Si hemos de creerle a Harold Bloom, los tres principales novelistas de lo que él llamaba la Edad Caótica, es decir, el siglo XX, descendían de un mismo escritor, Joseph Conrad, de cuya muerte se cumplieron ayer cien años.
Estos tres novelistas eran los estadounidenses Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner. Y cada uno, para disimular su “angustia de la influencia”, había compensado esa carga acudiendo al magisterio más próximo de un escritor de su propia tierra: Mark Twain en el caso de Hemingway, Henry James en el de Fitzgerald, y Herman Melville en el de Faulkner.
Una idea cautivante, que Bloom podría haber reforzado si ampliaba la extensión del linaje fundado por Conrad (1857-1924). Es que sin él tampoco podría entenderse a Ford Madox Ford, con el que llegó a escribir obras en colaboración. Y tal vez no habrían existido las mejores novelas de André Malraux, ni las del primer Graham Greene, que en algún momento decidió preservarse de un influjo que consideraba demasiado potente y contagioso.
Si a través de Greene más tarde Conrad engendró a John le Carré y a varios de sus imitadores, también consiguió fecundar al boom latinoamericano de García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa valiéndose de Faulkner.
Ramas de un árbol genealógico que llega hasta nuestros días: basta con preguntarle al devoto conradiano que es Arturo Pérez-Reverte.
Todo ellos y sus lectores estuvieron y estarán en feliz deuda con el peculiar marino polaco que hacia fines del siglo XIX abandonó la navegación para dedicarse a la literatura con inesperada genialidad.
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Conrad fue un “late-starter”, un debutante tardío en el oficio literario. Publicó su primer libro al borde de los 38 años, cuando dudaba todavía si debía renunciar a la marina mercante inglesa en la que había trabajado durante dos decenios.
Sus dos novelas iniciales (La locura de Almayer y Un paria de las islas) recibieron críticas en gran medida positivas; a partir de la tercera, El negro del ‘Narciso’ (1898), sus temas y su estilo se consolidaron, y el ambiente cultural británico lo aceptó como uno de sus más grandes escritores. El marino ya no volvería a embarcarse.
En pocos años entregó a la imprenta una sucesión de relatos y novelas, todas obras maestras, que lo convertirían en clásico: “Una avanzada del progreso”, “Karain”, Lord Jim, El corazón de las tinieblas, “Juventud”, Tifón. Historias originales tejidas en torno a la vida realista y simbólica de los marineros y sus buques, situadas en entornos exóticos (el archipiélago malayo, el Congo, el océano Indico, las Indias Orientales), pobladas de personajes misteriosos, aislados, reconcentrados y memorables.
Su mayor virtud estaba en la ambiciosa construcción literaria. Conrad fue el gran maestro de la narración oblicua, indirecta, encarnada en narradores intermediarios como el inolvidable capitán Charles Marlow, que hizo su debut en “Juventud”. De ese modo logró perfeccionar el recurso del relato enmarcado, propio de los cuentos populares, hasta dotarlo de la compleja ambigüedad que abrazarían los posteriores representantes del modernismo literario anglosajón de comienzos del siglo XX.
Lo hizo con un estilo personal, inconfundible, y mediante un refinado y sostenido esfuerzo por describir situaciones y personajes con vividez extraordinaria. “Mi tarea -escribió en el prefacio a El negro del ‘Narciso’-… es por el poder de la palabra escrita hacer que oigan, hacer que sientan y, sobre todo, hacer que vean”.
La singularidad de esta nueva voz fue reconocida desde el principio en la Inglaterra que dejaba atrás la era victoriana. Su obra no tardó en ser calificada de “genial” y varios de los colegas más ilustres en todo el mundo de habla inglesa se rindieron ante sus méritos, bien que no sin algún desconcierto.
Edward Garnett, John Galsworthy, R. B. Cunninghame Graham, W. H. Hudson, Stephen Crane, Hugh Walpole, Bertrand Russell y hasta el exigente y alambicado Henry James buscaron su amistad con curiosa admiración. Ford Madox Ford (que entonces usaba su apellido real: Hueffer) le propuso que escribieran juntos dos obras que aparecieron en 1901 y 1903, y dejó para la posteridad una semblanza elocuente, aunque no siempre exacta, de la experiencia. H. G. Wells reseñó sus primeras novelas con elogios entusiastas y algún reproche que repetirían otros (objetaba que Conrad quisiera contarlo “todo”, olvidando que a veces es mejor dejar cosas sin escribir). Arnold Bennett, otro admirador que conocía el paño, estampó su asombro sin medias tintas tras leer El negro del ‘Narciso’: “¿De dónde sacó ese estilo y esa forma sintética de acumular una impresión general y comunicárnosla? No sólo su estilo sino también su actitud me afectaron hondamente. Es tan consciente de ser un artista.”
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Conrad se llamaba Józef Teodor Konrad Korzeniowski y había nacido el 3 de diciembre de 1857 en la Ucrania polaca.
Su padre, Apollo Korzeniowski, influencia decisiva, era poeta y traductor (vertió a Shakespeare y Victor Hugo, entre otros), y un patriota insurrecto contra el dominio de la Rusia imperial.
En 1862 el niño marchó con sus padres al exilio en territorio ruso. Tres años después murió la madre, y en 1869, el padre. Por poco tiempo el joven huérfano quedó al cuidado de un tío atento y algo demandante. La tutela terminó en 1874, cuando el futuro escritor, que no tenía 17 años, partió a Marsella para ingresar en la marina mercante francesa.
En 1878 ocurrió un episodio que hace más de un siglo desorienta a los biógrafos: Konrad quiso matarse con un balazo que no le causó heridas graves. Había acumulado deudas de juego y consiguió salir del aprieto gracias a la ayuda del tío providencial, que hizo una breve reaparición. Pero el destino del muchacho estaba en el aire. Rusia no quería renovarle el pasaporte y exigía su repatriación para que cumpliera con el servicio militar. Acorralado, halló una vía de escape enrolándose en la marina mercante británica.
Durante los siguientes 15 años llevó la azarosa vida de un marino en navíos que transportaban mercancías por medio mundo. Era la época de transición entre la navegación a vela y la de vapor. Un cambio impulsado por razones económicas que el novel tripulante nunca dejaría de lamentar. Para él la navegación era un arte y una significativa “lucha sin ayuda con algo mucho más grande que uno mismo”.
En 1886 Józef Konrad obtuvo la ciudadanía británica; en 1888 comandó un buque por primera y única vez, el Otago. Pero la literatura ya lo rondaba: al año siguiente empezó a escribir con gran esfuerzo lo que se convertiría en La locura de Almayer.
Uno de sus últimos destinos como marino lo llevó en 1890 al Congo belga: la experiencia duró apenas cinco meses pero le regalaría el escenario y los personajes para el más famoso, comentado y discutido de sus libros: El corazón de las tinieblas.
El año decisivo fue 1894: en enero abandonó su último puesto en la marina mercante; en abril concluyó el manuscrito de La locura de Almayer; en octubre el libro fue aceptado por la editorial Unwin, que lo publicó al año siguiente. Junto con esa novela inaugural nació el seudónimo con el que se consagraría: Joseph Conrad.
Ya encaminado en la vida de escritor y de súbdito británico, en 1896 se casó con Jessie, una mujer 16 años menor que le daría dos hijos.
Wells, que lo conoció poco después, estampó esta descripción algo impiadosa: “Era más bien pequeño y de hombros redondos; la cabeza se le hundía en el cuerpo. Tenía una cara oscura y recogida, con la barba en punta, cuidadosamente arreglada; su frente estaba inquietantemente arrugada y sus ojos eran inquietantemente negros; los gestos de sus manos y de sus brazos partían de los hombros y eran singularmente orientales… Hablaba el inglés de una manera extraña; no mal. Solía intercalar palabras francesas, especialmente cuando discutía cuestiones culturales o políticas, pero de una manera muy rara. Había aprendido a leer el inglés mucho antes que a hablarlo y pronunciaba mal ciertas palabras familiares. No usaba bien ciertos verbos. Cuando hablaba del mar su terminología era excelente, pero cuando discutía asuntos que le eran menos familiares, no encontraba las palabras exactas”.
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A partir de Nostromo (1904), las obras de Conrad se trasladaron del mar a la tierra, y de Oriente a Occidente.
Su intensa recreación imaginativa de las personas y anécdotas que había conocido como marino dejaron paso a la invención literaria de mundos que jamás había transitado: el anarquismo fanático y chapucero de El agente secreto (1907), el siniestro ambiente revolucionario ruso en Bajo la mirada de Occidente (1911).
Los biógrafos coinciden en que detrás del cambio hacia ciertas formas del melodrama estaba también la necesidad de conseguir éxito comercial, un viejo anhelo que el escritor no se preocupaba de ocultar.
Desde sus inicios literarios Conrad gozó del favor casi unánime de la crítica inglesa, pero la popularidad le había sido esquiva. La obtuvo por fin con Azar (1913), el más vendido de sus libros, una historia de amor en la que atendía el reclamo de quienes le reprochaban que a sus relatos de marineros le faltaban “trama y vestidos”. Victoria (1915), la última de sus grandes novelas, significó una tardía profundización por ese camino.
“Hacia 1923, cuando Conrad hizo una visita a Estados Unidos, era ya un autor de éxito, famoso en Inglaterra y del otro lado del Atlántico”, escribió Norman Sherry, uno de los grandes expertos de su obra.
Con veinte años de demora estos aplausos habrían de fortalecer el ánimo de un artista tan minucioso como inseguro. Aunque fingía indiferencia, Conrad era sumamente sensible a las críticas y suplía con exagerada laboriosidad los frecuentes atascos creativos en los que se hundía. “Pero no deberíamos suponer que Conrad sólo se volvió quejoso en la vejez; porque hasta donde sabemos, el tormento de escribir y la disconformidad con los resultados fueron sus características desde el comienzo”, observó el crítico Ian Watt.
En 1910, tras concluir Bajo la mirada de Occidente, sufrió una crisis depresiva y un colapso nervioso que paralizó su producción literaria; este derrumbe pasajero tal vez estimuló el giro hacia unos temas y unas formas más accesibles al lector común.
Pero el mar, su primer amor, no desapareció de su mente creativa. Los dos últimos libros que publicó en vida, Salvamento (1920), cuya primera versión databa de 1896, y El pirata (1923), retomaban con gesto nostálgico los escenarios navales y sus personajes característicos. Fueron dignos cantos de cisne, apuntó Jocelyn Baines, uno de sus mejores biógrafos.
Conrad pasó los dos últimos años de su vida aquejado por distintas enfermedades contraídas o agravadas en su etapa aventurera, y cada vez más apenado ante la muerte de amigos queridos. Estas despedidas lo dispusieron para su propia partida, que ocurrió el 3 de agosto de 1924 tras sufrir dos infartos en su casa. Aunque llevaba mucho tiempo alejado de la fe de sus mayores, pudo recibir al menos un funeral católico.
Desde joven Conrad había cultivado una concepción catastrófica de la vida; de ahí que salvo contadas excepciones, en sus obras casi no se encuentren finales felices. El marino escritor creía que la fatalidad gobernaba el mundo y era escéptico ante toda forma de mejora: fue por ello antidemocrático, antisocialista y un reaccionario convencido de la maldad intrínseca del espíritu revolucionario.
Si durante algunos años encontró consuelo en la marina mercante fue por su sentido de pertenencia, escribió Baines, y por la solidaridad de un oficio (de un arte en realidad) que “demandaba una constante inmersión en detalles prácticos”. Después sustituyó esa hermandad por el impulso creativo y la práctica literaria que no traicionara sus convicciones personales y artísticas. Su credo pudo haber sido el siguiente: “El mundo descansa sobre un puñado de ideas simples, entre otras, la idea de Fidelidad”.