Ahora es mucho más fácil criticar el desvarío que se apoderó del planeta a comienzos de 2020. Escándalos como el de la foto filtrada del cumpleaños de la consorte del presidente argentino en plena cuarentena dura, tan similares a los ocurridos meses antes o después con gobernantes o empresarios de Europa o Estados Unidos, avivan indignaciones y justifican recelos incluso entre los más crédulos. Son casos que dejan en evidencia la impostura de veinte meses de emergencia y doble discurso. Una auténtica "gran mascarada" para usar el título de uno de los últimos libros de Jean-Francois Revel.
La crítica es más fácil, cierto, pero el delirio no pasó. El estado de excepción mental que impera desde hace más de un año y medio en todo el mundo sigue fomentando lo peor del ser humano. Todas sus debilidades (miedos, egoísmos, delaciones, discriminaciones, odios) continúan potenciándose al calor de una insólita campaña de acción psicológica que las habilita en nombre de la salud y el bien común. En paralelo, mucho de lo que más enorgullecía a la especie ha sido relegado, o está en suspenso por tiempo indeterminado. La caridad con el prójimo, por ejemplo. O la capacidad de razonar en libertad, sin coacciones. O el famoso espíritu crítico, tan deseado por liberales y progresistas hasta minutos antes de que empezara el frenesí pandémico.
Este inquietante eclipse mental se esparció junto con el pánico al virus de los primeros meses de 2020. En 2021 el panorama es apenas algo mejor. La aceptación automática de cualquier norma nacional o internacional, por más abusiva que sea, continúa desplazando al criterio individual. El comportamiento de manada sigue ocupando el lugar del buen juicio. Los argumentos de autoridad, tan discutidos antes de marzo de 2020, se volvieron irrebatibles. Y en ninguna autoridad se confía más que en el ente todopoderoso llamado "la ciencia", cuyas conclusiones, de por sí inciertas y tentativas, se toman como decretos infalibles lanzados desde el Olimpo.
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En 2021 las voces disidentes se han multiplicado y el relato oficial convence cada vez menos, pero los promotores de la anomalía, lejos de amilanarse, insisten en prolongarla en el tiempo, siempre doblando la apuesta con más pánico inducido, más exigencias y más coerciones, como el del esclavizante "pasaporte sanitario" que impuso el presidente francés Emmanuel Macron pese a las protestas masivas de sus compatriotas.
Pocas veces en la historia habrá sido más adecuada la expresión "pensamiento único" para describir este oscurecimiento de la razón que no da señales de revertirse. La rigidez monolítica del comunismo, el efímero triunfalismo del "nuevo orden mundial" a partir de 1989, y el auge en el siglo XXI del progresismo "políticamente correcto" fueron antecedentes pálidos en comparación con el discurso uniforme establecido en todo el planeta desde marzo de 2020.
Este nuevo "pensamiento único" no podría haberse consolidado en tan poco tiempo sin el auxilio de quienes hasta ayer mismo se jactaban de promover el debate y la "diversidad". En una contradicción de magnitudes colosales, fueron el silencio, la complicidad y la censura directa ejercida desde los medios de comunicación los factores que lo hicieron posible. Si el periodismo estaba lejos de presentar una foja de servicios impoluta, cuesta encontrar una renuncia más escandalosa a su misión que la que se conoció en los últimos veinte meses.
En este período delirante los medios de prensa planetarios, con mínimas excepciones, han trabajado como meros voceros de gobiernos y entidades internacionales (como la errática OMS), antes de transformarse en agentes publicitarios de las grandes farmacéuticas lanzadas en tiempo récord a la producción y distribución de vacunas. "Todos empezaron a copiar y pegar las gacetillas de las empresas, en particular las referidas a las vacunas contra la covid-19, a pesar de que sabemos que las farmacéuticas redactan comunicados de prensa para dar un mensaje positivo sobre sus productos", protestó Serena Tinari, periodista especializada en información científica y co-fundadora del sitio Re-check.ch, en una entrevista con la revista Forward.
Durante la anomalía desaparecieron muchas cosas: una de las más importantes fue la desaparición del periodismo de investigación. Junto con él también pasó a mejor vida aquella pretensión soberbia del gremio periodístico de actuar como "perro guardián" de los poderosos en todas sus manifestaciones, públicas o privadas. "¿Qué deberían hacer ahora los ciudadanos comunes? ¿Tendrían que hacer ellos nuestro trabajo e investigar por nosotros?", inquirió Tinari en la entrevista citada. La casi totalidad del periodismo mundial ni siquiera se plantea esas preguntas.
El despropósito llegó al extremo de convertir a los periodistas en censores (el nombre de moda es "fact-checkers" o "verificadores de datos") de todo lo que no se ajuste al insistente discurso oficial. Los cronistas pasaron a retacear noticias en vez de informarlas. Y su tarea principal ya no consiste tanto en aportar información propia sino en negar la información ajena. Todo con el generoso estímulo monetario de las empresas tecnológicas que dominan redes y pantallas y son los árbitros autodesignados de lo que es verdadero o falso. Un orwelliano Ministerio de la Verdad de alcance universal.
Pero el descalabro no sólo afectó a los periodistas. También las clases ilustradas hicieron su aporte. Intelectuales famosos por su rebeldía, su desenfado o su pretendida lucha contra los "poderes fácticos", se doblegaron a las cuarentenas interminables, el cierre arbitrario de las fronteras y la delación pública de presuntos "contagiadores". Discípulos de Sartre y Foucault alabaron el estado policial y la reclusión preventiva de enfermos y "asintomáticos". Recitadores de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar (1977), de Rodolfo Walsh. aplaudieron la vigilancia "casa por casa" y ahora quieren perseguir y desterrar a los "no vacunados". Incluso hay émulos del eterno izquierdista Noam Chomsky que nada raro ven en la escandalosa connivencia planetaria entre farmacéuticas, científicos, medios de comunicación y gobiernos de todos los colores.
A propósito de Chomsky, sus admiradores podrían volver a su ensayo clásico de 1967, La responsabilidad de los intelectuales, del que acaba de publicarse en habla hispana una nueva edición ampliada (Sexto Piso, 127 páginas).
En esas reflexiones inspiradas por los orígenes falseados de la guerra de Vietnam, el lingüista y filósofo estadounidense recordaba que los intelectuales tienen una responsabilidad que deriva de sus privilegios. Esa responsabilidad consiste simplemente en "contar la verdad y revelar las mentiras". Y va de la mano de un ineludible dilema moral que rige en todas las épocas: elegir entre la integridad o el conformismo.
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El último eslabón de esta cadena de renuncias mentales es el de las vacunas. No interesa cuestionar aquí los motivos de quienes, asustados por una campaña del miedo nunca vista en la historia humana, eligieron aplicárselas sin molestarse por averiguar sus riesgos o efectos adversos. Con respecto a estas novedosas inoculaciones más bien sobran las razones para actuar con prudencia, desconfianza y recelo. Pero no son los críticos de las sustancias quienes sorprenden con sus afirmaciones. Los verdaderamente desmesurados son sus promotores.
Sean gobiernos o empresas, políticos o periodistas, influencers o científicos, el guión que repiten es unívoco. Para ellos las vacunas son la vida misma, la garantía única de la futura supervivencia, la panacea, el alimento que forzosamente debe ingerirse para volver a una normalidad que de lo contrario se vería alterada para siempre.
Según esta cepa reforzada del nuevo pensamiento único, las vacunas covid no son un producto más salido de la falible ciencia humana. Nada de eso. Los compuestos experimentales integrarían una categoría especial al margen de cualquier objeción o rechazo. Quienes no las acepten corren mucho más que peligros sanitarios: se arriesgan a la muerte civil y al ostracismo comunitario, a la vez que incuban la destrucción de la humanidad entera, incluso de los que ya están vacunados.
Estas amenazas carentes de toda lógica no las vociferan el régimen castrista o los triunfantes talibanes afganos. Son ya la política oficial de las democracias en Francia, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Israel o Estados Unidos, por citar sólo unos casos. Y entre sus defensores figuran numerosos pensadores en apariencia sensatos y civilizados, como el liberal francés Guy Sorman, quien en una reciente columna de opinión calificó de "criminales" a los "antivacunas". "Una persona no vacunada, deliberada y orgullosa de serlo, es, por tanto, un delincuente en potencia y en libertad", escribió el antiguo simpatizante del "estado mínimo". No fue un exabrupto aislado. El neoconservador estadounidense David Frum, el mismo que inventó la frase "eje del mal" cuando formaba parte del gobierno de George W. Bush, también fustigó el comportamiento "antisocial" de los no vacunados y abrió la puerta a una próxima persecución amparada por los criterios judiciales del progresismo. "En nuestro país (EE.UU.) la raza es una categoría protegida -señaló en entrevista con la CNN-. No te pueden discriminar por tu raza. El sexo es una categoría protegida, la orientación sexual está protegida. Pero ser un cretino antisocial no es una categoría protegida".
Como se ve, los excitados partidarios de las inoculaciones no sólo invitan a inyectarse un antídoto. El tono exaltado, los adjetivos empalagosos, la certidumbre injustificada, las amenazas terroristas indican que están promoviendo algo más que una vacuna. Ellos mismos lo insinúan noche y día con frases salidas de la peor literatura distópica. Tal vez no hayan leído a Benson, Zamyatin, Huxley, Orwell o Dick, y acaso no sepan qué es la "neolengua", pero sus insistencias lingüísticas son reveladoras. Si, como afirmó meses atrás el gobernante socialista español Pedro Sánchez, la libertad, hoy, consiste en "vacunar y vacunar" y sólo en eso, lo más aconsejable sería preocuparse porque lo que se avecina, seguramente, será alguna forma de esclavitud. Eso sí, en nombre de la salud y la ciencia.