El rincón del historiador

W. Hudson y la fiebre amarilla

Mañana Alicia Jurado -la más destacada difusora de la vida y la obra de Guillermo Enrique Hudson destacada colaboradora de La Prensa, y consagrada en esta casa con el Premio Alberdi-Sarmiento en 1975- cumpliría 99 años. A ella le debemos la mayor parte de lo que conocemos del escritor argentino nacido en 1841 que vivió en nuestro país hasta 1873 y luego se instaló en Inglaterra hasta su muerte en 1922.

Cuando la epidemia de fiebre amarilla de 1871 el escritor se encontraba en la Patagonia, según lo manifestó poco antes en una carta: "Espero ansiosamente la oportunidad de aprender algo mediante la observación de la ornitología de esa zona''. Recorrido que dio a conocer muchos años después con el título Días de ocio en la Patagonia y que al decir de Richard Haymacker logra con esta obra "colocar para siempre a la Patagonia sobre el mapa espiritual del mundo''.

 

De regreso a Buenos Aires recibió sin duda testimonios de lo que había sido el flagelo, seguramente murió algún conocido y como tantos otros concurrió en póstumo homenaje a la exposición del cuadro del uruguayo Juan Manuel Blanes. El 8 de diciembre de 1871 la obra se exhibió en el foyer del Teatro Colón (que se encontraba entonces en la esquina de Rivadavia y Reconquista en el solar que hoy ocupa el Banco de la Nación), en una muestra que fue inaugurada por el presidente Sarmiento y que por la temática que había tocado tan de cerca a los porteños y el dramatismo de la escena concitó una gran cantidad de público. 

El gobierno argentino deseaba hacerse de la obra, pero llegó tarde ya que el uruguayo la había comprado en diez mil pesos. La obra de extraordinaria textura artística, refleja lo sucedido en un conventillo de la calle Balcarce, historia rescatada gracias al parte del comisario de Policía Lisandro Suárez: allí falleció una mujer de nacionalidad italiana llamada Ana Brisitiani, el 17 de marzo de 1871.­

Ello le dio motivo para publicar en forma de folletín en la revista Youth, en once entregas desde el 4 de enero hasta el 4 de marzo de 1888 el cuento Ralph Herne cuyo primer capítulo se titula: "El cuadro: un preámbulo''.

Así lo describe en el relato: "Tenía una extraña fascinación para aquellos que vivieron y fueron testigos de ese reciente período calamitoso, recordándoles vívidamente las terribles escenas que les eran tan familiares. pintado sobre una tela de ocho pies por seis, estaba colgado en el extremo de la larga habitación, en cuyo centro se había colocado un cordón rojo y los visitantes estaban obligados a avanzar desde una punta y retirarse de la otra, para que ninguno pudiese ir enseguida al mejor lugar sino que debía esperar con paciencia y llegar lentamente al final''.­

El público lo contemplaba "en profundo silencio, sus caras pálidas llenas de recuerdos tristes y, más raro aún, las ropas de luto que usaban todos''.

Después de un rato llegó frente al cuadro: "Representaba el interior de una habitación en un barrio muy pobre de la ciudad: las paredes manchadas, el cielo raso bajo y polvoriento, el piso embaldosado, el moblaje escaso y ruin. dos o tres señores estaban de pie en la puerta, que acababan de abrir dejando pasar el sol del mediodía, que iluminaba extrañamente con su claro resplandor caliente la escena horrible del interior. De un lado había un camastro de madera que tenía acostado un hombre muerto cuyo rostro, oscurecido por la plaga, estaba distorsionado por la agonía, mientras sus dedos rígidos se aferraban todavía a la colcha. En el suelo, cerca de la cama y a medio vestir, yacía la esposa muerta, su pelo negro esparcido sobre las baldosas, su piel gris como la ceniza y sus labios negros, quemados por el fuego de la peste, pero con una expresión casi tranquila en el lindo rostro joven. Sentada en el piso a su lado estaba su criatura, mirando con ojos brillantes, inconscientes de la muerte, sobresaltada por la irrupción de sol y las voces desconocidas''.

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UN JOVEN MEDICO INGLES­

­El texto tiene como protagonista a Ralph Herne un joven médico inglés que viene a Buenos Aires en busca de un porvenir, su escaso conocimiento del idioma lo lleva a fracasar en el examen para revalidar el título. Sin dinero se enamora de la hija del doctor Temple, Lettice, pero se aleja de ella por malos entendidos propios de la vida y de la literatura de la época y se entrega al juego, y a las malas compañías. La fiebre amarilla viene a salvarlo ya que pone sus conocimientos al servicio de sus semejantes, y también está a punto de morir pero se salva y reanuda sus tareas. Todo termina bien, incluso la muchacha aquejada del mal. Alicia Jurado dice que es uno de los primeros cuentos de Hudson, y si bien es muy rigurosa apuntando sus fallas, apunta que "no carece de interés como crónica y algunas escenas impresionan por la autenticidad de su horror''.­

Así al tratar de cruzar una calle convertida por las fuertes lluvias en un río, ve navegar por ella una sucesión de ataúdes, los que se vendían de puerta en puerta, o aquella anciana de cabellos grises que grita empapada por una tormenta, pidiendo auxilio para su hija moribunda. Vinculado a la sociedad de la época, Hudson reconoce el valor de ``los hombres de buena cuna que se habían enrolado en la Comisión Sanitaria recientemente formada y que, desde el comienzo de la epidemia, empezaron a mostrar un coraje y una devoción sublimes para ayudar a los que sufrían, se congregaron allí como corren los soldados al lugar donde la batalla es más encarnizada''. Homenaje sin duda a los héroes de ese grupo encabezado por el doctor José Roque Pérez, una de las primeras víctimas de la epidemia. 

La descripción de la ciudad desierta, "los pesados carros que llevaban los muertos a montones y los melancólicos gritos prolongados de los  conductores anunciando su llegada: ese grito desolado `¡saquen a sus muertos!' que no se oía hace mucho en Europa''.

Otra obra de ficción, -como la que comentamos hace poco, la de Miguel Cané (padre)- que es casi un documento histórico.­

Este cuento se encontraba en los 24 tomos de las obras completas de Guillermo Enrique Hudson editadas en 1924 por Dent. Permaneció inédito en idioma castellano hasta que en 2006 la publicó Letemendía Casa Editora, traducido por Alicia Jurado que recomendamos como una lectura interesante y bastante poco divulgada. Ralph Herne ese médico en el que se inspiró el autor, seguramente muy parecido a alguno que no conocemos exactamente de hace un siglo y medio, nos permite recordar el sacrifico de esos profesionales (semejante a los actuales) y rendir homenaje a Alicia Jurado, cuyo talento infinidad de veces se reflejó en este diario.­