POR ANTONIO REQUENI
Cuando en 1958 ingresé en la redacción de La Prensa, en el antiguo edificio de la Avenida de Mayo, conocí a viejos periodistas que habían regresado a trabajar en el diario tras los años de confiscación por el gobierno peronista. Varios de ellos se desempeñaban en el suplemento literario. José Santos Gollan era su director y a la vez virtual subdirector del diario. Con él estaba su secretario, Fernando Elemberg, enviado años después como corresponsal a Roma. Estaban también León Borda, antiguo cronista parlamentario que había presenciado -siempre lo contaba- el asesinato de Enzo Bordabehere en el Congreso, y tres veteranos periodistas que eran además escritores: Bernardo González Arrili, Germán Berdiales y Manuel Peyrou. Peyrou era un hombre alto, fornido, de cara cuadrada y colorada (típica de los bebedores de whisky) y peinado a la gomina. Su rictus siempre adusto no invitaba al acercamiento amistoso. Ese rasgo impidió que le manifestara el interés que, tiempo atrás, me había producido la lectura de sus novelas La espada dormida y El estruendo de las rosas, relatos policiales cuyo estilo literario excedía, a mi parecer, las características del género.
Por las noches, el comedor del diario, en el segundo piso, se llenaba de periodistas que conversaban animadamente, intercambiando informaciones y comentarios. Peyrou comía en una mesa aparte, solo, salvo cuando venía Borges a visitarlo y comía con él en un rincón. Yo trataba de sentarme cerca para oír lo que decían, pero hablaban siempre en voz baja.
Cuando Peyrou murió, el último día de 1973, el director del diario, Alberto Gainza Paz, llamó por teléfono a la redacción y me pidió que escribiera la necrología y luego se la llevara a él personalmente. Gainza Paz estimaba mucho a Peyrou. Cuando la nota estuvo lista se la llevé. La aprobó y me hizo otro pedido: que en el entierro, al día siguiente, despidiera yo los restos de Peyrou en representación de la dirección y el personal de La Prensa.
Estábamos una veintena de personas en el cementerio de la Chacarita, entre ellos, Borges. Llegó el coche fúnebre y después de la breve ceremonia religiosa, el ataúd fue depositado en la rotonda situada al lado de la capilla. Borges, sentado en un cantero, despidió a su amigo con palabras temblorosas y emotivas. Luego fue mi turno. Después de evocar la trayectoria de Peyrou en La Prensa me referí al Peyrou escritor. Dije que en los últimos años había escrito varias novelas de contenido político, una especie de saga anti peronista (Acto y ceniza, Se vuelven contra nosotros, El hijo rechazado) y había muerto con la angustia de ver que todo lo que había criticado estaba de regreso (en esos días el presidente era Juan Domingo Perón, que había asumido tras el breve interregno de Héctor Cámpora).
Al retirarnos del cementerio, Borges, que compartía con Peyrou su inflexible antiperonismo, me felicitó. Desde aquel día, cada vez que me presentaba ante él en una reunión literaria o para hacerle un reportaje, decía: "Ah, Requeni, el amigo de Peyrou".
"EL BISONTE"
Una tarde, me hallaba en la librería La Ciudad, de la Galería del Este, charlando con su propietario, el paraguayo Tránsito Alfonso, a quien conocía desde sus tiempos de empleado de la librería Atlántida, cuando vimos entrar a Borges. El autor de El Aleph vivía frente a la galería, en la calle Maipú y cruzaba frecuentemente al local donde una empleada le pasaba a máquina los textos que, con su letrita de hormiga, Borges escribía en pequeños papeles. La empleada no estaba y yo me comedí a pasarle a máquina su texto. Era el soneto "El bisonte", que dos semanas más tarde apareció en La Nación y figuró posteriormente en su libro Historia de la noche. Cuando le entregué el poema escrito a máquina me agradeció, rompió el manuscrito en pedacitos y lo tiró al cesto.
Borges ya me había reconocido como "el amigo de Peyrou" y hablamos de su relación con él. Me comentó que cuando lo conoció congeniaron enseguida y que invitado por él publicó varias colaboraciones en la revista Destiempo que su nuevo amigo dirigía junto a Adolfo Bioy Casares. Borges y él dominaban el inglés y el francés, además Peyrou conocía muy bien la literatura inglesa y admiraba a Chesterton, bajo cuyo influjo había escrito sus novelas de detectives, a las que Borges era aficionado. Por otra parte, el padre de Peyrou, abogado como lo sería su hijo -aunque nunca ejerció-, había sido compañero de estudios de Macedonio Fernández y del padre de Bioy Casares. Vinculado con personajes históricos, Peyrou era sobrino nieto de Bernardo de Irigoyen. Pero Borges me impresionó cuando pasó a hablar sobre la obra de su amigo.
-Los primeros libros, de intriga policial, son muy buenos -dijo-, así como algunos cuentos, especialmente los de La noche repetida. ¿Pero usted cree que las novelas anti peronistas de Peyrou van a quedar? Literariamente no valen nada.
El juicio de Borges, tan contundente, me pareció excesivo y no dejó de impresionarme.
Borges era así; el volumen de diálogos con Bioy Casares publicado después de la muerte de ambos, confirmó que el afecto por los amigos no interfería en su severa opinión acerca de sus obras. En el caso de Peyrou tal vez fue demasiado riguroso, sobre todo porque me lo decía a mí, a quien él consideraba "el amigo de Peyrou".