Semanas atrás se anunció en Estados Unidos el proyecto de producir una serie a partir de Carrie, la primera novela de Stephen King que vio la luz hace algo más de medio siglo, en la primavera boreal del 1974.
Esta nueva versión del libro (ocho episodios para la plataforma Amazon Prime que empezarán a filmarse el año próximo con la dirección de Mike Flanagan) devuelve actualidad a una historia que antes conoció cuatro adaptaciones cinematográficas. La insuperable, coinciden los críticos, sigue siendo la primera, de 1976, que dirigió Brian De Palma y protagonizó Sissy Spacek en un papel inolvidable y consagratorio.
Como todo clásico, la novela que inauguró el reinado literario de King tiene su propia leyenda, alimentada a voluntad por el autor en escritos como el admirable ensayo Mientras escribo (2000).
Sabido es que su creador estuvo a punto de abandonarla cuando apenas había escrito un puñado de páginas y que fue su esposa, la ubicua Tabitha, quien rescató de la basura unas tres hojas arrugadas que al leerlas le parecieron prometedoras.
A fines de 1972 los King vivían en una casa rodante en el estado norteamericano de Maine, el territorio que inspiraría casi toda la obra del futuro escritor. Stephen, de 26 años, se ganaba la vida como profesor de lengua; su esposa era empleada en un local de la cadena Donkin’ Donuts. Tenían dos hijos y llegaban a fin de mes con lo justo.
“Mi opinión sobre esos años es que fuimos muy felices, pero que también pasamos mucho miedo -confesó el futuro escritor-. En el fondo éramos muy jóvenes, casi unos chicos, como suele decirse, y el cariño ayudaba a olvidar los números rojos”.
En Mientras escribo King explicó que la idea original de Carrie se le presentó varios años antes de que empezara a bosquejarla, cuando todavía era soltero y en los meses de verano trabajaba de conserje de un colegio secundario.
Cumpliendo esas tareas anodinas, un día le encargaron junto a un compañero que limpiaran las duchas en el vestuario de las alumnas. El recinto era igual que el de los varones, pero con algunas diferencias. Las duchas tenían cortinas de plástico y había “dos cajas de metal atornilladas a las baldosas, sin nada escrito y de un tamaño que no servía para toallas de papel”. Eran expendedores de toallitas femeninas.
Años más tarde aquel vestuario reaparecería en la mente de King convertido en el ambiente de una escena imaginaria: un grupo de alumnas se está bañando sin la protección de las cortinas y una de ellas experimenta allí mismo su primera menstruación.
“Lo malo -confió en Mientras escribo- es que no sabe qué es y las demás (asqueadas, horrorizadas, divertidas) empiezan a tirarle compresas. O tampones...La niña se pone a gritar...Cree estar muriendo y que sus compañeras se burlan de ella en plena agonía. Reacciona...Contraataca...Pero ¿cómo?”
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La respuesta, desde luego, está en los poderes telequinésicos de la protagonista de 16 años, Carrietta White, Carrie.
King había leído algo sobre el tema en un artículo de divulgación de la revista Life. Lo pensó al principio como argumento para un cuento dirigido al público de las “revistas masculinas” (que era lo que más escribía por entonces), pero después, gracias a la intervención de su esposa, lo fue estirando, no sin vacilaciones, hasta convertirlo en novela.
En la trama iban a conjugarse la crueldad adolescente con la telequinesia, fenómeno al que la RAE asigna la siguiente definición: “Desplazamiento de objetos producido sin causa física aparente, por una fuerza psíquica o mental”.
El libro se expandió hasta contener una historia de acoso estudiantil (el ahora universalizado “bullying”) y venganza preternatural que tiene su culminación en una espantosa hecatombe. Exhibe al mismo tiempo una muestra temprana de la astucia narrativa de King, su talento para mantener el suspenso a pesar de lo anunciado del desenlace, y esa extraña capacidad para grabar ciertas escenas o descripciones en la mente de los lectores.
Como la primera versión de la novela le había parecido breve en extremo, King decidió engordarla apelando al recurso del collage: insertó fragmentos de imaginarios libros de memorias, ensayos, artículos de prensa, cables de agencias noticiosas, interrogatorios de la policía, informes médicos, psiquiátricos, forenses o judiciales.
Esos pasajes quiebran el orden de la narración y lo extraen de la secuencia temporal, completando o explicando episodios incluso antes de que aparezcan en el relato, que está situado en 1979 en la ciudad de Chamberlain, Maine (que no es ficticia).
La franqueza de King al contar el motivo por el que adoptó esa variación técnica contrasta con las elucubraciones formuladas por la crítica, siempre tan proclive al exceso de análisis. Un desborde que también alcanza a los temas de la novela y las aparentes intenciones del autor.
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Leída medio siglo después, Carrie sigue interesando por la fluidez de un relato que a cada paso estimula la intriga de saber cómo terminará esa catastrófica venganza que ya figura anticipada en la primera página.
King trabajó a partir de estereotipos a los que transformó potenciando su costado siniestro. El microcosmos frívolo típico de las “high schools” norteamericanas, con sus “diosas” porristas y sus novios atléticos y marihuaneros y las anheladas invitaciones al baile de fin de ciclo, se vuelve un entorno enfermo y terrorífico que desata la furia reprimida de un ser monstruoso.
Porque Carrie, que King imaginó basándose en dos solitarias compañeras que él mismo tuvo en la secundaria, pasa de ser la pobre víctima de las burlas y el desprecio de sus pares, a convertirse en una victimaria de magnitudes colosales.
Es una suerte de bruja trasplantada de la era puritana a la moderna Nueva Inglaterra, una chica sometida y al final repudiada por su madre Margaret, mujer desquiciada que se entregó a un integrismo religioso protestante, individualista y aislado de todo vínculo con la genuina tradición cristiana.
La propia protagonista se pregunta de dónde le vienen esos poderes misteriosos, si de la luz o de la oscuridad, y termina por desentenderse del dilema, una vez que cree haberlos dominado para su propio beneficio. También aquí el autor explota un transitado lugar común, el de la rebelión adolescente y las disputas intergeneracionales, hasta elevarlo a la categoría de holocausto comunitario.
No debería sorprender que hoy además prospere cierta lectura feminista de la novela, como la que se filtra en el prólogo que este año escribió Margaret Atwood para la edición conmemorativa por el cincuentenario.
Es el signo de los tiempos en el mundillo cultural, que no deja de llevar agua para ese único molino. Pero se trata de una interpretación discutible, cuando no caprichosa. Porque el libro deja en claro que las peores acosadoras de Carrie, las más insensibles, son mujeres, como lo es su enemiga más implacable, Chris Hargensen, sensual, altiva y manipuladora de los hombres que se arrastran tras ella como perros en celo.
“Las chicas pueden ser malvadas con esas cosas, y los chicos en verdad no lo entienden -admitía una de ellas-. Los chicos se burlaban por un rato de Carrie y después se olvidaban, pero las chicas seguían y seguían y seguían y ya no podían acordarse de cuándo habían empezado”.
No hay “sororidad” en la Ewen High Schol de Chamberlain, aunque alguna de las alumnas (Suzie Snell) termine apiadándose de la muchacha hostigada.
A lo largo del tiempo, King ha repetido que nunca le cayó simpática la protagonista de su primera novela. Tal vez fue sincero, o tal vez adoptó la pose desdeñosa de un triunfador bendecido por logros incluso mayores. En cualquier caso, nunca negó que fue el libro que lo hizo famoso y millonario, el que encauzó su inagotable imaginación y el que echó a andar una de las carreras más exitosas de la historia de la literatura.