Aludiré hoy a dos seres tristes, cuyo destino fue -¡qué paradoja!- hacer reír a millones de hombres en todos los rincones del planeta. Y quise recordarlos porque en estos días vi por TV una vieja película que protagonizaron ellos. Y sonreí varias veces durante la proyección. Pero también sentí una especie de nostalgia en algunas escenas, sensación que me hizo pensar que el “devenir del tiempo hace que en los adultos la risa sea menos fácil que en los niños. Porque el paso de la vida siempre nos trae alguna circunstancia dolorosa”.
Los que ya hemos transitado bastante vida, pero también los niños –éstos sobre todo por la magia de la TV actual- han conocido a esa pareja de cómicos que el cine norteamericano inmortalizó con los nombres de “El Gordo y el Flaco”.
Y no sólo eran dos seres melancólicos. Además, no tuvieron entre ellos la menor relación de afecto, de amistad. Claro que el éxito y los miles de dólares, los hicieron permanecer trabajando juntos durante casi 30 años.
El Gordo –Oliver Hardy- este era su nombre verdadero, era norteamericano. El Flaco –Stan Laurel- era inglés y se llamaba Arthur Jefferson.
La tristeza real del Gordo derivaba del hecho que su único hijo, por una terrible enfermedad ocular -el glaucoma- había quedado ciego a los doce años.
Ese era el drama de Oliver Hardy. “Porque hay dolores para los que las lágrimas no alcanzan. Él podía comprar muchas cosas con su dinero, salvo lo más importante de la vida para él: la vista de su hijito.
El éxito de “El Gordo y el Flaco”, tuvo una persistencia que pocos artistas lograron. Pese a que sus películas estaban lejos de la perfección en muchos aspectos. Tuvieron eso sí, el mérito de mostrar al desnudo el origen principal de la risa: el contraste.
Ya de por sí en el aspecto físico, uno gordo y el otro flaco. Pero además uno era el tonto y el otro el listo, uno el audaz y su compañero el tímido.
No fueron humoristas ya que el humor siempre es inteligente. Fueron estrictamente cómicos. Pusieron en movimiento en los espectadores ese mecanismo misterioso de la risa.
El flaco –en la ficción por supuesto- siempre estaba al borde del fracaso. Si actuaba como un arquero de fútbol le hacían goles desde 50 metros. Si era cantante quedaba mudo al entrar al escenario.
El Gordo –en cambio- era el que todo lo sabía, decidido, era el que empujaba al flaco a hacer cosas que este aceptaba de mala gana.
Porque el Flaco era lento, temeroso y llorón. Aunque no tan tonto como para ser siempre el perdedor, el agredido. No. Quizá como queriendo demostrar que la agresividad puede ganar batallas. Pero que suele perder la última... En la ficción el “Gordo y el Flaco”, son permanentes vencidos que no reparan en ello. Y les toca transportar un pesadísimo piano de 150 Kg o ser acusados injustamente de ladrones.
Hay en ellos, como en su vida real –la de Stan Laurel también fue trágica por otras circunstancias- una nostalgia dentro de su comicidad.
Por eso, cuando un adulto ve por televisión sus viejas películas acompañado de su hijo, mientras el chico ríe a carcajadas, su padre suele tener una sensación diferente… Quizá en ellos jugaba otra circunstancia.
Claro, dentro del Flaco estaba realmente un ingeniero recibido en Oxford con diploma de honor. Dentro del Gordo, estaba el abogado que también lo era.
Pero el arte nació para que el hombre pudiera volver al paraíso... Y ellos consiguieron que muchedumbres enteras gozaran del paraíso del ingenio de estos dos hombres durante los 90 minutos de sus películas. Porque Hardy y Laurel tenían trazado sus destinos de actores.
Y este abogado Oliver Hardy y este ingeniero Stan Laurel, que jamás ejercieron sus profesiones, como dije antes, pasaron a la historia como el “Gordo y el Flaco”.
Y fueron dos sensibles seres humanos que sintieron arder el fuego de una vocación, que no pudieron ni quisieron frenar. Ellos inspiraron en mí el siguiente aforismo: “La eternidad sólo pertenece a los creadores”.