Opinión

Alexander Fleming

Páginas de la historia- "Muchos dan. Pero algunos, viven para dar."

 

Por José Narosky


El siglo XX, recién finalizado, pudo admirar a eminentes científicos que lucharon para que el hombre alcanzara mayor confort, salud y bienestar.

Podría citar a varios, todos ellos Premios Nobel.
Por ejemplo, al físico alemán Guillermo Roentgen, descubridor de los rayos X. A él le debemos nada menos que la posibilidad de observar el interior del cuerpo humano por medio de las radiografías.

Al ingeniero Guillermo Marconi, físico italiano, que descubrió la telegrafía sin hilos, permitiendo, por ejemplo, que un barco en alta mar pudiera comunicarse con la tierra. Es decir, contribuyendo a salvar miles de vidas.
También vivió en el siglo XX el hombre que pudo detectar los bacilos que traían dos enfermedades que diezmaban a la humanidad: el bacilo del cólera y el que producía la tuberculosis. Este último lleva hoy, incluso, el nombre de su descubridor, el médico alemán Robert Koch.

Pero hay otro científico, médico también, que quizá contribuyó a salvar más vidas que todos los demás investigadores juntos.
Se llamó Alexander Fleming. Descubrió en agosto de 1929, teniendo 47 años, lo que hoy conocemos con el nombre de penicilina, madre de todos los antibióticos.
Lo de la penicilina fue casual. Claro que hay que tener el talento, la constancia y la visión para profundizar un hecho casual.

Fleming, en su laboratorio, estaba estudiando gérmenes infecciosos que supuraban. Los tenía sobre una plancha de vidrio. Al retirarse cada noche, los cubría convenientemente. En una ocasión, olvidó taparlos. A la mañana siguiente observó que los gérmenes infecciosos, habían desaparecido. En su lugar había una especie de moho producido sin duda por un hongo, que Fleming estaba estudiando por separado y que había quedado muy cerca de los gérmenes. Recordemos que, por un olvido, estos habían quedado expuestos sin ser tapados.

Repitió, ya adrede, el hecho varios días seguidos y se repitió el resultado.
Ese tipo de hongo que había estado cerca de los gérmenes, tenía un potente microbicida. Lo llamó penicilium.

Recién 10 años después, ya durante la Segunda Guerra Mundial, se transformó el hallazgo en un elemento terapéutico comprobado y autorizado, que salvó y sigue salvando millones de vidas.
Luego, con las sulfamidas y la estreptomicina, se completó el triángulo casi invencible de la lucha del hombre contra la infección.

Este sabio fue galardonado a los 63 años con el Premio Nobel de Medicina y, por supuesto, colmado de honores.
Quizá otro hecho tan casual como el anterior, hizo que pudiese estudiar medicina. El era el menor de 8 hermanos de una muy humilde familia escocesa de agricultores. Sus padres no podían costearle los estudios.

Buen nadador, en una ocasión se arrojó al agua ante los gritos de un joven que solicitaba auxilio. Arriesgando su propia vida logró salvar la de su semejante, que se ahogaba irremediablemente. Este era nada menos que Winston Churchill, futuro primer ministro de Inglaterra.
Churchill, por gratitud, lo becó para la Universidad, además de sellar ambos una amistad que persistió mientras vivieron.

Un 11 de marzo de 1955, teniendo 74 años, una crisis cardíaca vencía a Alexander Fleming, cuyos ideales elevados y su misión científica no fueron menores que su talento.
Esos valores y esos ideales, traen a mi mente este aforismo: "Para ver en profundidad, hay que volar alto".