Mirador político

Un pacto ornamental

El gobierno de Javier Milei organizó un festejo del 9 de Julio atípico. En lo sustancial, convocó a la firma de un pacto a gobernadores y dirigentes en Tucumán con un relevante nivel de adhesión. En lo menos sustancial, terminó convirtiendo el desfile de tropas en un show personal al subirse a un tanque. De esa manera no sólo se ubicó una vez más en la vereda opuesta del kirchnerismo y de la izquierda que insultan a los Granaderos, sino que proyectó una imagen blindada de poder.
Al margen de los histrionismos, el balance de la jornada fue positivo para el Gobierno, aun cuando apelar a la épica constituya un recurso torpe para justificar su gestión. La campaña ya terminó. El apoyo popular que las encuestas muestran que sigue manteniendo desde el balotaje hasta ahora se funda en su capacidad para enfrentar la crisis económica o más bien en la expectativa positiva sobre esa capacidad.
Bajo estas circunstancias Milei no sólo se equivoca al abusar de las excentricidades para autoperfilarse. Lo hace también cuando descalifica a los gobernadores que no concurrieron a la firma de un pacto más bien ornamental, atribuyéndoles “anteojeras ideológicas” o la intención de “boicotearlo”.
Otro tanto ocurre cuando denigra a los políticos o sus voceros que operan desde los medios. La violencia verbal puede ser bien recibida entre sus incondicionales y ser útil para diferenciarse de dirigentes de su sector, por ejemplo, Mauricio Macri, más contemporizadores con la “casta”, pero el resto del electorado la rechaza.
Además, una cosa es consolidarse en su campo partidario/ideológico y otro no tolerar la disidencia. Descalificar al adversario en términos absolutos es en el fondo hacerlo con la propia democracia liberal, sistema que se caracteriza por el pluralismo, es decir, por ser un ámbito en el que coexisten “partidos”, entidades que reconocen razón de ser al que opina distinto.
Lo contrario es el unanimismo, práctica caudillesca propia de los “movimientos” que se autoidentifican con la Nación y deshumanizan a sus adversarios considerándolos cipayos y traidores a los intereses del pueblo. Precisamente esa actitud nefasta es la que tiene que combatir, porque en buena medida en ella está la raíz del fracaso histórico de la Argentina.
Para explicar el desastre persistente de los últimos 80 años se suele citar la inflación y otros padecimientos macroeconómicos, pero la base del problema está en la política que sigue fiel a prácticas corporativas cuasi medievales.
Por eso no es solo la economía de libre mercado la que puede rescatar al país de su imparable decadencia, sino el reconocimiento del adversario como tal y no como un enemigo de la patria. No hay pacto de Mayo ni de la Moncloa que funcione si no se admite ese principio que el Presidente debe practicar en palabra y hecho. No es subiéndose a un tanque que va a fortalecer su gobierno, sino generando consenso de que el camino que propone es el correcto y que la vuelta al populismo derivaría en una ruina peor que la actual.