Por Bárbara Morelli
La Defensoría Nacional de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes ha sido una herramienta esencial para la protección de los derechos de uno de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad. Sin embargo, su desempeño está en el centro de controversias, especialmente en lo que respecta a la gestión de Marisa Graham. En una coyuntura de creciente preocupación por la vulneración de los derechos de los niños en todo el país, la continuidad de una figura como Graham al frente de la Defensoría se presenta como una amenaza a la garantía de los derechos de los menores.
En primer lugar, la falta de una conducción idónea y comprometida con las problemáticas reales de los niños y niñas es palpable. Si bien sabemos que el trabajo en una institución tan vasta como la Defensoría no es tarea sencilla, también es cierto que la existencia de una estructura bien organizada, un equipo capacitado y un liderazgo con la capacidad de tomar decisiones con base en hechos concretos puede marcar la diferencia. Lamentablemente, el manejo de la Defensoría bajo la gestión de Graham fue insuficiente, especialmente en lo que respecta a los casos más graves y visibles de maltrato infantil, abuso sexual, y sustracción de menores.
Los medios de comunicación, al estar limitados por la confidencialidad de los expedientes de familia, no siempre logran reflejar la magnitud de estos problemas. No obstante, los casos de filicidios, niños asesinados por sus propios padres, secuestros y explotación sexual de menores, siguen siendo una triste realidad que muchos prefieren no ver. La Defensoría, bajo la dirección de Graham, falló al no enfrentar estos casos con la gravedad que requieren. La invisibilidad de estas problemáticas en la agenda pública refleja una inacción alarmante.
Además, la negligencia frente a los derechos de los niños con discapacidad es aún más evidente. En un país donde la ley establece el derecho a la inclusión y a la atención integral, niños con necesidades específicas, como los que requieren acompañantes terapéuticos o maestros integradores, se ven privados de los apoyos fundamentales que necesitan para desarrollar su potencial. Es inadmisible que en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires, el trabajo de estos profesionales esté desvalorizado y mal remunerado, con sueldos que no cubren siquiera los costos básicos de transporte y comida. La falta de un nomenclador oficial que regule los salarios es una muestra más de la desprotección a la que están sometidos estos niños, y, lamentablemente, la Defensoría hizo oídos sordos a esta situación.
Una de las principales razones por las que Marisa Graham no debería renovar su puesto es su desinterés y falta de acción frente a la Ley 24.270 del Código Penal, que sanciona el impedimento de contacto entre progenitores y niños. Esta ley, que lleva más de 30 años en vigencia, ha sido ignorada sistemáticamente por la Defensoría. La negativa de Graham a reconocer la existencia de este problema facilitó que muchos niños sean víctimas de sustracción por parte de uno de los progenitores, sin que ninguna autoridad ponga freno a estas prácticas. El impedimento de contacto, que a menudo termina en casos de violencia y desapariciones de menores, sigue creciendo porque no hay un sistema judicial ni una Defensoría dispuestos a intervenir de manera efectiva.
El hecho de que la Defensoría no haya adoptado medidas para frenar la proliferación de casos de impedimento de contacto, y que no haya exigido el cumplimiento estricto de la ley, es una muestra clara de su ineficacia. Este vacío en la protección de los derechos de los niños permitió que muchas veces el sistema judicial se vea desbordado, dejando a los menores desprotegidos y a las familias sin recursos para hacer valer sus derechos.
La crítica a la gestión de Marisa Graham es más que justificada. Los derechos de los niños, niñas y adolescentes no deben estar supeditados a la inacción ni a la indiferencia. Es imperativo que la Defensoría, como institución encargada de garantizar esos derechos, recupere su papel de liderazgo y protección. Para ello, es necesario un cambio profundo en la forma en que se gestionan los casos y se priorizan las urgencias de los menores.
Es fundamental que se reconozcan los derechos de todos los niños, especialmente aquellos en situación de vulnerabilidad. El trabajo de los acompañantes terapéuticos y de los maestros integradores debe ser valorado y adecuadamente remunerado, y el derecho a la educación, a la salud y a una vida libre de violencia debe ser respetado por completo. La Defensoría debe convertirse en un actor clave para garantizar que estos derechos se cumplan, y eso solo será posible con una nueva conducción que se comprometa de verdad con la protección de los derechos de los niños y niñas de nuestro país.
* Abogada y presidente de la Fundación Morelli