Uno tras otro, los papelones del presidente Fernández dan vergüenza ajena. Atribuir erróneamente los guardapolvos blancos a Sarmiento podría ser una tolerable equivocación. Pero cuando se la expresa frente al primer mandatario de otro país, da una idea de la grave, culpable superficialidad del nuestro. Y deja en claro, para propios y ajenos, una grave sospecha sobre la condición de “chanta”. Lo que no es una casualidad, es una consecuencia. Consecuencia del sistema político que va licuando a nuestra patria.
Cuando Fernández dice y se desdice sin ponerse colorado no hace sino demostrar que él -con más o menos entidad- es otro entre los propagandistas y propaladores de la Revolución. Revolución que es una mentira. Como la que los soviéticos hicieron sufrir a los rusos y sus próximos durante casi un siglo de crueldad. Como la que va sucediendo al comunismo en Occidente bajo el seudónimo de progresismo LGTB. Como la que se apresura a arrasar en Estados Unidos bajo Biden.
Mentira que es la contracara de la Verdad evangélica, como es la contracara manifiesta de la vida empujando hasta el asesinato a través del aborto y a la eutanasia. Y que va vaciando todo, como ha hecho con la Constitución Nacional al amputarle su fundamento en la sacralidad de la vida.
Es bien sabido que esa mentira tiene una forma política que la sostiene desde antes de la Revolución Francesa y se plasmó con ella, cuando supone que la de la mayoría es la razón suprema. Y tal aserto, que ha dominado el andar de Occidente desde entonces, lo ve hoy derrumbarse inerme. Porque Occidente está gravemente herido desde el punto de vista político, económico y hasta demográfico, dado que está profundamente desnutrido desde el punto de vista espiritual.
En nuestro país esa mentira se encarna, en política, dentro del actual sistema de partidos, perfeccionado en su nefasto carácter desde la reforma constitucional de 1994 que los instituyó como única forma de representación. Por eso, y aunque sería más que deseable que la oposición derrumbara al gobierno en las próximas elecciones, nadie puede hacerse ilusiones de que el destino de la nación cambie si no cambia el sistema político. Se seguirá eligiendo a señores sólo conocidos inicialmente en sus comités y promovidos desde la televisión de uno u otro color. Nada genuino.
El sistema entero debe darse vuelta como un guante si se quiere construir una verdadera república representativa. Y para eso -aunque la idea sea combatida por una férrea campaña de silencio tanto mediática como cultural- es preciso que la ciudadanía elija a quienes conoce porque están próximos. Y que esos representantes -lleguen luego al nivel que lleguen- sólo puedan ser reelegidos por sus vecinos, pasados los plazos saludables correspondientes. Es decir, deberíamos votar sólo el nivel de concejales con candidatos provenientes de partidos o, sencillamente, de la propuesta de un determinado número de sus vecinos. Elegidos después entre sí, de manera ascendente, surgirían los demás cargos ejecutivos y legislativos. La reelección inmediata tendría que estar prohibida y los plazos de los mandatos deberían alargarse de modo que pudieran ser fructíferos en obras y no se viviese este permanente carnaval electoral. La Justicia, por supuesto, lejos de todo esto, independiente de verdad.
Es obvio: habrían de ser los especialistas (no tipo los expertos en pandemias, claro) quienes establecieran los detalles que permitiesen mantener un sistema así dentro de mínimos riesgos de contaminación. Pero está claro a primera vista que se trataría de un modo más genuino y menos atacable por los grandes intereses que hoy dominan los medios y, a través de ellos, avasallan la cultura.
Lo que se propone no pretende reeditar un paraíso terrenal como dibujó el racionalismo de los últimos tres siglos. Pero sí basarse en el hombre real y cortar el camino a quienes anteponen su teórica revolución a la verdad, a través de un sistema centralizador, tiránico y asfixiante para la iniciativa individual. Cortar concretamente el camino a los propulsores de la mentira. Y eso, que por supuesto implica mucho más que mejorar un sistema electoral, debe hacerse ya. Porque el acierto y el error, la verdad y la mentira no son líneas paralelas, sino que van separándose progresivamente como los lados de un ángulo y se alejan de modo que cada vez es más amplio el salto necesario si se quiere volver de la equivocación. Mejor dicho, se hace preciso volver al punto de origen.
Casi unánimemente participa Occidente de esta caída largamente prevista. En nuestro caso está representada cabalmente por la cabeza del gobierno. Una cabeza dependiente en lo personal y en lo general. Cada día más visiblemente atacada por la obesidad angurrienta de la política. Progresiva y progresista infiltración mórbida de lípidos inútiles.