Quien se interese en los tenaces intentos del pensamiento de izquierda por examinar y reivindicar el concepto de revolución y su desarrollo tumultuoso cuenta desde los últimos meses con un nuevo y erudito aporte en castellano.
En Revolución: una historia intelectual (Fondo de Cultura Económica, 644 páginas) el ensayista italiano Enzo Traverso aborda un tema central en la tradición izquierdista con una pretensión de ecuanimidad que lleva implícita la defensa y hasta la justificación de un fenómeno que, desde luego, admite otras miradas menos complacientes. "El objeto de este libro -señala en la introducción- es la revolución para bien o para mal...Más que un juicio moral, una idealización ingenua o una condena intransigente, (las revoluciones) merecen una comprensión crítica".
Aunque el título habla de una "historia intelectual" bien podría referirse a una "historia en imágenes", y no sólo porque el volumen esté profusamente ilustrado con fotos, retratos o cuadros célebres. Traverso (Gavi, Italia, 1957) trabaja con el concepto de "imágenes dialécticas" tomado de Walter Benjamin, uno de los guías a los que sigue de manera constante en su recorrido (el otro es Karl Marx). Estas imágenes, escribe, "son lámparas que echan luz sobre el pasado". Las enumera en la introducción ("locomotoras, cuerpos, estatuas, columnas, barricadas, banderas, sitios, pinturas, carteles, fechas, vidas singulares, etc.") y las desarrolla a lo largo del libro, ensamblando un montaje que descarta el "procedimiento convencional de reconstrucciones lineales".
La revolución como "locomotora de la historia" le permite indagar en los diversos significados de esa metáfora acuñada por Marx. El auge de los ferrocarriles había simbolizado también el apogeo de la burguesía. Con ellos el capitalismo aniquiló el espacio mediante el tiempo y ahondó un acelerado proceso de secularización de la sociedad. Los trenes encarnaron en pleno siglo XIX la visión teleológica de la historia que definiría desde entonces al marxismo: la revolución interpretada como un precipitarse hacia el futuro.
Traverso apunta que en Marx había una dimensión romántica que, sin embargo, no lo llevó a condenar a los ferrocarriles. El autor de El Capital aceptaba la crítica a las máquinas pero insistía en que el enemigo estaba en el sistema y en el uso que hacía de ellas. No era un ludita. Autodefinido "socialista científico", siempre creyó en la "neutralidad de la ciencia y la tecnología", observación que hoy se abre a nuevas resonancias.
LOS CUERPOS
La revolución también puede estudiarse en los cuerpos, ya sean como alegorías políticas o en su más crasa literalidad. Un ejemplo de lo segundo: el cadáver embalsamado de Lenin, convertido en ícono de devoción de un régimen ateo. Traverso recuerda ese dato para ilustrar un aspecto que suele olvidarse: la creencia socialista en la recreación por la ciencia de un ser humano muerto.
Esa idea temeraria contó con varios promotores intelectuales en los comienzos del régimen bolchevique que se tomaron al pie de la letra la ambición de concretar la regeneración completa de la humanidad. Había allí una declarada vocación luciferina, que hoy además llamaríamos "transhumanista". Traverso aclara que Trotski, el tercero de los grandes mentores intelectuales de su libro, disentía de los proyectos más alocados en ese sentido pero compartía la "visión del socialismo como la edificación de un nuevo mundo y, en última instancia, un espíritu prometeico basado en una simbiosis de ciencia y utopía", que podía llegar hasta la eugenesia.
De los seis capítulos del libro, el más largo está dedicado al papel del intelectual revolucionario. Su intención es establecer distinciones (no es lo mismo el intelectual que el ubicuo "compañero de ruta"), rechazar o confirmar mitos, separar categorías y tratar de comprender el atractivo que despertó la revolución entre las mentes ilustradas, ya a partir de la Francia del siglo XVIII. Comprueba una paradoja trágica no tan difícil de explicar: que los herederos de los iluministas que luchaban por la emancipación terminaron sometidos, mientras existió la Unión Soviética, "a una nueva corte que ellos mismos habían ayudado a construir".
LIBERTAD Y LIBERACION
Los últimos dos capítulos transitan por territorios mucho más polémicos. En uno de ellos distingue la interpretación liberal de la libertad de la revolucionaria, que a partir de 1789 no puede disociarse de la idea de "liberación".
El liberalismo, observa Traverso, pensó la libertad en torno a la idea de ciudadano y propietario. Los revolucionarios quisieron extender el concepto al ser humano integral, no sólo al ciudadano que gozaba de ciertos derechos o privilegios políticos. Su programa pretendía incorporar a los excluidos de los estados liberales -proletarios, pueblos colonizados, mujeres-, con el argumento de que no puede haber libertad "sin liberación respecto de la necesidad; en otras palabras, sin emancipación social".
Traverso amplía el tema citando de manera crítica las reflexiones que ensayó Hannah Arendt en defensa de la "revolución" estadounidense de 1776, opuesta a la Revolución Francesa y su deriva violenta. Esa tercera posición, que no es liberal ni tampoco marxista, no es la que sostiene el autor, quien resume de este modo las diferencias de interpretación que se mantienen en vigencia hasta el día de hoy: "El entrelazamiento de libertad e igualdad estructura la identidad de la izquierda y define la divisoria entre las concepciones izquierdista y derechista de la libertad".
BOLCHEVIQUES
Hacia el final el libro se interna en las versiones históricas más o menos establecidas sobre la revolución comunista, que es la que de verdad le interesa a Traverso.
Aquí otra vez apuesta a una presunta ecuanimidad que se propone eludir por igual los dos "relatos" más comunes sobre el bolchevismo triunfante, el idílico y el horroroso (entre los partidarios del segundo ubica los nombres de Isaiah Berlin, Karl Popper, Martin Malia, Richard Pipes o Francois Furet).
"Varios decenios después de su agotamiento, no hace falta defender, idealizar o demonizar la experiencia comunista -escribe-; vale la pena entenderla críticamente como un todo, una totalidad dialéctica modelada por tensiones y contradicciones internas, que presenta múltiples dimensiones en un amplio espectro de sombras, de impulsos redentores a violencia totalitaria, de una democracia participativa y una deliberación colectiva a la opresión ciega y el exterminio de masas, de la imaginación más utópica a la dominación más burocrática, extremos entre los que a veces oscila en un breve lapso".
A su juicio hubo cuatro formas de interpretar al comunismo en el siglo XX: como revolución, como régimen, como anticolonialismo y como socialdemocracia. Es en la segunda categoría donde Traverso expone los argumentos más discutibles con un sincero aunque insólito afán reivindicatorio.
Insiste allí y en varios pasajes a lo largo del libro en que el totalitarismo bolchevique fue una consecuencia de la guerra civil librada en Rusia entre 1918 y 1921, y su régimen de terror, "el precio de la supervivencia". Apela al recurso fácil de transferir a otros las culpas y las responsabilidades históricas, que se extendieron en el tiempo. "El bolchevismo -sugiere- creó un paradigma militar de revolución que modeló en profundidad las experiencias comunistas a lo largo y ancho del planeta".
Este afán de comprensión lleva a Traverso al extremo, raro en los actuales revisionistas de izquierda, de defender al estalinismo y sus gulags. Lo hace, conviene decirlo, observando cierta lógica argumental que sus camaradas suelen olvidar. El estalinismo, aclara citando a otros historiadores, no fue una "contrarrevolución", ni la restauración del "antiguo régimen". Fue la "revolución" llevada a sus últimas consecuencias, "una mezcla paradójica de modernización y regresión social", un totalitarismo que "fusionaba modernismo y barbarie", "una tendencia prometeica peculiar y aterradora".
Ese lado progresista explicaría la adhesión que despertó el régimen Stalin a pesar de las múltiples purgas, hambrunas y matanzas, que Traverso no oculta. El argumento culmina destacando que el totalitarismo rival, el nazi-fascismo, no contó con la misma adhesión, una opinión objetable ya que olvida el fervor que suscitó el hitlerismo hasta el último día de la guerra en Alemania y en varios de sus países aliados, o la bienvenida como libertadores que recibieron sus tropas al invadir, justamente, la Rusia soviética en 1941.
Traverso es un pensador de moda. Estudió historia contemporánea en Génova y se doctoró en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Imparte clases en la cátedra Susan and Barton Winokur de la Universidad de Cornell, en el estado norteamericano de Nueva York. Ha publicado una decena de libros que giran alrededor de la historia intelectual y de las ideas políticas en el siglo XX. Puede verse una elocuente condensación de esas preocupaciones en el libro que dedicó a la idea de revolución.
Hay en sus páginas un esfuerzo refinado, aunque no del todo original, por rescatar del infierno una experiencia catastrófica e inhumana. Un trabajo ímprobo por la extensión de las fuentes consultadas, que es apabullante, el rango del examen histórico y la claridad del estilo. Pero con una ausencia notoria: la reflexión moral. La historia de las revoluciones modernas no puede prescindir de esa valoración, recordó Richard Pipes en la introducción a su propia historia de la Revolución Rusa. Ello plantea, decía Pipes, la obligación de responder a preguntas esenciales: "si es adecuado destruir instituciones edificadas a lo largo de siglos con el método de prueba y error...en nombre de sistemas ideales; si hay derecho a sacrificar el bienestar y hasta la vida de la propia generación en nombre de generaciones aún no nacidas; si el hombre puede ser remodelado hasta convertirlo en un ser perfectamente virtuoso".
Ninguna de esas preguntas esenciales tienen respuesta en el libro de Traverso.