Opinión
LA MIRADA GLOBAL

Camus cumple cien años

Argelino de nacimiento, fue un escritor imprescindible para entender algunas de las polémicas centrales que dividieron a los intelectuales en la segunda mitad del siglo pasado. La suya fue una voz digna y valiente en una era de ideologías arbitrarias y fraudulentas.

 

Francia y los amantes de las letras de todo el mundo evocarán la próxima semana el centenario del nacimiento de Albert Camus, un escritor imprescindible para entender algunas de las polémicas centrales que dividieron a los intelectuales en la segunda mitad del siglo pasado.

Nacido en Argelia, donde vivió más la mitad de su vida, Camus fue actor y dramaturgo, aficionado al fútbol (se destacó como arquero), cronista de policiales, fugaz militante comunista, editorialista estrella de Combat, el periódico que orientó la conciencia francesa tras la liberación de los nazis en 1944, y autor de, por lo menos, una obra maestra, El extranjero, la novela que mejor representó la filosofía del absurdo que florecía en una Europa devastada por la guerra.

Aunque entonces y después se lo calificó de existencialista, Camus nunca lo fue. Compartió sí la amistad de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, los inspiradores de ese movimiento, con quienes además animó la deslumbrante escena literaria francesa de la posguerra, en la que también brillaban Franois Mauriac (su gran contradictor católico), André Malraux, Jean Paulhan, Arthur Koestler y Boris Vian, entre otros.

La amistad con Sartre duró hasta la publicación, en 1951, de El hombre rebelde, acaso el otro gran libro de Camus. En ese ensayo ambicioso y salpicado de referencias intelectuales, Camus se proponía rastrear los fundamentos filosóficos de la rebelión en la historia humana y se remontaba hasta la primera de todas, la rebelión contra Dios, aquella que "consiste en sustituir el reino de la gracia por el de la justicia".

Agnóstico aunque de ningún modo antirreligioso (un crítico lo llamó "cristiano sin fe"), Camus sugería recuperar el antiguo ideal griego de la mesura como antídoto para los desvaríos del anarquismo nihilista y del marxismo revolucionario, que "sustituye a Dios con el porvenir". Semejante noción, en un paisaje cultural cautivado por el utopismo de izquierda, no podía más que irritar a la intelectualidad parisina. El Sartre que flirteaba ya con el comunismo fue uno de los indignados. Y su calculada respuesta consistió en publicar, a través de otra pluma, una crítica demoledora del libro en su revista Les Temps Modernes, el faro cultural de su tiempo.

Para Camus, un hombre humilde e inseguro, hijo de una madre analfabeta y silenciosa, el golpe no solo liquidó su amistad con Sartre. Fue tan devastador que lo sumió en un vacío creativo del que no saldría en los pocos años que le quedaban de vida. Como André Gide y Boris Souvarine una década antes o como George Orwell y Koestler en esos mismos años, Camus iba a conocer el precio de oponerse a las ideas dominantes de la intelligentsia: escarnio, amargura, soledad. "En una época de mala fe -se lamentó en una carta de 1956- el hombre que no quiere renunciar a separar lo verdadero de lo falso está condenado a cierta forma de exilio".

La guerra de Argelia (1954-1962) sería la otra gran causa de desdichas para Camus. Argelino de nacimiento, conocía y suscribía el ansia de liberación de sus compatriotas, pero rechazaba el terrorismo. Tampoco aceptaba la ruptura definitiva con París. Después de que sus frecuentes pedidos de tregua fueran desoídos, se llamó a silencio. La concesión del Nobel de literatura en 1957, cuando tenía apenas 44 años, lo reivindicó y le dio una tribuna. Fue en Estocolmo donde pronunció aquel célebre repudio de toda justificación ideológica de la violencia: "Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia".

Camus murió el 4 de enero de 1960 en un accidente de auto. Tenía 46 años. Acaso haya sido la muerte acorde para el escritor prototípico del absurdo. Pero su partida prematura cortó una evolución intelectual -y quizás, religiosa- que se anunciaba más fértil en el ensayo que en la novela, en el debate de ideas antes que en el desarrollo de argumentos. Con él se fue una voz digna y valiente en una era de ideologías arbitrarias y fraudulentas. "Su muerte -lo lloró Eugne Ionesco- deja en mí un vacío enorme. Teníamos tanta necesidad de este justo".