Yo he perdido [...] sin saber la causa,
toda mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones.
Hamlet- William Shakespeare
Sin duda alguna el proceso que se inició teóricamente en China en noviembre de 2019 y que literalmente dio vuelta al mundo en todos los sentidos desde los inicios de 2020, la epidemia luego recategorizada como pandemia, de Sars-CoV-2/covid, modificó la vida de la población mundial en todos los aspectos de la existencia. Hemos hablado del concepto erróneo de salud, circunscribiéndola a la presencia o ausencia de patologías, y cómo una simple mirada a la realidad personal, social, las noticias o cualquier lugar desde donde se establezca la perspectiva, permite ver sin ningún academicismo, que la salud es, por el contrario, relativa a todos los aspectos de la existencia del ser.
Por razones que no es necesario profundizar, durante mucho tiempo se focalizó toda la información no solo en la salud física, sino hasta se consideró solo una enfermedad, descontextualizando la mirada de la totalidad, indispensable para entender qué ocurría. Quizás la razón era que no se trataba de mejorar la salud, pero eso también es otro tema. Los aspectos más obvios e inmediatos, como la vida cotidiana de las personas o la economía, fueron dejados de lado, como si eso no tuviera consecuencias en ese conjunto del "ser en el mundo". Esto es sorprendente ya que ese modelo recortado de la realidad, de museo del siglo XIX con aves o mariposas pegadas con un alfiler en un corcho o leones en una jaula de zoológico, hace décadas fueron abandonados por trasmitir una realidad equívoca. Sin embargo, ese modelo teórico y filosófico, quizás debiéramos decir dogma, subyacente, se aplicó en el siglo XXI.
Entre todo lo que quedó fuera de la mirada y por momentos activamente ignorado y negado, sobresalió el desinterés por la salud mental, aún en ese contexto extraordinario, traumático. Extrañamente, dada la magnitud del evento, reprodujo la realidad del trauma psíquico en la cual aquello a lo que se le presta atención son los llamados traumas de alta exposición y difusión, como puede ser los de un atentado, la guerra, por ejemplo, pero sin embargo los que acumulan más casos, y de alguna manera erosionan a la sociedad en su persistencia e intensidad, son los de baja exposición y difusión, como las víctimas de la violencia urbana, de la violencia de género, los abusos sexuales, etc.
A pesar de la insistencia constante que paralizó al mundo, extrañamente no se consideró el aspecto traumático del todo, no se lo trató como de alta exposición a pesar de la gran difusión (exposición) que se le dio, la enfermedad misma, sus consecuencias, las medidas que afectaron la libertad y la vida de las personas, la campaña de terror. El padecimiento psíquico por las medidas o por la razón que fuera, pero en relación a esta época de pandemia y postpandemia, fue ignorado desde todas las áreas, tanto desde quienes debían establecer medidas y políticas al respecto, como, y en particular, los medios. Sin embargo, al igual que a pesar de tapar el sol con las manos, la realidad era la que veíamos todos los días y desde el inicio. Quizás al igual que refería respecto a las formas del trauma psíquico de baja exposición, esta forma de trauma también fue negada en la incapacidad de asumir su magnitud.
La violencia de género o los abusos sexuales existieron, pero solo fue hasta que se les dio difusión que parecieron existir. Afortunadamente hoy una víctima de estos delitos sabe que no debe sentir vergüenza y hasta a veces considerarse en parte responsable por ellos. Con la salud mental todavía estamos en esa etapa previa de vergüenza y culpa.
En los últimos meses la OMS parece haber vuelto a poner en agenda al menos a la depresión, tema que en épocas prepandemia ya se manifestaba como una real epidemia (el término pandemia tenía otras especificaciones en la época), casualmente Seligman la llamó por su incidencia: "la gripe, el resfrió de la psiquiatría". Las cifras de 2017, por ejemplo, eran de aproximadamente 300 millones de casos obviamente en países que podían hacer esa estadísticas, lo cual muestra claramente su subrepresentación o aún en las mismas estadísticas señalaban el 3 al 6% de la población mundial. Diversos estudios evalúan hoy, un incremento del 25 % de casos, sobre una patología ya omnipresente en la sociedad. Otros estudios van más allá y citan que el número de casos se ha triplicado. Subyacente a todo esto el trauma existencial que hemos experimentado, ya no uno menor, y por estar concentrados únicamente en una mirada se ven las repercusiones en todo el sistema como novedosas. Ahora si aparecen notas en medios hablando con extraña sorpresa de casos de ansiedad y depresión.
En realidad, el término depresión, un espectro nosológico, sin omitir sus elementos neurobiológicos y genéticos, no refleja más que una de las tantas formas de exteriorización de un cuadro de desadaptación y en definitiva malestar, mucho más amplio y con mayores consecuencias. Estas se ven bajo múltiples formas, violencia, consumos de drogas o psicofármacos, cuadros psiquiátricos graves que algunos llegan por su espectacularidad a los medios, pero todo parte de la misma matriz negada.
Si bien ahora tardíamente se proponen medidas, no sabemos si se ejecutaran esas propuestas que dicen abordaran el problema. El primer paso es reconocerlo y en particular ser capaz de reconocerlo en uno mismo y en su entorno, más allá que el mismo pueda ser parcialmente tapado por un consumo de psicofármacos, drogas, distracciones diversas, alcohol etc.
Quizás el aprendizaje positivo de esta bisagra histórica por la que pasamos, sea empezar a considerar a la calidad de vida como un todo y no esperar a la manifestación de la enfermedad como una colección de síntomas, cuando ya es tarde. Desestigmatizar el tabú del malestar psíquico, la enfermedad llegado el caso, nos permitirá considerar al bienestar como un estado a conservar, sin necesidad de esperar que establezcan los parámetros de una patología especifica, y nos llevará a ser nosotros los primeros guardianes de ese estado de bienestar. Eso implica atravesar la barrera de considerar al malestar psíquico y sus avatares como un estigma vergonzante y culpógeno. Ese estado de negación lleva lamentablemente a que se busquen respuestas en lugares, sustancias o en personajes especialmente que solo incrementaran el malestar, quizás de manera irremediable. Al mismo tiempo el malestar, quizás luego llegue a ser una enfermedad mental mal diagnosticada y/o tratada, conlleva graves consecuencias para la sociedad y el resto de la vida de las personas.
Hemos vivido una época de encierro, como ya sabemos desde siglos, desde la alegoría de Platón y su caverna, salir de los encierros mentales condena a una existencia sombría.
La propia salud es algo demasiado serio como para dejarla librada en manos de comunicadores o expertos, como si de líderes espirituales infalibles se tratara, y si bien luego eventualmente se pedirá el asesoramiento y guía de especialistas, el primer guardián es uno mismo. Ya nos dimos cuenta de que delegar esa responsabilidad en otros no ha dado buenos resultados.