El domingo Karina Mariani se ocupó con lucidez de la envidia y el odio al éxito ajeno, como una actitud de vida que pretende eliminar el mérito, el talento y el esfuerzo y desear el fracaso de quienes merecen triunfar en cualquier dimensión del quehacer social merced a esos atributos.
Donde más se refleja esa enfermedad es en lo económico, porque ese éxito se monetiza de inmediato, provocando todavía más envidia y más reacciones. El dinero visibiliza el fracaso, odiarlo es primordial. (Hasta que se ponga de moda quemar los cuadros de Vermeer, Velázquez o Monet o algún pontífice latinoamericano decida cubrir con un par de manos de negro el techo de la Sixtina, para no estigmatizar a los inútiles)
Ese sentimiento de envidia, por algo un pecado capital, (perdón, Doctrina Social por la mención al Demonio) es originario y preexistente a la acción humana que es la base y el tejido mismo de lo que se llama economía. Pero como el miedo, el odio, la venganza, la envidia es un movilizador de emociones, que son las que dominan al individuo en cuanto comete el error de volverse masa, es decir, cuando se adhiere fervientemente a cualquier ideología, club de fútbol, partido, movimiento reivindicador de lo que fuera o simplemente se asusta, se siente inseguro, se enferma o puede enfermarse. Ahí se comporta como un rebaño anónimo y deja de razonar. (Leer a Philip Zimbardo)
Esa fragilidad emocional es la que usan los políticos populistas (casi todos, hoy) para conseguir votos y adhesiones. Al mismo tiempo, las masas urgen a los políticos para que les resuelvan instantáneamente esos conflictos básicos y bastardos, que confunden hipócritamente con necesidades. Porque los individuos, cuando devienen en masa, odian el éxito. Pero no los beneficios del éxito. Odian el mérito. Pero no los premios que acarrea. Odian a Apple, pero usan las Macs y los iPhones. Odian a los ricos. Pero ambicionan su riqueza. Odian las grandes marcas. Pero siguen a los influencers como borregos, creyendo que son líderes gratuitos. Lo que con tanta sencillez describiera Orwell en Animal’s Farm.
No se trata de un concepto nuevo. Se encuentra en todas las sociedades. Desde Caín y Abel, para los creyentes y para Saramago. Desde que las religiones inventaron a los dioses para oponerse al poder de los reyes. O desde que los reyes inventaron que su poder venía de los dioses. Fue la razón central del feudalismo, la razón de los genocidios y holocaustos, cuando los populistas se llamaban dictadores y tiranos.
También es importante el agregado del componente monetario. Las treinta monedas que caracterizan a esta simbiosis, (en el peor sentido psicológico del término) entre el demagogo y el pueblo consumidor de demagogia. Como el maná que cae del cielo, el reparto de dinero calma la envidia, y al mismo tiempo hace creer a la masa que ha llegado el momento de su redención, en que todos sus instintos serán satisfechos y atendidos, y que además gozará de los privilegios que hasta ayer tenían sólo los exitosos.
No es casual la evolución de la Iglesia, que necesita de la misma clientela que los gobiernos. Basta leer la encíclica Rerum Novarum y compararla con la de un siglo después, Centesimus Annus, de Juan Pablo II. En la segunda, la mitad del texto se dedicaba a explicar por qué el extraordinario alegato de Leon XIII contra el comunismo y cada una de sus posturas, y su explicación sobre la utilidad del capitalismo habían dejado de ser Palabra de Dios. Así como lemanjá fue permitida mimetizarse con la virgen en la iglesia brasileña, la Teología de la liberación preconizada por los obispos latinoamericanos, se metía para siempre en la prédica del catolicismo, que en la encíclica de Vojtila se ofrecía como claro sustituto del comunismo en la esperanza de las masas que buscaban la reivindicación instantánea y urgente, como si las bienaventuranzas fueran una promesa demasiado lejana. Además, Centesimus Annus relativiza el derecho de propiedad, uno de los pilares filosóficos de Rerum Novarum a la vez que confiere validez al término “Capitalismo salvaje”, que es la piedra argumental en la que se cimenta el ataque contra la empresa, el capital, el ahorro, los emprendedores y los creadores de riqueza. No muy distinto a cuando Pio XI había instalado el término Doctrina Social en su encíclica Quadragesimo Anno, de 1931, siguiendo la idea de la Justicia Social, que los jesuitas acuñaran 90 años antes.
Mientras, el comunismo veía el fracaso de su planificación central y desembocaba en la locura asesina de Stalin, que separaba padres de hijos para que no los contaminaran con sus ideas y crecía la fuerza de las ideas liberales. Un par de pensadores italianos de signo opuesto hacen una gran contribución para instalar el doble concepto de que la riqueza es la culpable de la pobreza, gracias a la cual existe, y luego, de que la pobreza es función de la desigualdad. Uno es Antonio Gramsci, autor de la teoría de la hegemonía cultural. Que proponía un camino distinto a Stalin. Fue él quien predicó la idea de que, para vencer la penetración cultural del capitalismo había que librar una lucha cultural. Desbaratar su educación, quitándole sus contenidos que calificaba de imperialistas y transformarla en un vehículo de propaganda del igualitarismo. Lo que logró al captar los sindicatos docentes, hoy casi globalmente en manos de sus seguidores trotskistas, incluyendo a Estados Unidos.
Hizo lo mismo con la prensa. Es el padre de la corrección política que paraliza el pensamiento, y aún en los pocos casos en que no interviene la ideología o la coima, impide la defensa de las ideas, las descalifica, ridiculiza, demoniza y hasta escarnece a quienes lo intentan. Cualquier tuitero lo ha padecido.
El otro es Conrado Gini, brillante ideólogo fascista creador del coeficiente que lleva su nombre y que se usa mundialmente para medir la inequidad, aún cuando no mide nada. Se ha usado repetidamente para intentar demostrar el fracaso del capitalismo y el éxito del chavismo, por ejemplo, aunque nada tiene que ver con la pobreza ni con la equidad. Es maravilloso que no haya sido denostado por más economistas serios que aún lo citan, junto a todos los entes burocráticos internacionales.
Instalado esos conceptos básicos desde lo político, lo religioso, lo ideológico, lo periodístico y la prédica de los entes supranacionales, con la ayuda del manoseo de las estadísticas en los países más pobres, el trabajo estaba casi hecho. Las evidencias empíricas abrumadores sobre la supremacía del capitalismo en la reducción de la pobreza fueron sistemáticamente ignoradas y en su lugar se habla ahora de la equidad, una pirueta para cambiar de problema. Ya no importan los pobres sino la igualdad. Aunque toda la sociedad termine en la ruina.
La evolución natural de esas ideas fue la más populista y la más letal: recurrir al impuesto en todas sus formas. Y, sobre todo, el ansiado impuesto a la riqueza. O sea, el impuesto al ahorro, base del capital y del bienestar. Otra lucha dialéctica, porque cuando se habla de gravar la riqueza improductiva, se desconoce deliberadamente que ese ahorro es el que financia los emprendimientos, el trabajo, el progreso y el bienestar. Otra vez se vuelve a Hayek: los burócratas creen saber mejor que el individuo dónde éste tiene que invertir su dinero. Con lo que se mata el concepto de eficiencia de la inversión, o de optimización en la asignación de recursos. Mortal para el bienestar de los pueblos. Además de matar la propiedad y la libertad.
Economistas supuestamente doctos, finalmente burócratas universitarios, como Piketty, Stiglitz, Sachs, Touraine, se han abanderado con la redistribución instantánea de la riqueza. Escriben libros con muy poco sustento casuístico serio, como Piketty, y hasta proponen un impuesto mundial, (que seguramente terminaría siendo manejado por una computadora burócrata) para repartir esa riqueza entre los pobres. Un compendio de ineficiencia que habla muy mal de la formación que ostentan con orgullo y que probablemente dañe a los países de mayor seriedad presupuestaria, además de dañar la libertad y el crecimiento.
La tecnología, y ahora la pandemia, abonan la siembra de populismo y de instantáneo reparto de dinero ajeno. La perdida de empleos no será interpretada como una destrucción creativa schumpeteriana, base de la grandeza americana. Será suplida por un sueldo universal. Más equidad imposible. El que no trabaje ganará lo mismo que el que trabaje. O más, como ocurre en Argentina. La tasa de interés mundial es cero, otro mecanismo estúpido de mala asignación de recursos, con consecuencias trágicas. Y si todo falla, otros universitarios laureados han inventado la MMT, Modern Monetary Theory, un paradigma que asegura que se puede emitir sin inflación. Duerma si puede.
Billonarios en dólares han planteado su apoyo a estas teorías. Se entiende: sus empresas necesitan estos consumidores. Se autodenominan filántropos: Soros, Buffet, Gates, Slim y otros. Habrá que pedirles que desarmen las fundaciones donde tienen su fortunas para ponerlas a cubierto de cualquier impuesto a la riqueza o a la herencia. Son filántropos panelistas mediáticos. Sin darse cuenta, desprestigian al capitalismo, que pese a todo sigue siendo el único sistema capaz de producir riqueza.
Hay dos párrafos que definen muy bien este momento:
“Para remediar la injusta distribución de la riqueza y la pobreza de los trabajadores, se fomenta la envidia contra los ricos y se lucha para eliminar la propiedad privada, alegando que los bienes de un individuo deben ser posesión de todos; pero sus argumentos son tan pobres que si se llevaran a cabo el trabajador sería el primero en sufrirlos. Esos argumentos son sobre todo enfáticamente injustos, porque robarían al dueño legítimo, distorsionarían la función del estado, y crearían una confusión absoluta en la sociedad.”
“Se abriría la puerta a la envidia, al insulto múltiple y a la discordia; se agotarían las fuentes mismas de la riqueza, porque nadie tendría interés en ejercitar su talento o su industria, y la igualdad conque sueñan sería la reducción de todos a una igual condición de miseria y degradación…. En consecuencia, si se pretende aliviar la condición de las masas, el primer y fundamental principio debe ser la inviolabilidad de la propiedad privada.”
Encíclica Rerum Novarum – SS Leon XIII - 1891