En su ensayo “La poesía gauchesca” (Discusión, 1932), Borges dice de José Hernández: "No especifica día y noche, el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar, pampa de los ingleses".
Parecería que, si el mar es la pampa de los ingleses, a los gauchos de nuestra llanura bonaerense, por el contrario, poco o nada les interesaba lo que pudiera ocurrir en la inmensa extensión del planeta cubierta por las aguas.
Sin embargo, podríamos evocar dos referencias gauchescas al mundo acuático:
En el Fausto (1866) hallamos a don Laguna y Anastasio el Pollo, sentados, sobre sendos cojinillos y entregados a placentera conversación. Ya Anastasio ha relatado una parte considerable de lo que vio en el Teatro Colón y, por ese motivo, al final del canto 2, confiesa:
–A juerza de tanto hablar
se me ha secao el garguero:
pase el frasco, compañero...
A lo que don Laguna responde con un no que, socarronamente, significa “Por supuesto que sí”:
–¡Pues no se lo he de pasar!
Prosigue, pues, el diálogo (canto 3) entre ambos paisanos, hasta que, refiriéndose a los respectivos caballos de cada uno, Anastasio exclama:
–¡Como si jueran hermanos
bebiendo la agua juntitos!
Por asociación de ideas, la mención del agua le hace decir a don Laguna:
–¿Sabe que es linda la mar?
Y esta pregunta (desde luego, retórica) le da ocasión a Anastasio para desarrollar el bello poema descriptivo que ocupa 47 versos (434-480), y del que sólo recordaré los tres versos iniciales:
–¡La viera de mañanita
cuando a gatas la puntita
del sol comienza a asomar! (434-437),
y la redondilla final:
Y es muy lindo ver nadando
a flor de agua algún pescao:
van, como plata, cuñao,
las escamas relumbrando. (477-480)
Puesto que el coloquio entre los dos amigos transcurre en algún punto de la ribera de la ciudad de Buenos Aires, la mar en cuestión no es el océano Atlántico sino el conocido río que baña la avenida costanera Rafael Obligado. (1)
Aunque infinitamente más escueto que don Estanislao, no se privó Hernández de formular una alusión al mar. Sucedió en una de sus tantas y sapientísimas sentencias, esta vez puesta en boca del digno, prudente y educado (pero no menos rencoroso y vengativo) Moreno que protagoniza con
Martín Fierro la genial payada del canto 30 de La vuelta de Martín Fierro (1879).
Invitado el Moreno por Martín Fierro a preguntarle lo que desee, aquél contesta con cautela y con cierto temor a equivocarse, pero admitiendo que nadie lo obligó a exponer su talento, por lo cual cabe aplicarle el proverbio que lucen los dos versos finales de la sextina:
–No te trabes, lengua mía,
no te vayas a turbar.
Nadie acierta antes de errar
y, aunque la fama se juega,
el que por gusto navega
no debe temerle al mar. (4271-4276)
En efecto: el que por gusto navega no debe temerle al mar. Manera, por cierto, muy elocuente de afirmar que cada cual debe hacerse responsable de sus decisiones.
1. Juan Díaz de Solís (c.1470-1516), que lo descubrió para los europeos, lo llamó “mar Dulce”, bautismo que no lo libró, según algunas fuentes, entre ellas María Esther de Miguel (1925-2003, autora de los cuentos de 'Los que comimos a Solís', 1965), de convertirse en alimento de los antropófagos de (tal vez) la isla Martín García. También Borges (1899-1986) ironizó sobre tal almuerzo cuando escribió que por esos lugares “ayunó Juan Díaz y los indios comieron” ('Fundación mítica de Buenos Aires', Cuaderno San Martín, 1929).
Por otra parte, Lugones (1874-1938) lo llamó “el gran río color de león” (“A Buenos Aires”, Odas seculares, 1910); Borges (op. cit.), “río de sueñera y de barro”; Cortázar (1914-1984), “río color café con leche” (“Final del juego”, Final del juego, 1956).