En la semana que termina el famoso (que no es sinónimo de prestigioso) New York Times, publicó un artículo explicando que, tras la pandemia, no sólo hay mucha gente que prefiere trabajar en su casa, sino que hay quienes prefieren dedicarle a su tarea menos horas que antes, y hasta quienes han decidido que es mejor no trabajar, directamente. Algunos artículos similares se han publicado en otros diarios, también en el famoso (que no es sinónimo de prestigioso) The Economist, el Financial Times y una larga lista. Hasta el propio Wall Street Journal tuvo que decir algo similar.
“Bueno”- diría escuetamente un tuitero, seguramente recordando la tremenda admonición de Génesis 3.19, cuando Dios, (el Dios judío, el cristiano y el mahometano, para que no haya dudas) fulmina el pecado de soberbia de sus lodosas creaciones y expulsa a Adán del paraíso y entre otras cosas, lo condena a ganarse el pan con el sudor de su frente hasta que vuelva a la misma tierra de donde fue sacado. Como una Wanda de la época, su mujer, Eva, ideóloga de ceder ante la serpiente y representante de la primera criatura humana, sigue igual destino.
Muchos siglos después, Marx y Engels modificaron el pensamiento del Creador e inventaron la plusvalía, con lo que, por un breve tiempo, la consigna fue “proletarios del mundo, uníos”, de algún modo un nuevo pecado de soberbia, encarnado en el comunismo, que terminó, en su primera temporada, con un desastre económico, social, político y humanitario cuya puesta en evidencia estuvo a cargo de los cherubines de Ronald Reagan. Ello no sólo se debió a la ira sagrada, sino al pecado de soberbia económica del naciente socialismo imperial, que nunca comprendió ni aceptó la acción humana que es la esencia del comportamiento económico de la sociedad.
Como se pudo ver en temporadas siguientes de la serie, el comunismo fue adoptando distintos disfraces y formatos, con diferentes pieles que ocultaron por un tiempo su naturaleza real, como en la famosa serie V, Invasión extraterrestre, que los lectores memoriosos recordarán, probablemente con más precisión que al propio marxismo, dictatorial y asesino.
A partir de ese momento, pese a su ruinoso fracaso, y pese a los grandes pensadores en serio de la economía en su definición precisa de ciencia social, que sostuvieron que todo sistema de planificación central y populismo (los puristas pueden llamarlo como quieran si caen en la trampa de la autocorrección política) empieza siempre creando ciudadanos miedosos, cobardes, melifluos, resentidos, furiosos, enemigos de algo, vasallos feudales o atacados por un invasor invisible infaltable, que votan en consecuencia por cualquier redentor que prometa salvarlos o regalarles derechos y termina también siempre en algún formato dictatorial. Ese concepto tiene más pruebas y evidencias empíricas que la mismísima Biblia, Dios perdone a esta columna.
Así fue surgiendo el anarquismo, posteriormente travestido en sindicalismo, movimiento obrero que fue importante mientras defendía en las negociaciones a los trabajadores como único objetivo, que fue conveniente y oportunamente absorbido por el posmarxismo, en sus múltiples pieles de lagarto, como en la serie mencionada, y luego perfeccionado con el concepto de sindicato único por actividad, (una forma de colectivismo mortal para el trabajador) con la vuelta de tuerca decisiva de la central única sindical, que lo transforma en un partido político, o más bien en un poder político. Un gremialismo destructor de nuevos empleos.
Por supuesto que ese sindicalismo, junto con muchos políticos que quieren complacer en todo a sus votantes, una forma infalible de defraudarlos, está de acuerdo con la idea de trabajar mucho menos, o de no trabajar, o de percibir una renta universal sin contrapartida laboral. Lo que Dios no permitió en la Biblia, ahora hecho milagro: ganar el pan sin trabajar, y sin sudor, si se impone la lucha inútil contra el cambio climático, dos formas clarísimas de soberbia. Es cierto que la propia Iglesia Católica ha caído en ese pecado en varias de sus encíclicas de los últimos años, también en la misma línea de olvidarse del Génesis, acaso el primer tratado de economía de la escuela austríaca. Tanto el sindicalismo como la Iglesia son hoy profundamente estatistas. Pueden ponerle el nombre que quieran. Y por extensión, lo es el piqueterismo, un formato anticipado de Renta Universal, en que Argentina, como en el caso del colectivo, la birome, las huellas digitales y el dulce de leche, puede reclamar derechos de autor.
Está claro que cada uno tiene derecho a trabajar o no, a trabajar mucho o poco, a trabajar desde su casa, y también tiene derecho a peticionar a las autoridades en tal sentido. La columna ni siquiera condenará a sudar la gota gorda a nadie, ni a la frente de nadie, ni propondrá sanciones, castigos o fulminaciones a quienes piensen de ese modo. Lo que no se puede hacer, como no lo puede ni la democracia, ni la economía, ni el Papa, ni la ley Mosaica, ni Mahoma, es evitar las consecuencias que lo que se haga o deje de hacer tiene, tanto en lo personal como en lo colectivo, en el individuo, en su familia, en la sociedad toda.
Cuando se sueña con el reseteo y otras poluciones diurnas, como el Nuevo Orden Mundial, se está sosteniendo una opinión y un deseo. No una evidencia ni una certeza. Ni siquiera una presunción. Es posible que si hubiera un voto mundial triunfaría el concepto de reducir el trabajo al mínimo o a nada. Como también triunfaría el criterio de la tasa cero de interés, de la emisión monetaria como instrumento legítimo para apresurar el logro de la felicidad, del gasto público desaforado para lograr transformaciones que se sueñan buenísimas e imprescindibles de garantizar por el estado, como quieren el presidente Biden, sus seguidoras locales y sus correligionarias en las Orgas globales. Y muchos otros políticos, desesperados por conseguir la anuencia de sus votantes para seguir siendo la Oligarquía de La Nueva Clase. Y es preferible no incluir a los que van a salvar al mundo comiendo puré de gusanos, eliminando vacas y cerrando usinas atómicas y otras barbaridades dignas de 1984, porque ese es otro tema. O no.
Empero, aunque el 100% de la humanidad estuviera de acuerdo con esas simplificaciones y votara por alcanzar de inmediato, antes de 2030, la felicidad universal, eso no le daría la razón, ni le garantizaría la verdad, mucho menos el éxito. Por supuesto que si se decide negar sin ningún argumento la evidencia empírica y se acumulan frases y se mezclan con esperanzas, expectativas y se convierte en un derecho humano cualquier necesidad, es fácil, conveniente y popular creer esa premisa. Lo que, de nuevo, no quiere decir que sea factible.
Lo que antes fue execrado en el comunismo, ahora parece tener un consenso universal, ser una nueva teoría económica sin posibilidad de rebatirse, una nueva escuela a la que todos los políticos del mundo adscriben, porque lo que paga es mantener conformes a las masas. Es, una vez mas, el triste deber de esta columna, junto a otros equivocados que creen en la racionalidad, explicar que nada de eso pasará. Empezando por el bienestar, por la libertad que supuestamente se ganará al no trabajar, por el concepto de gratuidad universal que parece ser el nuevo becerro de oro que se adora globalmente, para seguir con el Viejo Testamento.
En pocos años se ha pasado del pensamiento mucho más sensato de que se irían eliminando actividades que requerirían una renovación, reeducación, adaptación y aún sufrimiento de los sectores menos preparados, como viene sosteniendo Hariri, el gran pensador Israelí, a la idea de que la emisión loca, combinada con una tasa negativa o cero, con una desaparición del trabajo, es un mundo feliz posible, lo que sólo puede terminar en una catástrofe sin precedentes. Simplemente los pueblos han desperdiciado el tiempo que tenían para adaptarse. En cambio, con esta solución de enorme simplismo, la inflación de sueldos y precios será permanente y demoledora, mucho más para los países periféricos, o simples productores de commodities alimentarias, como ha sido siempre.
La pandemia obró como un acelerador, es cierto, de algo que se sabe hace mucho que ocurriría, y que ningún político se tomó el trabajo de transferir y explicar a su sociedad. Pero peor, obró como un justificativo para que se hayan acelerado todas las demagogias, las teorías absurdas sin fundamento en nada, la elefantiasis del Estado, el ataque impositivo y a la producción, la socialización de cuanta causa suelta se invente, el relato de la igualdad y, nuevamente, como fácil ejemplo, hizo que solapadamente se agrandase la entidad ladina, terrorista y el robo territorial y de derechos de las murgas mapuches fomentadas por el estado en casos como Argentina, en una rapiña eterna que ya zanjó Roca, pero cuyas batallas ya ganadas vuelven hoy a librarse todos los días por ciudadanos indefensos, sin ninguna protección de los gobiernos que pomposamente juraron por Dios, los Santos Evangelios y cuando muerto partidario hubiera defender la soberanía nacional bajo pena de que la nación se lo demandase.
O el ejemplo de otra commodity, el petróleo, y colateralmente el gas, que ya está haciendo estragos en muchas sociedades que estúpida o convenientemente culpan a sus Estados, a sus gobiernos o a sus políticos del aumento del precio del combustible, que es consecuencia directa de lo mismo que están defendiendo los indignados, como si les fuera la vida en ello, con cero argumento, aparte de su deseo de que sea así, amén. Justamente, al dejar de trabajar, el mundo hace todo lo opuesto a lo que debería hacer. En vez de prepararse para el cambio de tecnologías, de formatos, de comercialización, de costumbres y hábitos, de IA, de otra demanda, decide no trabajar y esperar la limosna del Estado o una ley que obligue a las empresas a crear inflación pagándoles más por menos. Como si los conductores de diligencia se hubieran negado a trabajar en el ferrocarril. O como si el Pony express no se hubiera transformado en Fed Ex, o DHL.
Esta comparación con la ley de Dios no un truco dialéctico. No es un golpe bajo. Es otra forma de recordar que no hay free lunch, como dijo Friedman. Y eso incluye no solamente los esfuerzos que cada individuo, que cada factor de la economía, que cada sociedad, y definitivamente que cada gobierno debe hacer si quiere mejorar el bienestar propio y de su pueblo. Colgada de un endeudamiento que no se sostiene y de un sistema que empieza a mostrar sus garras opresoras, la UE se presenta como la meta, el no Wahala, el nirvana, el paraíso del mundo feliz posible, cuando sólo se ha ido empeñando con deudas impagables, impuestos paralizantes y sistemas jubilatorios ruinosos, mientras exige a través de sus orgas que Uruguay o Argentina corrijan y restrinjan esos sistemas, y la Nueva Clase de Amazonas europeas hace creer que ese paraíso es posible. Para no hablar de la obligación antisoberanía que forzara de cobrar los mismos impuestos y perseguir los mismos objetivos ruinosos de las Amazonas, y así impedir la competencia fiscal, chance que merecen los países, como Irlanda, que se han ocupado de bajar sus gastos e impuestos y ser competitivos.
Todo mundo futuro que se parezca a Europa no es un mundo justo, ni posible, ni sostenible. Es un estallido a corto plazo. Simplemente, no hay Estado benefactor sin impuestos. Y no hay impuestos sin riqueza. Creer que se va a ordeñar la riqueza y que ésta va a seguir afluyendo a cualquier nivel de gasto, renta universal o seudoinversión, es tan estúpido como las ideas de Stalin, de Mussolini, de Perón, de Hitler, o mejor, de Alemania de la primera mitad del siglo XX y de todos los que creyeron que podían lograr la felicidad instantánea gracias al estado. No muy distinto de lo que las sociedades “piensan” ahora. No muy distinto a Marx.
La versión occidental, edulcorada y oculta del disimulado comunismo keynesiano está muerta, y el autor también. Planificación central por otros medios. El empeño mundial de querer resucitar las ideas y al ideólogo, que parece cruzar transversalmente a la sociedad occidental, sus pueblos, sus gobiernos, sus políticos y aún sus empresarios, desprende un hedor cadavérico que augura muertes por doquier, y no en el sentido simbólico.
“En el largo plazo todos estaremos muertos”. Dijo alegremente el noeconomista británico. Pero ahora no hace falta el largo plazo. Todo ocurrirá muy pronto.
Quedate en casa. No hace falta sudarla. El Estado te paga. El Estado es Dios. Covid 19.22