Espectáculos
Una soberbia versión de ‘El Mesías’
Haendel: ‘El Mesías’, oratorio en tres partes, para solistas, coro y orquesta, HWV 56, con textos de Charles Jennens. Con:Verónica Cangemi, soprano; Marie Henriette Reinhold, mezzo; Benedikt Kristjánsson, tenor, y Tobias Berndt, bajo. Gaechinger Cantorey y Orquesta de la Academia Bach de Stuttgart (direc.: Hans-Christoph Rademann). El lunes 4 en Teatro Colón
Presidido por Luis Alberto Erize, resultó decididamente estelar la clausura del Mozarteum, que en su septuagésima segunda temporada (sin respaldo oficial, ¡una hazaña!), ofreció el lunes en el Colón una velada de primera categoría internacional (de las que cada vez tenemos menos). Concertada por Hans-Christoph Rademann, en una nueva visita a Buenos Aires, la jornada fue protagonizada por la Academia Bach de Stuttgart, junto a su coro (la Gaechinger Cantorey) y cuatro solistas, todos ellos especialistas de muy alto nivel, que brindaron una traducción de ‘El Mesías’ que sin duda quedará en la memoria.
REGRESO A LAS FUENTES
Hay varias maneras de encarar la creación maestra de Haendel. A partir del orgánico si se quiere camarístico elaborado para su estreno dublinés, reproducido y algo ampliado en Londres (dos oboes, dos trompetas, dos violines, timbales, viola y bajo continuo), se fueron acuñando con el paso del tiempo dos corrientes hermenéuticas. Una, que apuntaba a la grandiosidad, con coros y orquestas enormes (Johann Hiller, Georg Solti, Malcolm Sargent). Otra, que ya en el curso del siglo XX, distanciada de las exageraciones, pretendía volver a los orígenes (Thomas Beecham, Richard Hickox).
Discípulo de Helmuth Rilling y prescindiendo de aquellas desmesuras a que nos acostumbraron tantas evocaciones sobre todo navideñas, Rademann optó por el otro extremo, retornando a las fuentes. Con este propósito, y ciñéndose a la versión original (1742), se manejó con un conjunto instrumental de sólo veintitrés miembros y una agrupación coral de veinte. Y elaboró así una espléndida interpretación, si se quiere recogida, concisa, de corte intimista pero luminosa, que adquirió particular lucimiento a través de su vibrante fluidez dinámica, su admirablemente proporcionada elocuencia, y sus impecables y puntuales acentuaciones rítmicas.
Dominador absoluto de uno de los oratorios más famosos del mundo (¿tal vez el más?), el maestro de Dresden desplegó su tarea con notable musicalidad y solidez conceptual, y condujo con gestualidad tan comunicativa y precisa, que casi podría decirse que fue llevando sin batuta compás tras compás a todos y cada uno de quienes estaban bajo su mando. La exposición, mágicamente enhebrada con silencios y ajuste perfecto, fue siempre natural y fácil, de esbelta cuadratura (en el mejor sentido del vocablo), intensamente expresiva, con diseños melódicos y contrastes forte-piano de alta escuela. En cuanto a la orquesta (con algunas asperezas en las cuerdas en la Sinfonía inicial), digamos que a partir de un sonido limpio y de calidad acreditó delicado equilibrio en la interacción de los planos sonoros. En su contexto sobresalieron la segura concertino Mayumi Hasaki, la ejecutante de órgano portátil Michaela Hasselt, sostén vital de toda la función, y los trompetistas Hans-Martin y Astrid Brachtendorf (quienes sorprendieron por no scroccar ni desentonar una nota utilizando instrumentos antiguos, suprimidos en la revisión de Mozart); también los cellistas y la contrabajista, que junto al fagot configuraron un sutil pero insustituible bajo continuo.
CORO Y SOLISTAS
Debe puntualizarse sin rodeos que el armonioso coro de la Academia es uno de los mejores del mundo en el terreno camarístico. Casi en estado de gracia, sus integrantes poseen un alma grupal de maravillosa transparencia y afinación, y belleza colectiva en todas sus gamas. A lo que la Gaechinger Cantorey añade magnífica ductilidad y exactitud para el despliegue de complicados trozos de polifonía imitativa, claridad de dicción y sintaxis musical, así como también unísonos y melismas de neto impacto (particularmente en los forte), admirables gradaciones, énfasis e ímpetu (‘For unto us a child is born’, ‘Surely he hath borne our griefs’).
En lo que hace a los solistas, los cuatro de rango homogéneo, cabe apuntar que ninguno encara a personajes determinados, y van desplegando simplemente los textos ingleses de Charles Jennens (tomados de pasajes bíblicos) de manera plásticamente descriptiva. Alumno de Ely Ameling y Peter Schreier, el islandés Benedikt Kristjánsson fue quien se distinguió del resto debido a la exquisita tersura y pureza de su registro y su comunicatividad. Desde ya uno de los tenores más importantes de la actualidad en este repertorio, su cometido impresionó desde el comienzo (‘Ev’ry valley shall be exalted’) debido a la dulzura de sus armónicos y maleables matices, y la franqueza y calidad de la emisión. El bajo berlinés Tobias Brendt mostró, por su lado, canto invariablemente firme y sólido, de timbre y color por momentos neutros y demasiado líricos, pero cumplió sin duda con nervio, personalidad y eficacia (‘The trumpet shall sound’).
Nuestra compatriota, la soprano mendocina Verónica Cangemi, acreditó a su vez voz pareja y entera, de gratas ornamentaciones y reverberaciones, y también fraseo refinado, de bien elaboradas honduras expresivas (‘I know that my Redeemer liveth’), ello sumado a delicadas medias voces, filati y diminuendi. En cuanto a Marie Henriette Reinhold, joven mezzosoprano de Leipzig de hermoso metal, a pesar de un volumen que puede parecer reducido para un recinto de las dimensiones del Colón, y de un vibrato que afecta sus zonas medias y del pasaje inferior, corresponde señalar que desplegó en sus intervenciones una línea de exquisito modo y genuina adhesión a la estética canora del barroco tardío, tocante fraseo y relevante modelado del legato (‘He shall feed His flock like a sheperd’).
Calificación: Excelente
REGRESO A LAS FUENTES
Hay varias maneras de encarar la creación maestra de Haendel. A partir del orgánico si se quiere camarístico elaborado para su estreno dublinés, reproducido y algo ampliado en Londres (dos oboes, dos trompetas, dos violines, timbales, viola y bajo continuo), se fueron acuñando con el paso del tiempo dos corrientes hermenéuticas. Una, que apuntaba a la grandiosidad, con coros y orquestas enormes (Johann Hiller, Georg Solti, Malcolm Sargent). Otra, que ya en el curso del siglo XX, distanciada de las exageraciones, pretendía volver a los orígenes (Thomas Beecham, Richard Hickox).
Discípulo de Helmuth Rilling y prescindiendo de aquellas desmesuras a que nos acostumbraron tantas evocaciones sobre todo navideñas, Rademann optó por el otro extremo, retornando a las fuentes. Con este propósito, y ciñéndose a la versión original (1742), se manejó con un conjunto instrumental de sólo veintitrés miembros y una agrupación coral de veinte. Y elaboró así una espléndida interpretación, si se quiere recogida, concisa, de corte intimista pero luminosa, que adquirió particular lucimiento a través de su vibrante fluidez dinámica, su admirablemente proporcionada elocuencia, y sus impecables y puntuales acentuaciones rítmicas.
Dominador absoluto de uno de los oratorios más famosos del mundo (¿tal vez el más?), el maestro de Dresden desplegó su tarea con notable musicalidad y solidez conceptual, y condujo con gestualidad tan comunicativa y precisa, que casi podría decirse que fue llevando sin batuta compás tras compás a todos y cada uno de quienes estaban bajo su mando. La exposición, mágicamente enhebrada con silencios y ajuste perfecto, fue siempre natural y fácil, de esbelta cuadratura (en el mejor sentido del vocablo), intensamente expresiva, con diseños melódicos y contrastes forte-piano de alta escuela. En cuanto a la orquesta (con algunas asperezas en las cuerdas en la Sinfonía inicial), digamos que a partir de un sonido limpio y de calidad acreditó delicado equilibrio en la interacción de los planos sonoros. En su contexto sobresalieron la segura concertino Mayumi Hasaki, la ejecutante de órgano portátil Michaela Hasselt, sostén vital de toda la función, y los trompetistas Hans-Martin y Astrid Brachtendorf (quienes sorprendieron por no scroccar ni desentonar una nota utilizando instrumentos antiguos, suprimidos en la revisión de Mozart); también los cellistas y la contrabajista, que junto al fagot configuraron un sutil pero insustituible bajo continuo.
CORO Y SOLISTAS
Debe puntualizarse sin rodeos que el armonioso coro de la Academia es uno de los mejores del mundo en el terreno camarístico. Casi en estado de gracia, sus integrantes poseen un alma grupal de maravillosa transparencia y afinación, y belleza colectiva en todas sus gamas. A lo que la Gaechinger Cantorey añade magnífica ductilidad y exactitud para el despliegue de complicados trozos de polifonía imitativa, claridad de dicción y sintaxis musical, así como también unísonos y melismas de neto impacto (particularmente en los forte), admirables gradaciones, énfasis e ímpetu (‘For unto us a child is born’, ‘Surely he hath borne our griefs’).
En lo que hace a los solistas, los cuatro de rango homogéneo, cabe apuntar que ninguno encara a personajes determinados, y van desplegando simplemente los textos ingleses de Charles Jennens (tomados de pasajes bíblicos) de manera plásticamente descriptiva. Alumno de Ely Ameling y Peter Schreier, el islandés Benedikt Kristjánsson fue quien se distinguió del resto debido a la exquisita tersura y pureza de su registro y su comunicatividad. Desde ya uno de los tenores más importantes de la actualidad en este repertorio, su cometido impresionó desde el comienzo (‘Ev’ry valley shall be exalted’) debido a la dulzura de sus armónicos y maleables matices, y la franqueza y calidad de la emisión. El bajo berlinés Tobias Brendt mostró, por su lado, canto invariablemente firme y sólido, de timbre y color por momentos neutros y demasiado líricos, pero cumplió sin duda con nervio, personalidad y eficacia (‘The trumpet shall sound’).
Nuestra compatriota, la soprano mendocina Verónica Cangemi, acreditó a su vez voz pareja y entera, de gratas ornamentaciones y reverberaciones, y también fraseo refinado, de bien elaboradas honduras expresivas (‘I know that my Redeemer liveth’), ello sumado a delicadas medias voces, filati y diminuendi. En cuanto a Marie Henriette Reinhold, joven mezzosoprano de Leipzig de hermoso metal, a pesar de un volumen que puede parecer reducido para un recinto de las dimensiones del Colón, y de un vibrato que afecta sus zonas medias y del pasaje inferior, corresponde señalar que desplegó en sus intervenciones una línea de exquisito modo y genuina adhesión a la estética canora del barroco tardío, tocante fraseo y relevante modelado del legato (‘He shall feed His flock like a sheperd’).
Calificación: Excelente