Con una insistencia que roza la estolidez, o la necedad, una vez más los ciudadanos del país padecen la tortura de no poder disponer libremente de sus dólares, ni venderlos, ni comprarlos, ni tenerlos. Es preciso, por una cuestión de autorespeto, insistir otra vez (el columnista calcula que este es su centésimo intento en los últimos 40 años) sobre el funcionamiento del mercado cambiario como un resumen de todo lo que se hace mal, siempre y en todo lugar.
Nada más pernicioso, ni dictatorial, ni en contra de la libertad económica y de comercio, que un mercado en el que el Banco Central sea el único vendedor de divisas, el único comprador, la contraparte obligatoria y el proveedor de última instancia de moneda extranjera con cualquier propósito. No hace falta ningún estudio ni posgrado complicado para comprender esa afirmación. A partir de ese concepto, se puede caer en cualquier aberración, en cualquier arrebato de derechos, en cualquier atropello, en la destrucción de cualquier libertad. Al punto que ninguna economía tiene derecho a considerarse liberal, ni libre, acaso, si el valor de las divisas, o sea de la propia moneda, no está determinado por la oferta y la demanda en un mercado de libre concurrencia, abierto y transparente. El que controla el tamaño de los centímetros de la regla, controla todo, determina perdedores, ganadores, éxitos y fracasos.
Hasta ahí, parecería que el concepto es obvio, inapelable e indiscutible. Pero no ocurre así. Al contrario. Los mismos estudiosos, filósofos, intelectuales y pensadores ultraliberales que se escandalizan cuando un gobierno intenta controlar el precio de la cebolla o los alquileres, digieren con alarmante, sorpresiva e indignante naturalidad que el precio de las divisas, o sea de la moneda nacional, sea determinado, digitado, suavizado, decretado, sostenido, fijado, establecido o como se le quiera denominar, por un grupo de funcionarios iluminados capaces de decretar ese valor, quizás el ejemplo más puro de la planificación central que brillantemente describiera Hayek, o del síndrome de la fatal arrogancia, que también describiera el genial austríaco.
Por supuesto que esa función omnímoda del Banco Central no es simplemente una cuestión de error de diseño o un exceso en la función de las reparticiones, sino que obedece a otra idea estúpida que repiten los países casi unánimemente: la de controlar el precio de la cebolla –perdón, de la divisa, o de la moneda propia, en este caso el peso-. Como gusten. Y no se debe cometer aquí la equivocación de pensar que esta idea la tienen solamente los partidos de izquierda, el comunismo, el estatismo, los pobres, los resentidos, el populismo, los que quieren secuestrar la ganancia de los demás. La tiene toda la sociedad, o todas las sociedades, o todos los individuos, según lo que le convenga a cada uno en cada momento.
“Hay que evitar las fluctuaciones”, dicen quienes creen entender al sector exportador, o importador, o productor, que necesita supuestamente tener precisión sobre el tipo de cambio a cada momento. Lo que por un lado significa que las pérdidas las tiene el Estado, o sea los que no necesariamente se benefician de los pañales que le pone el Estado. Tampoco toman en cuenta que existe un mercado de futuros, que se ha desarrollado notoriamente, una especialización en los mercados y un avance en el uso de la tecnología que hace que no haya que preocuparse demasiado de esos vaivenes cambiarios, porque un buen exportador, o importador, o productor, se cubre constantemente de esas fluctuaciones, sin necesitar que el Estado apueste por él con el dinero de todos sin entender la economía, o más bien, esperando no tener riesgo alguno. Y sobre todo, pretendiendo saber más que los propios interesados.
Hay otro grupo de poder o influencia que sostiene que controlando para arriba o para abajo el valor de la divisa se puede fomentar la exportación o disuadir la importación, cosa que puede ser cierta un ratito, hasta que los desequilibrios que genera la idea de tener simultáneamente varios valores de la divisa, o de la moneda propia, como guste la lectora, igualan todo hacia abajo, o hacia el desabastecimiento, el daño y parálisis a la exportación o la inversión. Y no omitir a pueblos y gobernantes que sostienen que “con dólar barato se ganan elecciones” una confesión digna de salteador de caminos, esencia misma del populismo. Pasando por las retenciones, que, si bien no son determinadas por el Central, en la práctica obra como un control sectorial del tipo de cambio, ahora con la excusa de controlar los precios, otro argumento estúpido que se agrega a las justificaciones.
Esa combinación entre pretender determinar a cada minuto el valor de la moneda propia y el estar obligado a comprar todo lo que se le ofrece y vender todo lo que se le demanda, termina como cualquier argentino sabe: con una fuerte especulación, que hace que los barquinazos del tipo de cambio sean más frecuentes y altos que en un sistema de libertades, y siempre tiene supuestas soluciones dictatoriales.
Porque, como es fácil de entender, el valor de la divisa está determinado por varias demandas, no por una exclusiva. La actividad comercial es apenas una de ella. También está la demanda por reserva de valor, la demanda u oferta especulativa, la demanda u oferta por toma o pago de deudas o intereses, los flujos de capital por comercio e inversiones, pagos de dividendos, etc. Justamente el poder tener un único mercado transparente y libre, sin intermediario ni contrapartes de última instancia es lo que suaviza las oscilaciones y las exageraciones. Y es la especulación burda y bruta la que más logra desequilibrar a un Banco Central, que justamente se produce cuando las autoridades intentan pelearse con lo que piensa el mercado complejísimo de cambios, y entrar en una pulseada que siempre se pierde, y no sólo en la pérdida monetaria de una devaluación.
Es este concepto el que está encerrado en esa figura del control cambiario, que empieza siempre como una acción mansa de gobiernos buenos y comprensivos y termina también siempre con actitudes francamente autoritarias o despóticas, como los cepos, los permisos previos, los desdoblamientos cambiarios, las cuotas, las reglamentaciones de trasnoche, los cambios continuos de normas trasnochadas (sic), que finalmente deciden riqueza y pobreza, éxito o fracaso de un emprendimiento o de una trayectoria, sin tener nada que ver la eficiencia, la habilidad, la capacidad ni la visión.
Nada ejemplifica mejor (sin limitaciones ideológicas ni partidistas) que el proceso por el cual el Banco Central vende divisas que ni son de él a los que apuestan en su contra, o seguros de dólar futuro, que es lo mismo, tratando de defender el tipo de cambio arbitrario que el mismo gobierno ha puesto a dedo (no hay otro modo de ponerlo) para luego terminar acusando a quienes se quedaron con esos dólares de ser los culpables de una “fuga” o de un robo al sistema, cuando son ellos mismos los culpables de obligar al Central a vender divisas para sostener una ensoñación cambiaria en la que nadie cree. ¿Cuántas veces se ha visto eso en la historia con gobiernos de todos los pelajes?
Cuando todo eso no alcanza, y nunca alcanza, se entra en la telaraña dinámica hacia adentro como diría Samuelson, pese a ser acusado de keynesiano, en que se ahorra hasta el último dólar propio o ajeno, en que se apela a la regla más absurda para eludir las elementales consecuencias, en que se llega a crear un sistema cambiario para turistas ridículo que tanto recuerda a la URSS de Khruschev, con perdón de la K. Después habría que agregar a quienes sostienen como si se tratase de una afirmación seria, de un postulado probado, de una relación matemática seria, que el total de las divisas que tienen los argentinos fuera del país es igual a la deuda con el FMI, relación que sólo un ignorante, un negador de la historia y los datos puede incorporar como razonamiento. Pero es sólo un modo de justificar, por centésima vez, el mismo fracaso de la misma idea: controlar el tipo de cambio.
Pero este criterio no es sólo local, como es fácil de comprobar. Una gran mayoría de países usa alguna variante de manipulación cambiaria. Con efectos negativos proporcionales a la necedad de su intento. Como enseño a un alto costo el cruel Soros a Gran Bretaña. O la inocente Gran Bretaña regaló a Soros un presente de alto costo. Como guste el lector. En esa línea de preocuparse por evitarle el trabajo de pensar a la sociedad, y para poder gastar y generar justicia social rápidamente, muchas economías recurren a la utilización de la divisa, o de su tipo de cambio como ancla inflacionaria. Lo que se llama el ancla cambiaria. Que conlleva a adoptar el sistema de un Banco Central monopólico que garantice el ancla, es decir que mantenga el tipo de cambio en el nivel planificado, vendiendo los dólares al precio que cuadre, o sea “haciendo millonarios”, para usar un concepto habitual también tendencioso.
El ancla cambiaria, en teoría, permite emitir sin que ello se refleje en los precios, por un tiempo, primero porque baja las expectativas inflacionarias, al no reflejarse en la divisa el efecto inflacionario, mientras duren las reservas o el aguante, y luego porque permite la entrada al país de productos a precios que mantendrán en caja a los precios locales. Esto es lo que intentó Martínez de Hoz, primero, y Cavallo y su Convertibilidad después, que terminaron cuando se acabó el dinero del Central, o del país, y de la gente, y el crédito para reventar reservas. Con gusto se abrirá debate sobre este punto, en otras notas. Si Rockefeller lo permite. Es querer resolver un problema fiscal creando un problema cambiario. Igualmente malos.
Todos los argumentos para fijar el tipo de cambio, regularlo, suavizarlo o demorarlo mediante la intervención de un Banco Central caen cuando se los enfrenta con la evidencia empírica, con los datos de mediano y largo plazo, con la simple acción humana. Que eso es el mercado paralelo. No diferente a la economía negra nacional. Y todo control del tipo de cambio termina siempre del mismo modo, si no se baja el gasto, el déficit, la deuda, los impuestos o todo junto. En el caso particular nacional, una exageración sublimada de la fatal arrogancia, ese fenómeno se puede resumir en dos palabras: hiperinflación, default (de todas las deudas de cualquier tipo).
Los países que persistieron en este formato, todos modelos socialistas con apodos diversos, sufrieron estas consecuencias o equivalentes, con los correlatos de desabastecimiento, pérdida de libertad, destrucción de la república y la democracia, deterioro del bienestar general y mayor desigualdad, ya que la clase que gobierna no participa en las mediciones de riqueza con lo que el GINI no indica nada.
La pandemia sirve de excusa para una aceleración de la irresponsabilidad fiscal y financiera, pero no cambia los fundamentos. Es posible que, bajo la influencia de las conductoras de la UE, el FMI, aún del partido demócrata gobernante en EEUU, todas amantes del modelo sociopopulista, todas con poca preocupación por la seriedad económica y con mucha sumisión a la corrección política, varios países, con algún guiño y tolerancia del gobierno supranacional, sigan intentando decidir a pura voluntad y a puro endeudamientos el valor de su moneda. Los resultados no cambiarán, y perecerán en esa lucha, arrastrando a sus sociedades a la miseria.
Ese supuesto poder que se les ha concedido a los bancos centrales, cuánto más omnipotente es, cuanto más minucioso, le ha hecho creer no sólo a la población, por conveniencia o descuido, sino aún a muchos eruditos, (cómodos en lo intelectual), que hay alguna clase de derecho de propiedad del país, del estado, del gobierno o del propio Banco Central (o del ente recaudador de impuestos) sobre los dólares de los individuos. Eso está desmentido hasta por los mismos códigos nacionales, que definen a toda moneda extranjera como un bien más. Pero a medida que las reglas se hacen diarias, histéricas, minuciosas, incumplibles, paralizantes, la tendencia es a creer que, por alguna razón, las papas, los fideos y los dólares pertenecen al país y no a los privados, y así son tratadas y reverenciadas las acciones de control que exceden la lógica. La AFIP, en 2019, envió 500.000 comunicaciones al azar preguntando a los contribuyentes si habían hecho durante 2018 alguna operación de compraventa de dólares. Y multó a todo el que no respondió.
Además de la grave acción de un acto de pesca, ¿con qué derecho lo hizo? Sin embargo. el efecto, aún entre los más fervientes defensores de la economía libre, fue enviar el mensaje de que se estaban cuidando “los bienes del país”.
Así como se le da valor de verdad a la afirmación miles de veces refutada de que “la riqueza produce pobreza”, se le da valor de verdad a la acusación de que los agricultores “contrabandean” su producción para evitar darle los dólares al Estado a 100 pesos, o a 65, si se resta, lo que en el mejor de los casos habla de un robo del Estado. De igual manera, se considera “fuga” a los dólares o futuros que vendieron tanto el macrismo como el peronismo, cuando el verdadero delito fue, quienquiera lo haya consumado, empeñarse en fijar un precio a la divisa y venderla a ese precio subsidiado.
Populistas y demagogos
Todo es funcional a los gobiernos populistas y demagogos, como se ha visto. Porque cuando se habla de que un país “no quiere devaluar”, o “devaluó” se está incurriendo en una deliberada y compasiva omisión. Porque con ese control se trata también de que el tipo de cambio no muestre la devaluación, no refleje casi al instante los excesos presupuestarios o de emisión en que cada Estado incurre. Que es otro problema de fondo que tiene para los tipos de La Nueva Clase el mercado libre de cambios: refleja al instante los efectos que la sociedad anticipa de cualquier medida de gobierno. ¿O no es eso lo que se llama presión cambiaria? A los gobiernos les molesta ese efecto de VAR que tiene un mercado libre de cambios. Cualquier estupidez se refleja al instante en el precio de las divisas. Algo fatal para los gobiernos de ganapanes que están acostumbrados a repartir al instante y corregir usando de buffer el atraso cambiario. Suponiendo que los beneficios son instantáneos y que “después se arregla” corrigiendo de a poco el tipo de cambio, artilugio que siempre falla.
Esta discusión absolutamente operada, injustificada, confiscatoria, atentatoria contra la propiedad y la libertad, que intenta hacer creer, aunque fuere simbólicamente, que los dólares son del estado, de la nación o del gobierno, cesa de inmediato si se deja de intentar controlar el tipo de cambio. No es muy diferente de la política peronista ancestral de alambre de fardo que intenta controlar los precios con leyes y prisión y crear un vasto sistema de inspecciones, multas, presentaciones de formularios con desglose de costos y márgenes, matrices de insumo producto y otras manifestaciones de prepotencia e ignorancia. ¿También se sostendrá que los productos son del país, y por eso hay derecho a controlarlos? Habrá que temblar cuando sostengan que el ADN tiene nacionalidad. La nacionalidad ha pasado a ser la nueva esclavitud fiscal en 2021.
Un político en boga sostiene que cuando asuma quemará el Banco Central, y eso le ha valido muchas adhesiones. Pero no debería quemarlo para evitar que emitiese moneda local, que podría hacerse vía otra repartición. Debería quemarlo para que no intentase fijar el valor del dólar y luego hacer todo tipo de piruetas para creerse su propia mentira.
Y este pequeño chascarrillo sirve para recordar a quienes han levantado la bandera del liberalismo que no hay sistema liberal posible con control cambiario en ninguna de sus formas. Finalmente, es el precio más importante de la economía: el de la propia moneda. Y no se trata de un dogma. Se trata de un principio elemental, del derecho de propiedad. Aceptar que un estado, o peor, un gobierno, fije ese precio, es, además del comienzo de un desastre inevitable, un robo. Evitarlo bien valdría aportar algunos fósforos, o algo de fósforo. Y suavizar la crítica en nombre de complacer a un votante, no merece comentarios.
La divisa, el dólar, es del que lo ganó o lo compró. Salvo que se trate de los dólares que depositaron las instituciones del Estado, o alguna otra víctima igualmente cautiva, por conveniencia, por obligación o por miedo.