Sobre su escritorio de madera las carpetas y papeles se apilan dejando, sin embargo, un amplio espacio para el cartapacio de cuero donde escribe. En un extremo hay algunos de sus libros dispuestos en forma vertical, con sus portadas de frente. Mientras se sienta, Abel Posse señala, junto a ellas, una foto de la cubierta que tendrá en inglés uno de sus libros, A Long Day in Venice (que en español se tituló Vivir en Venecia, 2016).
Posse precisa que está pronto a publicarse. La mención lo impulsa a comentar algo más de esa obra, que no quiso que fuera una novela ni tampoco un diario. En ese libro, el novelista, ensayista y diplomático volcó los que acaso sean los días más felices de su vida, cuando fue cónsul en esa romántica ciudad italiana. A esa portada volverá una y otra vez la mirada durante su larga conversación con La Prensa, quizás buscando retener la dicha de aquellos días. A la derecha, los rayos de sol de una espléndida tarde otoñal iluminan las plantas que tiene en el balcón de su departamento, en el elegante barrio de la Recoleta. Desde el interior, con las ventanas abiertas, da la impresión de que afuera hubiese un jardín y no el gris sombrío de la ciudad.
Posse (Córdoba, 1934) tiene a su lado una antigua máquina de escribir, pintada de un amarillo brillante. Es "la mejor máquina que se hizo en el mundo: una Continental, de 1917", responde con orgullo. Y agrega que la compró en la República Checa cuando fue embajador en Praga. Estas máquinas, precisa, se fabricaban en la localidad alemana de Karl-Marx-Stadt, que es como se llamó durante la vigencia de la República Democrática Alemana la actual Chemnitz. Del otro lado del escritorio hay otra. "Esa es estadounidense. Una Underwood clásica", aclara, antes de precisar que en ellas escribió algunas de sus obras, sobre todo cuando estuvo destinado en Israel.
"Me gustan mucho", dice, mientras desliza sus dedos sobre el teclado. "Me dan ganas de escribir, que es más importante incluso que escribir", afirma.
Aunque hoy escribe allí "solo a veces", y mayormente lo hace a mano, se nota que algún tiempo todavía dedica a tipear en esos viejos "tanques". Prueba de ello es la hoja a medio escribir que espera en la Underwood, con lo que parece ser una traducción del francés en la que está trabajando.
Afuera no se oye ningún ruido, como si la calle rindiera respeto hacia ese reducto íntimo de creación, con sus paredes cubiertas de libros. "Tengo muchos. Estos libros fueron a todo el mundo", comenta, mientras los recorre con la vista. "Me acompañaron en todos mis destinos".
BIBLIOTECAS
"Tengo una buena biblioteca de filosofía", admite, señalando la que está a sus espaldas, donde conserva un ejemplar que le dedicó Heidegger. En la pared opuesta dispuso los libros sobre mística y esoterismo y también las novelas: francesas, italianas, estadounidenses, rusas y argentinas. Todavía hay otra biblioteca para la poesía universal, en el living, frente a una galería de fotos donde se lo ve en distintos lugares del mundo con otros escritores, como Borges o Sabato, o con gobernantes y líderes mundiales.
Posse, que escribió 14 novelas, 5 ensayos, cuentos y poemas, que fue traducido a 23 idiomas y que ganó numerosos premios, entre ellos nada menos que el Rómulo Gallegos por Los perros del paraíso (1987), casi no es reconocido en nuestro país, donde en gran medida sigue siendo un autor olvidado, una curiosidad que dispara la charla.
"Gané todos los premios, empezando por el Rómulo Gallegos. Pero también recibí el Premio Diana-Novedades de México por El viajero de Agartha (1989), y el del V Centenario del Descubrimiento de América por El largo atardecer del caminante (1992), enumera. "Ese premio solo lo tienen otros cuatro escritores: Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y Fernando del Paso", continúa. El hecho de que Posse sea, además, miembro correspondiente de la Real Academia Española y haya sido distinguido por Francia como oficial de Arts et Lettres no hace más que aumentar la rareza de la indiferencia local.
"La Argentina es muy enferma", se lamenta. Y pone, como ejemplo, que tuvo que romper con la editorial Planeta porque luego de que ésta comprara el sello Emecé, donde él había publicado la mayor parte de su obra, sus libros ya solo eran editados, pero sin que nadie se interesara por venderlos.
"Mi agente es Balcells", especifica, como queriendo subrayar que el reconocimiento viene de afuera. "Fui el primer argentino en entrar allí, y lo hice con un libro que fue un éxito muy grande", cuenta, en relación con su primera novela, Los Bogavantes (1969).
"Aquí sigo siendo un extraño. Publican a los escritores que van a ir a la Feria del Libro y yo, nada. Pero me gusta mucho ser así. Mi mujer lo sabe", asegura. ¿Por qué? "Porque mis triunfos están en otra parte, donde vale. Por ejemplo, tengo cinco libros publicados en Rusia y tres en Francia", revela.
Posse no sabe muy bien a qué atribuir la desatención que le depara su propio país, aunque más adelante, al referirse a la "idiotización subcultural" en la que ve sumida a la Argentina, admite entre risas que puede deberse a eso.
La decadencia que sufre la Argentina es una de sus mayores preocupaciones. A ella se refirió en Requiem para la política (2015), donde describe esa enfermedad que padecemos, algunos de cuyos síntomas son la corrupción, aquella idiotización, la impunidad de los criminales y el latrocinio del Estado, y también en El gran viraje (2000) donde se plantea cómo se puede salir de este viaje hacia la nada que estamos llevando.
Su cruda síntesis es que "este es un país que se desmorona, que está perdiendo su existencia nacional".
NIHILISMO
El novelista ha reconocido otras veces que todo Occidente está en ese mismo viaje hacia la nada que es el nihilismo. Pero ve dos notas particulares en la enfermedad argentina: una es el hecho de que lo absurdo se presente como norma y la otra es la idiotización subcultural, un hallazgo, muy elocuente.
Sobre este último punto, Posse responde que "haría falta un sociólogo para pensar en el origen de esa imbecilización. Tenemos algunas películas excelentes. Hemos tenido escritores excelentes. Y después de eso pasamos a esta especie de rebelión contra todas las cosas. Pasamos a tener una literatura de editores de ochenta páginas, a no tener ya imágenes de grandeza. No hay gente que trate grandes problemas, creaciones que nos sorprendan".
"Esta idiotización -enfatiza- tiene que ver, sobre todo, con los medios de prensa, con los medios audiovisuales", pero también se muestra muy crítico con los periodistas, en los que observa "una gran cobardía".
Los medios, en su opinión, se han convertido en un vehículo de una cultura globalizada y decadente, y han perdido en particular el mecanismo de la verdad. "Se acomodan todos. Nadie quiere pasarlo mal".
El propio Posse fue víctima de una polémica que mucho tiene de esa imbecilidad durante su breve paso como ministro de Educación de la ciudad de Buenos Aires en 2009, un episodio al que le baja el precio hoy al asegurar que tampoco es el más importante de su vida.
Aunque dice que quedó en buenos términos con Mauricio Macri, confiesa que "a los cinco o seis días me di cuenta de que no podía continuar. Porque no había ningún impulso verdadero".
Posse explica el incidente por su enfrentamiento con los sindicatos. "Hay 17 sindicatos en la Capital y yo no los recibía porque antes quería presentar mi plan educativo, que era duro, y duro también para Macri. Ese fue mi primer crimen", opina. Sin embargo, coincide en que el detonante fue sobre todo un artículo de su autoría que se publicó un día antes de su asunción en La Nación con el título de "Criminalidad y cobardía".
En ese artículo se quejaba de la inseguridad y de la falta de orden público, acusaba al gobierno kirchnerista de prohijar el vandalismo piquetero, el desborde lumpen y la indisciplina juvenil, de desconocer la noción elemental del ejercicio de la fuerza exclusiva del Estado, y de infiltrar el virus ideológico del garantismo y la visión troskoleninista de que hay que demoler las instituciones militares y la policía como venganza por los años setenta.
DESPRESTIGIO
"Se agarraron de eso para criticarme y para emprender toda una serie de desprestigios", se lamenta. Desde todos los partidos lo cuestionaron a coro y también desde el periodismo. Sin embargo, todavía se recuerda como puso en su lugar a un periodista al que llamó cobarde por criticarlo, sin atreverse a denunciar él mismo esas irregularidades, como por ejemplo el hecho de que son las madres de las villas las que ruegan a los policías inhibidos de actuar que detengan a los gangsters que venden paco a sus hijos de 9 años.
El novelista dice que acaba de escribir algo más sobre la cobardía con relación a Malvinas, o más precisamente sobre los que cargan las tintas en Galtieri, y comenta que el reciente aniversario de la recuperación de las islas lo conmovió mucho. "Me conmovió ver que había un renacimiento de esa maldita desmalvinización que la gente aceptó totalmente. En La Nación no se podía escribir de Malvinas", cuenta. "Parece que estaban interesados en cómo mejorar la relación con los kelpers y con los británicos", añade.
Aquel artículo suyo tan criticado sobre el "virus ideológico" infiltrado en la Argentina y sobre la falta de coraje general explica la resignación general que hay ante el desguace de las Fuerzas Armadas y la interpretación que se ha impuesto sobre la violencia de los años setenta.
Alguna vez el ensayista dijo que nada indigna más que las asimetrías de la justicia respecto de aquel pasado, pero hoy constata con pesar que esa "venganza judicial" contra los militares, esa asimetría, ya no indignan a nadie. "El argentino está entregado. El que puede zafar de cualquier responsabilidad noble, patriótica, lo hace", manifiesta.
En su opinión, es "el miedo" el que lleva a la actitud pasiva que tienen muchas personas ante esas injusticias. El argentino "renunció a ser como era. Decimos: esa es otra época. No hay compromiso en la gente. No se defienden las cosas. Solo se defienden las tonterías, como el feminismo", ejemplifica.
"Fíjese: en el Nacional Buenos Aires tres profesores se ven insultados por abuso. El abuso no se probó nunca. Las señoritas se reunieron en el Aula Magna vestidas, pintadas, denunciando a los tres maestros que no tenían nada que ver. Están acusados de supuestos abusos porque ellas entendieron todo mal o hicieron una teatralización. Esa trampa es lo que más me impresiona", confiesa.
Ante la pregunta de si no hay salida para el país con una población así de entregada, responde: "No. No la hay. Porque es asfixiante la opresión estúpida y el absurdo. Cuando lo surreal lo aplasta usted ya no se puede mover. Porque si a usted algo lo aplasta usted intenta librarse. Pero cuando es algo surreal, cuando carece de toda lógica, como pasa hoy en la política, entonces qué va a hacer. La gente se deja correr", dice.
El desaliento sobre la posibilidad de una recuperación es grande porque, como Posse ya ha señalado alguna vez, no quedan demasiados resquicios cuando "todo Occidente está sometido a una aplanadora financiera", a una "sinarquía", que controla los gobiernos y no solo concentra la economía sino que fuerza a los desplazados de la clase media a aceptar trabajos no calificados.
Pero la degradación que aprecia no es solo económica sino también cultural. "La cultura dio miedo en todas partes. En Rusia la cultura fue el principal objetivo. Stalin mató más gente de izquierda culturosa que al ciudadano que quería cambiar hacia el liberalismo. Aquí pasa algo parecido. Estamos escondidos. Y al que se compromete le va mal".
Sin embargo, Posse está convencido de que, "en cuanto haya una zona de respiro, Argentina va a arrancar. No se va a entregar. Acá hay muchos valores. Es un país sentimental. Con mucha nostalgia de su pasado", insiste.
"La Argentina fue increíble: el primer país del mundo en 1910. Era capaz de asombrar por su fuerza. Fíjese lo que sucedió con los inmigrantes. Llegaban en barco, inmediatamente empezaban a trabajar y ya en el Banco Hipotecario les daban la posibilidad de contratar un crédito a 33 años para una casa, que todos ellos pagaron. Recibían un sueldo del que podían vivir, y los hijos fueron médicos o abogados", se entusiasma. "Esa es la Argentina que nos espera. Que estuvo ya", remarca.
Posse considera que hay que recuperar los valores esenciales que nos transmitían nuestros abuelos, incluidos el amor a Dios y el espíritu de sacrificio. "Este fue un país religioso. Dios estaba en el alma de todos", asiente el escritor, que reconoce que la actual renuncia a ser nosotros mismos implica una renuncia a esa dimensión religiosa.
"El sentido de lo sagrado se ha perdido. La idea de que el ser no es el fin de la vida, que encima está la noción de lo sagrado, del misterio de la existencia, ayudaba mucho a que el hombre se ubicara con un sentido mayor de respeto ante la realidad", añade.
Como parte de una salida a esta degradación, Posse enunció una idea muy interesante: alentar a los jóvenes a regresar a la vida rural. "Eso me parece fundamental. Es invitarlos a una aventura", postula. "Que vayan en barra a los pueblitos abandonados, que hagan la gran farra de la vida y la riqueza", opina. Su idea tiene un sentido económico evidente pero reconoce que también serviría como fuga de esta intoxicación de las ciudades.
"Si los jóvenes, en lugar de estar en los bares, o escuchando rock, se fueran a un pueblo de esos con sus amigos y encararan la empresa como los pioneros del siglo XIX, serían otros hombres. Y así podrían fugarse de esta intoxicación, de este aburrimiento y de esta penuria de no tener", concluye.
Los primeros pasos de Abel Posse en la literatura los dio con apenas 15 años en la biblioteca del diario La Prensa, una simpática experiencia que no llegó a traducirse en un libro.
Posse rememora que entonces cursaba el secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires y que cierto día comunicaron que un profesor del turno tarde no podría ir, por lo que él decidió acercarse hasta la biblioteca de La Prensa, que estaba a dos cuadras.
"Entré -dice- con la idea de buscar material para escribir una novela sobre Roma", una ocurrencia que hoy califica como "muy infantil".
"Encontré a uno de los libreros que tenía La Prensa y le dije que quería leer al historiador Theodor Momsen. Y noté que el hombre me miraba. Después de un silencio, por fin dijo: "¿Qué cosa de Momsen?".
"Roma", le dije yo. "Me interesaba, no el origen, sino la vida romana, algún emperador", aclara.
"Y el hombre respondió: "¿Usted sabe que Momsen tiene doce tomos?" (risas). "Bueno, deme uno", le dije. Y me senté en un sillón que tenía uno de esos soportes que podían deslizarse hasta donde uno se sentaba, para apoyar el libro y tomar notas", refiere.
"Me senté ahí para ver qué escribía. Y empecé a escribir una novela romántica, en hojas de papel Rivadavia, que todavía andan por allí. Pero fue una única consulta. No volví más", dice, antes de aclarar que tampoco la novela progresó. "Se quedó en esos papeles sueltos", continúa. Hoy dice que "escarmentó luego de ese rebote", pero admite que ese fue el comienzo.