LA MUERTE DEL NOVELISTA PERUANO ANUNCIA EL FIN DE TODO UN LINAJE LITERARIO
Vargas Llosa, creación y legado
El autor de ‘La guerra del fin del mundo’ fue un ejemplo de empeño, disciplina y desbordante ambición narrativa. Un maestro indiscutido que no tiene herederos.
Con la muerte de Mario Vargas Llosa (1936-2025) no sólo ha partido el último sobreviviente del “boom” latinoamericano. También se despide una categoría de escritor, típica del siglo XX pero formada en modelos de la centuria previa, que encarnó el oficio con un grado de ambición literaria y vocación pública que en este milenio disperso y ensimismado parece imposible ya que pueda repetirse.
Vargas Llosa combinó con facilidad las dos facetas que constituían la esencia del antiguo “hombre de letras”: las del literato y el intelectual “comprometido”.
Para los medios de prensa y tal vez también para el mercado editorial, fue más atractiva la segunda, con más razón si recordamos que sus excursiones por la vida pública incluyeron nada menos que una fallida candidatura a presidente del Perú, en 1990. Pero el lado más valioso de Vargas Llosa fue siempre el de escritor. Si alguna vez soñó que su nombre perduraría en el tiempo, el sueño por necesidad ha de haberse apoyado en sus libros.
¿Dónde radican, entonces, los méritos literarios de Mario Vargas Llosa y cuál podría ser su legado?
CINCO CIMAS
Las obras maestras. Son cinco indiscutidas, enumeradas por año de publicación: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Conversación en La Catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000).
Todas novelas realistas, deslumbrantes por su estructura, por la vertiginosa alternancia de puntos de vista y narradores, por los juegos hipnóticos con el tiempo del relato, por el tratamiento de temas perturbadores, como la violencia, el poder, el autoritarismo, la mentira, los secretos familiares, la corrupción política y la corrupción íntima.
Las tres primeras registran experiencias personales, de fácil rastreo en la biografía peruana del autor; las dos últimas se basan en episodios de la historia de otros países (la guerra de Canudos en Brasil, la dictadura de Trujillo en República Dominicana) que fueron saqueados y reinventados con notable pericia para convertirlos en obras que, curiosamente, escapan airosas al rótulo de “novela histórica”.
¿La mejor de todas? En ese punto sí hay discusión, y hasta el propio Vargas Llosa fue modificando su criterio con el paso de los años. Existen menos dudas respecto de que la pelea por el primer lugar es un duelo, difícil de dirimir, entre La guerra del fin del mundo y Conversación en La Catedral.
Obras menores. Hecho inevitable en todo escritor prolífico, de la pluma incansable de Vargas Llosa también salieron obras menores, de inferior calidad en comparación con sus títulos máximos.
En este segundo lote se encuentran novelas humorísticas muy divertidas (Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor), policiales (¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma en los Andes) y hasta eróticas (Elogio de la madrastra, Los cuadernos de Don Rigoberto).
También aparecen aquí dos títulos que serían consagratorios en la trayectoria de cualquier otro novelista, pero que en la vasta bibliografía general del peruano han pasado a un discreto segundo plano. Se trata de Historia de Mayta (1984), excelente indagación sobre los desvaríos y las imposturas de los grupos terroristas de izquierda latinoamericanos, y Travesuras de la niña mala (2006), una conmovedora historia de amor escrita con plena sencillez por un narrador experto.
Hoy manda la autoficción,
no la épica; el relato
fragmentado, no el
monumento de palabras.
Por eso cabe temer
que, de a poco, aquella
literatura que décadas
atrás pareció tan viva
y fulgurante vaya siendo
relegada al melancólico
destino de las piezas
de museo.
MENTORES
Maestros. El gran maestro de Vargas Llosa fue el estadounidense William Faulkner (1897-1962), a quien dijo haber estudiado “con papel y lápiz” para descubrir “las hechicerías de la forma en la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas” con las que podía dotarse a una historia para hacerla más atrapante y “persuasiva”, una de las palabras favoritas del discípulo a la hora de referirse a la hechura de sus novelas.
Pero hubo otros mentores. Algunos muy evidentes en los primeros libros, como Sartre, Hemingway, Dos Passos o Malraux, y otros que dejaron su huella en obras posteriores, como el brasileño Euclides da Cunha o Joseph Conrad, cuya sombra se pasea por la tardía El sueño del celta (2010).
A lo largo del camino los grandes modelos fueron los novelistas del siglo XIX. Balzac, Stendhal, Dickens, Tolstoi, Melville, Galdós (al que Vargas Llosa dedicó su penúltimo libro), Victor Hugo y Flaubert, sobre quienes también escribió sendos ensayos.
De ellos heredó la aspiración de escribir una novela “total” y, en el caso del autor de Madame Bovary, quien se llamaba a sí mismo “el hombre-pluma”, el ejemplo de una vocación literaria asumida con la entrega completa en cuerpo y alma, casi como un sacerdocio.
El ensayista. Sería injusto que la evocación futura de Vargas Llosa se limitara a sus narraciones o a sus piezas para el teatro, que fue su primera pasión literaria. Ello dejaría de lado a un ensayista notable, mucho más lúcido en sus opiniones sobre literatura que en las de la cambiante realidad política o económica. También se prescindiría de un crítico instructivo y generoso en el examen de obras de escritores de todas las épocas y corrientes.
Vargas Llosa fue periodista de joven y el oficio le enseñó ciertos preceptos de claridad y deferencia con el lector que conservó por el resto de su vida. Esto se aprecia en muchos de los textos ensayísticos que en un comienzo fueron redactados a modo de colaboración para diarios y revistas.
La recopilación de los más significativos (Contra viento y marea, Piedra de toque, El fuego de la imaginación) permite seguir sus tomas de posición sobre autores, libros o polémicas en torno a temas, como el terrorismo, la crisis de las humanidades o su tempestuosa relación con Cuba, que describen su evolución personal y sirven ya de verdaderos documentos históricos.
En ellos y en otros volúmenes específicos, como los prólogos reunidos en La verdad de las mentiras (1990, reedición ampliada en 2002), figuran sus juicios sobre escritores contemporáneos a los que analiza con erudición y criterio ecuánime.
CRITICA
Dentro de esta categoría resultan insoslayables los volúmenes que dedicó a García Márquez y Cien años de soledad (Historia de un deicidio, 1971), a Flaubert y Madame Bovary (La orgía perpetua, 1975), al olvidado Joanot Martorell (Carta de batalla por Tirant Lo Blanc, 1991), a Victor Hugo y Los miserables (La tentación de lo imposible, 2004), a Juan Carlos Onetti (El viaje a la ficción, 2008) o a la obra íntegra de Benito Pérez Galdós (La mirada quieta, 2022).
La intención docente que aparece en los títulos anteriores (varios de ellos habían nacido de cursos universitarios dictados en Europa o Estados Unidos), también impregna el simpático Cartas a un joven novelista (1997), síntesis y hoja de ruta para entender sus gustos y su credo como escritor de ficción.
El legado. “Como decía Borges de Quevedo, Vargas Llosa es toda una literatura”, expresó Javier Cercas tras conocer la muerte del ídolo. De ahí que impresione la magnitud de su obra y lo colosales que parecen sus cumbres más altas si se las observa en este tiempo signado por la inmediatez, lo variable y lo efímero.
Ante la tiranía de las pantallas y el frenesí de los estímulos digitales, la sola de idea de leer, no ya de escribir, libros como La casa verde o Conversación en La Catedral invita a la pereza. Hoy manda la autoficción, no la épica; el relato fragmentado, no el monumento de palabras. Por eso cabe temer que, de a poco, aquella literatura que décadas atrás pareció tan viva y fulgurante vaya siendo relegada al melancólico destino de las piezas de museo.
Pero antes de ese eclipse probable quedará el ejemplo maravilloso de aquel jovencito arequipeño que a fuerza de talento, empeño y una disciplina descomunal, soñó que escribiría novelas perfectas y no se detuvo hasta que vio una y otra vez al sueño imposible convertirse en palpable realidad.