En el decimoquinto año de su pontificado, en 1993, Juan Pablo II concretó un proyecto postergado: escribir una encíclica dedicada a explicar los fundamentos de la teología moral. Venía madurando esa idea desde hacía al menos seis años. Lo había anticipado, por ejemplo, en la carta apostólica Spiritus Domini, de 1987, escrita con motivo del segundo centenario de la muerte de San Alfonso María de Ligorio, maestro de la moral católica. Si postergó su redacción fue, en parte, porque quiso que antes viera la luz el compendio del Catecismo de la Iglesia católica, con el que este texto dialogaría. Firmada, finalmente, en la fiesta de la Transfiguración del Señor el 6 de junio de 1993, esa gran encíclica que fue Veritatis Splendor fue una respuesta al riesgo creciente de que las verdades fundamentales de la doctrina católica terminaran deformadas o negadas por numerosos teólogos. Un daño que ya estaba a la vista. Tanto era así que no dudaba en hablar de una verdadera “crisis”, porque lo que había empezado, en sus palabras, como “contestaciones parciales y ocasionales”, había dado paso, a esa altura de los acontecimientos, a un clima de desconfianza y rechazo global y sistemático contra el patrimonio moral de la Iglesia.
Ese clima de rechazo, Juan Pablo II lo atribuía a corrientes de pensamiento que buscaban emancipar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Una mentalidad que veía extenderse incluso en seminarios y facultades teológicas.
MUY ACTUAL
Treinta años transcurrieron desde la aparición de esa encíclica y el paso del tiempo no ha hecho más que demostrar que el valor doctrinal de ese documento resulta más actual que nunca. Porque la rebeldía de los teólogos, en medio del subjetivismo y el relativismo imperante, no ha dejado de extenderse en estos años. Hasta el punto de que el rechazo a la doctrina tradicional sobre la ley natural, la negación de que los preceptos tienen un carácter universal, y la convicción de que se puede tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva, han escalado dentro de la propia Iglesia hasta alcanzar, como nunca antes, a su más alta jerarquía, empeñada hoy, también ella, en sumarse a la rebelión contra este documento del pontífice polaco y, en última instancia, contra la verdad misma.
ANTIDOTO
Este aniversario puede entonces servir, providencialmente, como un nuevo llamado a la reflexión, como una ocasión de volver a la sana doctrina, como un antídoto frente a la confusión del presente. Algo tanto más importante cuando está en marcha en estos días una preocupante Asamblea General del Papa con obispos de todo el mundo en el Vaticano que ha sido descrita como una "caja de pandora", de donde se espera que surjan más cuestionamientos e innovaciones en diversos asuntos morales.
La décima encíclica de Juan Pablo II, que por todo esto cobra súbitamente otra vez actualidad, no fue una exposición de las enseñanzas morales de la Iglesia -que para eso está el compendio del Catecismo- sino una reflexión sobre las cuestiones de fondo: la relación entre libertad y verdad, entre libertad y naturaleza, entre la conciencia y la ley. Una reflexión, en definitiva, sobre la raíz última que hace que un acto humano sea moralmente bueno. Meditación que se alimenta de las enseñanzas de la Sagrada Escritura, las de Santo Tomás de Aquino y la Tradición viva de la Iglesia.
El Santo Padre presenta el fundamento de la teología moral en un horizonte amplio, lejos de rigorismos y casuísticas. Explica que la verdad no solo ilumina la inteligencia, sino que además puede modelar la libertad del hombre, que así es ayudado a conocer y amar al Señor.
En este sentido, Wojtyla recuerda que la Iglesia, iluminada por la palabra del Maestro, cree que el hombre está llamado a la salvación mediante la fe en Jesucristo y que se santifica obedeciendo a la verdad. Claro que, reconoce, esa obediencia no siempre es fácil. Y admite que la capacidad del hombre para conocer la verdad puede estar, también, ofuscada por las tinieblas del error o del pecado. Lo que, a su vez, debilita su voluntad para someterse a ella.
SENTIDO DE LA VIDA
El mensaje de esperanza que trae Juan Pablo II es que, aún en medio de las tinieblas, el hombre conserva en el fondo del corazón algo de esa luz de Dios creador, una nostalgia de la verdad, una búsqueda del sentido de la vida, presente y futura, que además puede ver que existe una relación íntima entre una y la otra.
El punto de partida de las reflexiones del Santo Padre, desarrolladas en tres capítulos, es una penetrante meditación sobre el diálogo que entabla el joven rico con Jesús, de acuerdo con el relato de san Mateo, y que empieza con la pregunta: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”. De la hermosa exégesis que se nos propone a continuación surgen cuestiones medulares sobre el tema. La primera de todas es que la pregunta del joven está orientada a la consecución del Bien absoluto, que es algo que atrae a todo hombre y que es, en realidad, un eco de la llamada de Dios.
En este sentido, Juan Pablo II resalta que la pregunta, y la respuesta de Cristo, que es aclararle que “uno solo es el Bueno” y que lo que debe hacer es cumplir los mandamientos, permite penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprenderla.
Así, por ejemplo, el Santo Padre hace notar que en la pregunta del joven está ya la intuición de que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Y apunta también que, en la respuesta de Jesús está contenida la ligazón que hay entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos, y entre aquella y el seguimiento de Cristo, que es el “fundamento esencial y original de la moral cristiana”.
CAMINO DE PERFECCION
Se trata, pues, de un camino de perfección que supone mucho más que el mero cumplimiento legalista de los mandamientos, que sería apenas la primera etapa de ese recorrido.
Del razonamiento surge con claridad por qué es necesario que el hombre de hoy vuelva su mirada a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Del mismo modo que aparece con claridad cómo la debilidad del hombre, herido por el pecado, restringe su libertad, lo esclaviza. Esto es así porque, alejado de Dios, no gana libertad, sino que la pierde. Es la famosa diferencia entre la “libertad de los hijos de Dios” y la libertad como pretexto para la carne.
Sobre lo primero, es decir, la necesidad de volver la mirada a Cristo, la explicación de la encíclica es que “no se trata solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino” (19). Es el llamado a imitar el amor de Jesús al Padre y a los hombres, que es total, hasta el extremo de dar la vida.
Respecto de lo segundo, es decir, la imposibilidad para el hombre de imitar y revivir el amor de Cristo por sus solas fuerzas, el texto nos introduce en la relación de reciprocidad que existe entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Es lo que San Agustín resume, de modo magistral, así: “la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley”.
El segundo capítulo está dedicado al discernimiento de una serie de tendencias peligrosas de la teología moral en la cultura contemporánea.
Se ocupa primero de las tendencias que debilitan la dependencia de la libertad con respecto a la verdad, porque piensan que el sometimiento a normas no creadas por el hombre -como la “ley natural”- sería incompatible con su dignidad.
LA CONCIENCIA
Luego se adentra en la relación que hay entre la conciencia y la verdad. Hermosos son, especialmente, los pasajes referidos a la conciencia como “el espacio santo donde Dios habla al hombre”, y también aquellos en los que se alude a su posibilidad de un error de juicio, incluido el caso de la “ignorancia invencible”.
Entre muchos otros postulados, se examinan los de aquellos autores que, interesados en revisar la relación entre la persona y sus actos, quieren introducir una distinción entre la “opción fundamental” del hombre y “los comportamientos concretos”. Y también se analizan las teorías éticas llamadas “teleológicas” (proporcionalismo, consecuencialismo), que ponen la moralidad en la intención, como si eso bastara, olvidando que la moralidad del acto humano depende sobre todo del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada.
En este repaso de errores se colocan bajo el microscopio diversas corrientes de cuño subjetivista e individualista, como las que atribuyen a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, desasida de la exigencia de la verdad; o también las que postulan la completa autonomía de la razón y así pretenden erigir una moral solamente humana; o bien aquellas que quieren distinguir entre “un orden ético” mundano y “un orden de la salvación”, lo que lleva a negar la universalidad de la moral.
Luego de analizar estas tendencias, el último capítulo señala la importancia de la moral para la sociedad, sin la cual se facilitaría la destrucción de la convivencia y los atropellos a la dignidad humana. Y apunta a la razón última de todas las rebeldías: porque deja constancia de que la separación radical que se quiere introducir entre libertad y verdad es consecuencia de otra dicotomía anterior, y más grave, entre fe y moral.
En la encíclica -que invoca con mayor abundancia al Concilio Vaticano II, aunque también cita a Santo Tomás de Aquino, San Ambrosio y San Agustín- hay un reconocimiento explícito del Santo Padre de que la cultura contemporánea, impregnada de un relativismo y un secularismo creciente, que impulsa a vivir como si Dios no existiera, ha hecho que la noción de la verdad desapareciera de la vista del hombre, que así muchas veces ya no sabe ni quién es, ni a dónde va. “La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía solo en la libertad, desarraigada de toda objetividad”, señala.
Juan Pablo II identificaba allí la misión de la Iglesia: no quedarse en la mera denuncia o el rechazo de estas teorías, sino “guiar con amor a todos los fieles” en la formación de su conciencia moral. Demostrar que la integridad y la radicalidad de la vida cristiana no es un mero ideal sino algo a lo que están llamados todos los hombres y que es posible con ayuda de la gracia.
UNA PRAXIS
El entonces cardenal Joseph Ratzinger, al presentar el texto, dijo que el documento tenía una doble motivación. Por un lado, un motivo interno, ligado al mismo fin del cristianismo: enfatizar que la fe no es pura teoría, sino un “camino”, es decir, una praxis. “La fe, que incluye la moral, es antes que nada una determinada manera de vivir”, por la que los primeros cristianos se diferenciaban de los otros en el mundo antiguo. Y por otro lado, habló de un motivo externo: señalar que la cuestión moral es hoy más que nunca una cuestión de supervivencia de la humanidad.
En esa presentación, Ratzinger manifestó que el tercer capítulo de la encíclica, donde se desarrolla la conexión que existe entre la conciencia y la ley, debía contarse entre los textos más significativos del Magisterio del siglo XX, lo que da una idea de su relevancia.
Cuando fue publicada tres décadas atrás, la encíclica despertó críticas de un amplio rango de teólogos progresistas que vieron peligrar sus esfuerzos para someter las enseñanzas morales católicas a un encuadre más “humano” o “compasivo”, donde esas enseñanzas pudieran evolucionar, o acomodarse a circunstancias culturales, comentó hace poco el arzobispo estadounidense Charles Chaput.
Esos mismos teólogos, que ahora son académicos de la Iglesia y pastores -apuntó-, todavía buscan formas de evadir esas enseñanzas. Y así, según su acertada apreciación, el debate actual en la Iglesia sobre materias como la identidad sexual, la conducta sexual, la comunión de los divorciados en nueva unión civil, o la naturaleza de la familia, exhuman las ambigüedades y aproximaciones flexibles a la verdad que la encíclica había enterrado.
El hecho de que se haya permitido florecer esos debates hasta “hacer un lío” y confundir a los fieles, está -como bien dice el arzobispo- entre las notas más deplorables del actual pontificado.
En efecto, hoy una parte muy visible de la Iglesia ya no quiere proponer esa radicalidad de vida de la que habla Veritatis Splendor. Este abajamiento habla de un doble desprecio: hacia el hombre, a quien ya no se ve en capacidad de aspirar a la perfección y, peor aún, hacia el poder de la gracia para elevarlo.
¿Cómo no reparar en la dramática paradoja de que ahora sea también la Iglesia la que tienta al hombre para que aparte su mirada del Dios vivo? ¿Cómo no dolerse ante la triste realidad de que la propia Iglesia sea la que priva a los fieles de la luz verdadera que ilumina la mente para sumirlos en las tinieblas? ¿Cómo no meditar en lo que todo eso puede significar y que nos fue anticipado? Si todo eso compromete, en definitiva, la salvación del cristiano y la supervivencia de la humanidad entera.