Opinión
El rincón del historiador

Cristo en frac y galera: Una historia pascual

El hecho aconteció un siglo atrás en la Unión Soviética. En todo el país se estaba realizando una virulenta campaña de erradicación de la religión. En ese aspecto, el gobierno comunista desplegaba una enorme y siniestra inventiva. Por ejemplo, en plena noche pascual se montaban puestas teatrales donde se representaba en son de burla a distintos protagonistas de las Sagradas Escrituras. Pero en una de esas bufonadas sacrílegas ocurrió un suceso extraordinario. La historia fue atestiguada por muchos espectadores y quedó también documentada en el libro “El sol juega”, del escritor ruso Vasily Nikiforov-Volguin (1900-1941). La narración formó parte de su obra “Ay de tu Patria”, publicada en 1930.

Es importante subrayar que en los veintisiete relatos que conforman el libro, se describe solamente lo que el propio autor vió y vivió en persona: dramáticos hechos de la revolución comunista, la guerra civil rusa, el periodo de Lenin, el destino de los representantes del clero en tiempos de ateísmo militante, la persecución a los creyentes.

El escritor era originario de una aldea de la provincia de Tver. Su padre, de profesión zapatero, le había enseñado el oficio, pero luego de la revolución comunista se convirtió en periodista y literato. Un año después de la invasión soviética a Estonia, en mayo de 1941 el escritor fue arrestado por la NKVD - la Gestapo de Stalin - y el 14 de diciembre de ese año fue fusilado por supuestamente “pertenecer a organizaciones monárquicas y editar libros de contenido calumnioso antisoviético”.

CONTRA LA PASCUA

La lucha contra la celebración de la Pascua estuvo pensada por el Kremlin a gran escala. Durante toda la Semana Santa, en los lugares más céntricos y transitados de la ciudad de Moscú, se podían ver enormes pancartas desde las cuales se llamaba a un evento el Komsomol, es decir la Unión de Jóvenes Comunistas: “La Pascua del Komsomol. Justo a las 12 de la noche. La nueva comedia de Antón Ziumov “Cristo en frac”. En el rol principal, el actor del Teatro de Moscú Alexandr Rostovtzev. ¡Un abismo de risas! ¡Cascadas de ingenio!”

Antes del espectáculo, por las calles de la ciudad marchó una banda de música convocando al público. Delante de la orquesta, un corpulento mozalbete en hábito clerical coronado por el tradicional kamilavkion, llevaba un símil de pendón eclesiástico, donde se veía a Cristo con una galera en la cabeza. A los costados iban activistas del Komsomol portando antorchas. La ciudad se estremecía ante la horrorosa blasfemia. En toda la plaza del teatro, a través de altoparlantes, sonaba la radio: se transmitía una conferencia sobre “El vil rol del cristianismo en la historia de los pueblos”.

Finalizada la conferencia, en las escalinatas del teatro se ubicó un coro del Komsomol y al son de acordeones estalló un aire bailable con letra antirreligiosa.

La multitud reunida bramaba, chillaba, chanceaba, rechinaba los dientes, rugía. “Canten algo más, canten sobre la Virgen”, arengaban los organizadores.

El teatro estaba colmado. La primera escena representaba un altar, sobre el cual había botellas de vino, licores y bocadillos. Alrededor, sentados en altos taburetes, personas vestidas con hábitos sacerdotales brindaban haciendo chocar sus cálices. Un actor disfrazado de diácono tocaba la armónica. Sentadas en el suelo había monjas jugando excitadas a las cartas. La sala explotaba de carcajadas. Uno de los espectadores se descompuso. Mientras lo sacaban, gruñía como un animal y lanzaba risotadas, con el rostro pálido y transfigurado. Eso divertió aún más al público.

LO IMPENSADO

En el entreacto un animador anunció: “Esto es solamente el aperitivo, esperen, ya van a ver, en el segundo acto saldrá a escena Rostovtzev y se van a descostillar de risa…”.

Al descorrerse el telón, recibido por una ovación frenética, salió a escena el célebre artista. Lucía una larga túnica blanca y su rostro maquillado pretendía asemejarse al de Cristo. Llevaba en sus manos un Evangelio con encuadernación dorada. De acuerdo al guión, debía leer versículos del Sermón de la Montaña.

Pausada y solemnemente se acercó al atril, apoyó el Evangelio y con voz gruesa comenzó a leer: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos, Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados…”.

Aquí debía haberse detenido, porque tenía que pronunciar un monólogo acusador, terrible por su grado de blasfemia, culminándolo con las palabras: “Pásenme el frac y la galera!”. Pero imprevistamente el artista se quedó mudo.

Su silencio se tornó tan prolongado, que comenzaron a chistarle desde bambalinas, hacerle señas, soplarle la letra, pero él seguía inmóvil, en estupor, no escuchaba nada.

Finalmente, se estremeció y miró con pavor el Evangelio, abierto frente a él. Sus manos tironeaban nerviosamente la túnica, su rostro cruzado por espasmos. Su vista se fijó en el Nuevo Testamento y primero en un murmullo, y luego a toda voz, siguió leyendo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados, Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”.

SILENCIO SEPULCRAL

¿Habrá sido el poder de la voz cautivadora del actor, la seducción de su famoso nombre artístico, la nostalgia de la gente por esas palabras del Sermón de la Montaña perseguidas y escupidas en la Unión Soviética, o la imagen de Cristo vivo que quizá se le apareció a los presentes, convocada por la sacrílega reencarnación del artista? Lo cierto es que en el teatro se enseñoreo un silencio sepulcral. Y ese silencio fue atravesado por las palabras de Cristo pronunciadas por el actor: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.

Rostovtzev terminó de leer sin que nadie se moviera en la sala. Detrás de bambalinas comenzaron a resonar pasos y escucharse ahogados murmullos. Algunos decían que el artista estaba bromeando, que esa era su vuelta de tuerca preferida y que en cualquier momento le iba a volar la cabeza al público con un remate blasfemo inesperado, que desataría un ataque homérico de risa.

Pero en el escenario ocurrió algo insólito. Y de eso se habló después en toda la Unión Soviética. Rostovtzev se persignó, con una señal de la cruz parsimoniosa y amplia, y pronunció: “Acuérdate de mí Señor, cuando vengas en tu reino”. Quiso decir algo más, pero en ese instante bajaron la cortina.

Unos minutos más tarde, el animador anunció al público: “Por razones de la imprevista enfermedad del tovarisch Rostovtzev, nuestro espectáculo de hoy se cancela”.