"¿A dónde se puede ir a tomar algo por acá?", le pregunté al taxista que me acercó hasta la Estación Sud de Ferrocarriles, en Bahía Blanca. Era temprano y la confitería de ahí estaba cerrada. Para este tipo de situaciones tengo bien grabados dos consejos de mi padre que no me han fallado nunca: no entres si el lugar está vacío y los taxista y camioneros son los que saben dónde se morfa bien. "Cruzate al Miravalles", me contestó sin dudar, mientras me bajaba la valija del baúl. Obedecí y enfilé para el otro lado de la calle. Esta vez, no sólo no falló, sino que me encontré con un verdadero tesoro bahiense.
La entrada me saludó con un fileteado, de esos en los que el verde y el rojo parecen estar bailando, y escrito con letras ornamentadas y mayúsculas: "Miravalles". Agarré mis bártulos y entré, me alegré al ver una mesita vacía al lado de la ventana guillotina y un banco con una estatua de Carlos Gardel, que me llamó la atención.
En ese momento, apareció una mujer, me dio la carta y me dijo, muy amable, que volvía en un rato. Cuando la abrí, en la primera hoja, un pequeño resumen de la historia del boliche, que me confirmaba lo obvio: me encontraba en una institución gastronómica, un pedacito de identidad bahiense. Luego... Hesperidina, Amargo Obrero, sándwiches, picadas, copetín. Lo que me faltaba para que el flechazo sea rotundo.
Le hice señas y la mujer se acercó. Le conté a que me dedicaba y que las casualidades de la vida me habían llevado a estar ahí, que no me podía ir sin hacer una nota sobre `El Miravalles'. "¿Usted es la dueña?", le consulté y me dijo: "No, soy Nancy, la mujer del dueño. Se llama Alejandro y es el bisnieto del fundador.''
No daba crédito. "¡Que suerte!", pensé automáticamente.
- ¿Podré charlar con él?
- No le gusta mucho hablar para entrevistas, pero ya te lo llamo así lo haces transpirar un poquito.
Y allá fue a buscarlo. Alejandro es de esos tipos que dan bonachón a primera vista. Un poco tímido y de pocas palabras -quizás porque yo era una desconocida-, todo lo contrario a Nancy. Los dos amables, cálidos y con esa cosa familiar de bar de antes, de bar de barrio.
Tranquilo, se sentó al otro lado de la mesa y me regaló un poco de la historia de su familia.
Allá por 1923, específicamente el 23 de diciembre, Eustaquio Miravalles inauguró este café en la Avenida Cerri 777. Por ese entonces, la zona era el lugar indicado para abrir un boliche, el tren estaba en su época gloriosa y el local sería su espejo. "Lo puso acá porque decía que mientras funcionara la estación de ferrocarriles la familia iba a tener para comer", me comentó.
Eustaquio era español, había llegado de Burgos y como todo inmigrante buscaba una mejor calidad de vida. "Soy la cuarta generación. Después de mi bisabuelo, vino mi abuelo y sus hermanos, luego mi padre y ahora estoy yo", me explicó Alejandro, que tiene 54 años.
Con un Amargo Obrero, sifón y aceitunas de por medio, la charla siguió. Me intrigaba la figura del 'Morocho del Abasto', todo indicaba que algo había sucedido en aquel café, pero qué.
Me señala el lugar donde yo estaba y me dice: "En esa mesita estuvo sentado Carlos Gardel en el año 1933". La mesa negra y chiquita es la misma. Allí, detuvo su andar y tomó un café para hacer tiempo, antes de subirse al tren.
El banco que lo inmortaliza estaba en la calle O'Higgins, "pero lamentablemente algunos lo rompían y arruinaban. Así que, lo trajeron acá''.
- Si bien el tren ya no es lo que era antes, ha resurgido un poco. ¿Se siente ese movimiento de gente nueva?
- Ahora el tren está andando bastante bien, pero prácticamente viene gente de Bahía. El boca a boca es lo que trae a las personas.
- Como el lugar, debés tener clientes históricos...
- Hace 35 años que estoy a cargo y vienen clientes desde mucho antes.
- ¿Qué fue lo que cambió en todos estos años?
- Se amplió el tipo de público. Antes venían solo hombres y ahora vienen todos, familias enteras con chicos, parejitas y mujeres solas.
En este punto coincide Nancy: ``Era más un bar del hombre que trabajaba mucho en la estación, en el ferrocarril. no era un lugar de mujeres. Nuestro mayor orgullo es que hoy en día sea un lugar para todos. Tenés chicos de 16 y 17 años que vienen cuando salen de la escuela, con la carpeta debajo del brazo, a comerse un sándwich; y tenés de 90, acompañados por los nietos''.
Además de su historia, que resuena en cada cuadro y foto colgados, y de la visita del 'Zorzal', el `Miravalles' es conocido en Bahía Blanca por una especialidad: el sándwich de matambre casero.
"Es muy rico y bastante grande. Estamos haciendo 50 matambres por semana y eso que no abrimos sábados a la tarde ni domingos", me remarcó Alejandro.
La encargada de hacerlo es Nancy, que me aseguró varias veces que no tiene ningún secreto: "Es al revés de lo que todos piensan, es lo sencillo lo que lo hace especial. Además, siempre hay que prepararlo como si fuera para uno, para tu familia. Tiene lo mismo que el que hacían nuestras abuelas. El matambre bien desgrasado, sal, ají molido, orégano, provenzal, zanahoria y huevo. Acá lo comen mayormente en sandwichito o picada. La gente comenta: `Tenés que ir a probar el sándwich de matambre del Miravalles".
Insistí. Tenía que haber una razón para que guste tanto. Más segura que antes, me dijo que para ella eran dos: ``Una, porque es bien casero, no tiene gelatina ni ningún químico; y la otra, es que es grande. Si vos venís sola y me decís: `Nancy, me hacés un sándwich', yo te voy a sugerir medio. Uno alcanza para dos personas'''.
Nancy y Alejandro hace 20 años que están juntos y, por lo que se ve, se complementan bien. ``El es el Miravalles -me recuerda Nancy-, yo acompaño''.
"En realidad, mi apellido se escribe con b, porque a mi abuelo y a su hermano los anotaron mal en el registro'', me confesó Alejandro y ante la sugerencia de poder ir cambiarlo, dejó claro que no es algo que le quite el sueño: "Creo que mi padre averiguó en un momento, pero salía carísimo. No me cambia nada".
- ¿Qué significa este lugar para vos?
- Es un orgullo. En muy poco vamos a cumplir 98 años. Eso es un montón, más por el momento que está pasando el país, donde muchos negocios están cerrando.
Intercambiamos dos o tres palabras más, en las que nos agradecimos mutuamente el tiempo, y encaró la vuelta para el mostrador.
Miré el reloj de mi celular y ya era hora de irme, en un ratito salía el tren rumbo a Buenos Aires. Antes, llamé a Nancy para despedirme y pedirle la cuenta: "El señor Miraballes dice que de ninguna manera, que es invitación de la casa. Y acá te dejo medio sándwich de matambre para el viaje''. Les agradecí nuevamente a los dos, me fui y le dejé su lugar a Gardel.
Llegar al café Miravalles fue un regalo, era el lugar para terminar mi viaje a Bahía. Hacía un año que no veía a mi abuela, que el 15 de septiembre cumplió 101 años. Decidí viajar por primera vez en tren. Sin pensarlo mucho, saqué el pasaje y me fui sola.
"A mí me encantaba el tren. Mi mamá me preparaba comida para llevar, pero me gustaba tanto ir al bar a comer algo durante el viaje que tiraba la comida por la ventana cuando ella no me veía. Entonces, me iba con mis monedas a comprarme algo", recordó con una sonrisa mi abuela Irma. Tanto recuerda, que cuando le conté por teléfono que había hecho una nota en un café que queda frente a la estación de tren me dijo sin dudar: "El Miravalles''.
Mi abuela, el tren, ese boliche. Un viaje inolvidable.