Este libro pertenece a una época que vista desde la mentalidad secular de hoy parece incomprensible: era un tiempo en el que se hablaba de la muerte, se comprendía su inevitabilidad sin desesperar y se la aguardaba con vigilante temor de Dios.
Su título, Victoria de la muerte, debe entenderse en realidad como triunfo “sobre” la muerte. A lo largo de sus 37 capítulos el religioso agustino español Alonso de Orozco (1500-1591) desarrolla una catequesis a partir del tema de las postrimerías. Sigue un mismo método: toma un pasaje alusivo de las Sagradas Escrituras (casi siempre del Antiguo Testamento) y lo desglosa con firme elocuencia y referencias a teólogos y padres de la Iglesia (son predominantes las citas de San Agustín), y hasta filósofos paganos como Platón o Aristóteles, a los que encomia.
“Todos estamos sentenciados a muerte”, advierte al comienzo. Y el camino que nos llevará a ese desenlace inevitable cumple una función. El “Soberano Juez Jesucristo” decidió por misericordia que “esta sentencia definitiva se vaya ejecutando poco a poco, para que escarmentemos en cabeza ajena, y viendo que cada día mueren nuestros hermanos, consideremos que presto vendrá por nuestra casa lo que vemos que pasa en la ajena”. Dicho de otra manera, la muerte es “un rayo, que mata a uno, espanta a muchos”.
FRIVOLIDAD
Importa acordarse de la muerte, tener presente que llegará el final. Quien lo olvide llevará una vida frívola, sumida en el pecado y el desorden. “Por aquí entendemos que todos los males que se cometen nacen del olvido de aquel día espantoso de la muerte –advierte-… El hombre desacordado de aquel temeroso día es como la nao sin gobernalle, a la cual arrebatan las olas y la llevan a una parte y otra”.
Por el contrario, como lo indica aquella frase del Eclesiástico, “Hijo, acuérdate de tus postrimerías, y jamás pecarás”, la proximidad de la muerte tiene efectos correctivos y suele acercarnos a Dios. “Quien de veras se acuerda que ha de morir y se persuade que, cuando amanece el día, podrá ser que aquél sea el último de su vida, luego llama a Dios, entendiendo que sólo Él le puede consolar en tan grande aflicción y trabajo”.
San Alonso de Orozco observa que, enfrentados ambos a la muerte, el pecador habrá de sufrir más que el justo. El apego al mundo será la ruina del primero. “Cada vez que se acuerda que le ha de faltar la honra que ama, la riqueza que posee y los deleites en que se ejercita, muere y recibe gran tormento”, subraya. Frente a la muerte hay “tres maneras” de personas. Están los que no la esperan y “antes andan huyendo de ella” a la busca de “regalos para más vivir”. Otros la reciben “con paciencia y dan gracias a Dios, aunque no la deseaban”. Por último, se encuentran los que, como San Pablo, “son más perfectos y suben más alto, esperando la muerte con deseo.”
Resultan muy inspiradas las explicaciones que hace el santo de diferentes pasajes de la Escritura. Al estudiar el combate de David contra Goliat ve una figura del combate de Cristo con la muerte. Dedica varias páginas agudas a la parábola de Lázaro y el rico epulón. Discurre con solemne devoción acerca del temor y el sudor de sangre de Jesús en el huerto, en la víspera de su Pasión. Y responde por qué murió la Virgen María si era sin pecado original.
La victoria definitiva sobre la muerte la consiguió Nuestro Señor con su pasión, muerte y resurrección. Fue en verdad una triple victoria. La primera, distingue Orozco, venció la muerte corporal, “porque si él no resucitara, que es cabeza nuestra, no resucitáramos jamás nosotros”. La segunda derrotó a la muerte del alma, “pagando nuestros pecados con los méritos de su sagrada vida y pasión”. El último triunfo fue sobre la muerte que es el demonio. “Muy bien le cuadra el nombre de muerte a Satanás –agrega San Alonso-, pues trajo la muerte al mundo, y también porque no entiende sino en matar las almas; por tanto, le llama nuestro Salvador homicida desde el principio del mundo”.
Fray Alonso de Orozco llegó a ser predicador real por nombramiento de Carlos V, cargo en el que continuó durante el reinado de Felipe II. Fue autor prolífico en latín y castellano de obras de teología y formación religiosa, tratado y admirado por los grandes literatos de su tiempo. En ese empeño, opinó el P. Juan Márquez, “fue agudo en las sentencias, propio en las palabras, suave en el estilo, casto en las frases y nada inferior en romance y latín a los que con más primor escriben en una y otra lengua”. A pesar de esa elevada posición dejó en su sus contemporáneos, escribió Ernesto J. Etcheverry en el prólogo a la edición de Victoria de la muerte que publicó la editorial Emecé en 1944, “el recuerdo de un apóstol incansable en la predicación y el ejemplo, gigante en la oración y la penitencia en una centuria en que resplandecen nombres muy ilustres de la Iglesia”.
El padre Alonso de Orozco murió el 19 de septiembre de 1591, rodeado ya entonces de una gran fama de santidad (lo llamaban “el santo de San Felipe”, puesto que residía en el convento madrileño de ese nombre). León XIII lo beatificó en 1882. Y fue canonizado por San Juan Pablo II el 19 de mayo de 2002.