estaba en otra parte. Como lo advirtieron en Italia cristianos tan reflexivos como Augusto Del Noce y Luigi Giussani –entre otros-, el divorcio entre la Fe y la Razón persistía, aunque de maneras más sutiles que en las dos centurias precedentes. Ahora el desencuentro nacía de la reducción de la Razón a un rol meramente instrumental, funcional a la tecnología, pero inhibida para afrontar los interrogantes decisivos. El primero de aquéllos se refirió a un tipo de cultura contemporánea caracterizado por la “prohibición de hacer preguntas”. El segundo espoleó a la Razón para reconocer su intrínseca sed de sentido y, consecuentemente, abrirse a la posibilidad de una eventual Revelación; en esto constituiría su verdadera audacia.
Joseph Ratzinger dio un alerta temprana sobre estos fenómenos culturales profundos, a veces oscurecidos por las polémicas de índole meramente partidaria o por el triunfalismo de ciertas burocracias eclesiales. Y advirtió todo lo que estaba en juego en la relación Fe-Razón, incluso en el orden de la vida social y política. De ello dan fe innumerables artículos, libros y homilías producidos en las décadas inmediatas. Con el tiempo, uno de los testimonios históricamente más significativos de esta lúcida conciencia sería su memorable diálogo con el filósofo laico-progresista Jurgen Habermas, producido meses antes de ser elegido Papa. Otro, quizás más difundido por la estridencia de las reacciones que provocó, fue su discurso –ya Pontífice- en la Universidad de Regensburg (Ratisbona) el 12 de setiembre de 2006. Entre uno y otro, cómo pasar por alto su contundente denuncia de la “dictadura del relativismo” ante los Cardenales reunidos en abril de 2005 para elegir al sucesor de Juan Pablo II.
Evoquemos muy sumariamente estos hitos. En el primer caso, el tema de la conversación entre el futuro Papa y el expositor de la Escuela de Francfort fue la existencia de fundamentos morales y prepolíticos para el funcionamiento del Estado Liberal de Derecho. En esa ocasión Ratzinger describió a la Fe como “una opción por el primado del Logos”, es decir “la convicción de que la libertad y el amor no están solo al final sino también al principio”. Esta posición hace eco a la sostenida en su memorable Introducción al Cristianismo (1968), cuando expresó que “el pensamiento y el sentido no son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es decir, en su estructura más íntima es pensamiento”.
Pero, además, Benedicto XVI tenía en claro que las relaciones entre Razon y Fe poseían consecuencias enormemente significativas sobre el tema de la libertad religiosa. Es en esto en lo que pondría énfasis en su discurso –un año después de electo- ante la Universidad alemana de Ratisbona, en la que había ejercido la cátedra. Quizás lo mas esencial del mensaje de entonces radica en la proclamación de que es razonable creer y no se puede creer contra la razón: “la difusión de la fe mediante la violencia es algo irracional”, afirma Ratzinger citando las palabras del emperador bizantino Manuel II Paleologo sobre el Islam, que provocarían una reacción tan abrupta como exenta de bases analíticas en el mundo musulmán. El verdadero objetivo papal estaba en otra parte: en lograr que la Razon y la Fe se encontrasen de un modo nuevo, trascendiendo las barreras que la filosofía moderna se ha autoimpuesto y mostrándole a ésta un horizonte más amplio.
Dando, cronológicamente, un paso atrás, detengámonos un momento en el discurso previo al Cónclave de 2005. En el mismo, el aún Prefecto de Doctrina de la Fe, sacará las conclusiones más actuales de la desnaturalización de la Razón y su abandono de la búsqueda de la Verdad: “Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”. Ratzinger sabía que a la Fe no le resultaba indiferente la defección de la Razón: de hecho la exponía a sus propias patologías, como el fideísmo, la tentación de la coacción, etc. De allí que se propusiera la enorme tarea histórico-cultural de reanudar aquel diálogo del que, como subproducto, nacieron la civilización europea y sus retoños. Esto no fue pacíficamente aceptado en los ámbitos ajenos al Catolicismo. Pero –como certeramente ha indicado Gabriel Zanotti- tampoco el elemento humano de la Iglesia estaba totalmente preparado para comprender a Benedicto. Será el intercesor para todos los que, desde instancias mayores o menores, nos reconocemos en aquella vocación.-