Habían transcurrido 11 años del final de la Guerra Civil cuando en 1876 se enfrentaron el demócrata Samuel Tilden y el republicano Rutherford Hayes por la presidencia de EEUU. Tilden venía ganando en el conteo cuando salió a la luz una trampita: resulta que en aquella época, las boletas las imprimían los partidos y dado que el analfabetismo era alto, debían ponerse junto a los nombres de los candidatos, un gráfico que indicara el partido. Los demócratas ponían un gallo y los republicanos usaban la imagen de Lincoln. Pero, muy picarones, los demócratas imprimieron las papeletas con el nombre de Tilden junto al rostro de Lincoln.
La cosa se empiojó tanto que recién en enero de 1877 esos votos fueron descalificados y se creó una Comisión Electoral que otorgó la presidencia a Hayes. Ambos partidos firmaron el Compromiso de 1877 por el cual los demócratas aceptaron ceder la presidencia a Hayes a cambio de que el gobierno federal retirara a sus tropas del sur de EE.UU que estaban desde el fin de la guerra como garantes de los derechos (recientemente adquiridos) de los negros.
Conclusión: los estados del sur, libres de la supervisión del norte, implantaron las leyes que discriminaron a los negros y les restringiríeron la capacidad para votar, asegurándose politicamente la zona. Las cosas volvieron casi al estado que tenían antes de la Guerra Civil. Entonces: ¿quién ganó?
La historia de las irregularidades alrededor de las elecciones del país más poderoso del planeta es muy nutrida. Sus derivaciones afectan a la política y a la economía del mundo y es interesante ver cómo se salió de esos embrollos porque dependiendo del caso, el candidato y el partido perdedores reaccionaron a los resultados de manera diferente, pero la victoria ni es siempre tan clara ni se paladea de inmediato.
La mafia de Chgicago
En 1960 se disputaron elecciones entre el vicepresidente republicano Richard Nixon y el senador demócrata John F. Kennedy. La diferencia fue tan justa que muchas voces denunciaron fraude con los ojos puestos en dos lugares: el sur de Texas y Chicago, capital de Illinois, donde la maquinaria política del alcalde demócrata Richard Daley era sospechada de estar manejada por la mafia. Hasta las once de la noche parecía que Kennedy iba a ganar pero a la madrugada se produjo un cambio que llevó a la NBC a anunciar el triunfo de Nixon. Todos los estados agrarios del este y Ohio, Kentucky y Tennessee habían votado a favor de Nixon y para colmo Illinois no parecía seguro. Si fallaba este estado y Texas, Kennedy se volvía a casa.
Cuenta la leyenda que, ante este peligro, los capos mafia comenzaron a llevar a los votantes de Chicago de un barrio a otro para que pudieran votar varias veces (voten bien y voten mucho, cuentan que decía Daley) resultado: Kennedy obtuvo entre el 70 y el 80% de los sufragios. A escala nacional, la victoria de Kennedy se basaba en una diferencia de 112.881 votos sobre un total de más de 68 millones.
Con las denuncias de votos duplicados, amenazas y lesiones, el Partido Republicano llevó a cabo en Illinois un recuento de los votos que parecía otorgar la victoria a Nixon por 4.500 sufragios de diferencia a su favor. Sin embargo, Daley, lo más campante, se negó a llevar a cabo un recuento oficial. Nixon no impugnó los resultados. Esa resignación pasó a la historia como una concesión a la paz social. Lo que vino después es más famoso y volvemos a preguntarnos: ¿quién ganó?
Ciertamente el mecanismo del poder político enquistado en las entrañas de la burocracia americana, eso que las novelas llaman Estado Profundo (deep state), siempre se las arregló para seguir funcionando, más allá de cualquier decisión popular. Cada tanto le crujen un poco los engranajes pero en seguida encuentra como fluir hacia su propia salvaguarda.
Casualmente en 2000 un nuevo episodio electoral conmovió al mundo: muchos estados todavía usaban la tarjeta perforada resabio de la década de 1960 que ya había presentado mil problemas. El día de las elecciones una “papeleta mariposa”, una tarjeta perforada con un diseño que violaba la ley de Florida apareció milagrosamente en los centros y consiguió confundir a miles de votantes en el condado de Palm Beach que terminaron votando equivocadamente pensando que lo hacían por el candidato demócrata Al Gore que de esta forma perdía Florida ante Bush por 537 votos. Gore fue a los tribunales y Bush apeló contra la solicitud de Gore. Si bien Gore ganó en la Corte Suprema del Estado de Florida, la Corte Suprema de Estados Unidos dictaminó a las 10 de la noche del 12 de diciembre que el Congreso había establecido una fecha límite y Gore aceptó los resultados pasando a ser, como en los anteriores casos, un cobijado miembro más del elenco político que se alterna el poder. ¿quién ganó?
El gordo naranja
Pero el diablo metió la cola en 2016, justo cuando el mundo entero avanzaba hacia un homogéneo consenso bienpensante. Candidatos republicanos domesticados como los McCains o Rommneys eran indistinguibles de los adorados Obamas o Clintons esos ensamblados grises que adora el New York Times. Candidatos que jamás iban a desafiar los valores y los modos dictados por el consenso cultural de las ideologías inodoras e insípidas.
Dos factores se cruzaron: El divorcio entre las expectativas de los votantes y sus representados y el capricho de un gordo naranja. Que un personaje como Trump estuviera en la carrera presidencial era una bocanada para los que desde hacía años les daba lo mismo votar a John Smith o a Smith John. A la monocromía gris de la casta le creció un naranja. El 2016 fue una anomalía, en parte culpa del piloto automático del establishment, en parte culpa del absurdo.
Contra todo lo pensable, Trump se hizo con la presidencia más importante del mundo. Lo que siguió fue el estupor. Todo valió, fue ferozmente combatido por Hollywood, por Silicon Valley y por la Ivy League. Sumemos a esto las voces neurasténicas que lo sentenciaron a muerte por poner en duda el feminismo, el identitarismo o la religión ecologista. Fueron cuatro años contra el consenso de la opinión publicada, contra las redes sociales y contra académicos, celebrities, modelos, cantantes. Y Trump se valió de todo, también, atávicamente... Era necesaria esa desmesura militante? Deberíamos dejar que los historiadores, en frío, respondan eso.
El azote no fue gratis, Cuatro años de controversias convirtieron a una población polarizada en una población enfurecida entre sí en partes iguales. La casta generó los anticuerpos contra Trump, atizando una división en carne viva. De ahí en más ya era irrelevante contra quién se enfrentaba.
¿Por qué se convirtió Joe Biden en el contrincante? Porque las personas que toman decisiones no querían más sorpresas, ya no estaban en piloto automático. Biden había perdido tres primarias seguidas, era cuarto en Iowa, quinto en New Hampshire y segundo lejos en Nevada. Se trataba de un tipo con tal deterioro cognitivo que era incapaz de recordar el nombre de su esposa. En marzo tenía 14 delegados, mientras que Bernie Sanders tenía 45 y Pete Buttigieg 26. No tenía ni territorio ni fanáticos, sólo su obediencia, la necesaria para permanecer una vida al amparo del Estado. ¡A quién le importaban estos detalles! Habían logrado que la mitad del electorado votara a “cualquiera menos Trump”.
Demonización
En la contienda electoral 2020, Trump debió afrontar, de nuevo, una campaña de demonización y censura tan desequilibrada como caótica. La locura totalitaria mundial, que encontró como catalizador al Covid, le jugó en contra, pero podría haber sido cualquier otro disparador porque ya las hienas estaban en la arena y querían sangre.
Desbloqueando un nuevo nivel de populismo en el cual el pueblo es bueno sólo si “piensa bien”, compartieron sesudas categorías de análisis Lady Gaga, Shakira y Mario Vargas Llosa, quien se despachó con sentencias como: “no basta que haya elecciones libres y genuinas en un país; además, es preciso que los votantes voten bien. Los electores estadounidenses se equivocaron garrafalmente hace cuatro años votando por Donald Trump”. Acababa de nacer una versión adaptada para la Revista Hola del Despotismo Ilustrado: todo para el pueblo siempre que el pueblo vote bien.
Claro está que Trump era el candidato de sí mismo. Gran parte del Partido Republicano lo detesta y lo tiene como una medicina, repugnante pero instrumental, de la que ya obtuvieron lo que necesitaban. Trump levanta pasiones, Biden no, no es Sanders, cierto; pero tampoco genera rechazo y es aceptable para mucha gente, y, como en 1876, es una concesión que el Partido Demócrata hace al Republicano al no asustar con sus piezas más radicalizadas. Con los contrapesos judiciales y legislativos, más las cajas ejecutivas aseguradas… ¿para qué sería necesario seguir soportando al farabute canalla?
Encuestas tarot
Las dos campañas en las que participó Trump, dejarán como resultado la exposición de todas estas miserias más la comprobación fáctica de que las encuestas son una rama menor del tarot. Se utilizaron para orientar el voto otra vez. La mayoría daba como vencedor a Biden por arriba de los 10 puntos y una vez más fallaron estrepitosamente en sus previsiones, hasta tal extremo que ya resulta lógico preguntarse si ellos son demasiado estafadores o nosotros demasiado pavos. Como sea, queda claro que son un brazo electoral sin el más mínimo rigor.
Lo ajustado de la contienda y la catarata de denuncias, no fueron óbice para que los medios declararan, con el frente judicial abierto y con los votos aún sin contar, a Biden como presidente. Tampoco estos detalles fueron escollos para que los líderes mundiales se sumaran a la apuesta mediática. Las tensiones vienen, casi en su mayoría, por un instrumento inefable llamado voto por correo que es infinitamente menos confiable por el simple hecho de que amplía las intermediaciones entre el votante y la urna.
El temor al Covid amplificó exponencialmente el uso de este instrumento y, como cada estado pone sus reglas, también se ampliaron exponencialmente las triquiñuelas. El ingenio de la trampa electoral es una sucursal de la delincuencia en constante desarrollo, los argentinos sacaríamos al país de la pobreza en horas si nos dejaran exportar esta industria.
Si la elección era de por sí muy contenciosa con todos estos elementos se volvió una porqueriza que va a tener su capítulo final en los tribunales. Además de las impugnaciones rimbombantes y de las demoras del conteo, ya hay más de 300 demandas aceptadas en 44 estados. Declarar un ganador pasando por encima de estos hechos no parece la vía más institucional (salvo que se quieran parecer a lo que tanto criticaron) y es, ciertamente, una señal incorrecta para los millones de votantes de Trump, decirles que ni van a contar sus votos ni van a escuchar sus reclamos. Flaco favor le está haciendo el consenso internacional al pobre Biden y a su eventual gobernabilidad. ¿Este sería el llamado a la unidad?
La campaña 2020 dejó obsolescencias a la vista: la inutilidad completa de los sondeos, de los actos multitudinarios, de los debates, de las denuncias de corrupción de último momento, de la censura, y del sistema de conteo de votos que parece hecho por borrachos. Dejó en claro también que la lucha de ideas en modo descarnado sí da resultados a la hora de llenar las urnas. Los millones de votos obtenidos por Trump en 2016 y 2020 no representaban un partido, representaban ideas. Ideas tan latentes en los corazones de los estadounidenses que, aunque los políticos intercambiables ni se animaban a pronunciarlas, sobrevivían. Votar por las ideas, las que sean, es el legado de Trump, no es poco.
En 1888, el presidente demócrata Grover Cleveland se postuló para la reelección contra el ex-senador republicano Benjamin Harrison. En aquel entonces la votación era pública y ciertos vivarachos votantes vendían sus votos al mejor postor. El tesorero del Partido Republicano envió una carta a los líderes locales en Indiana con los fondos necesarios para los votos y las instrucciones de cómo repartirse a los votantes que fueran receptivos de tales dineros en “bloques de cinco”, un instructivo de sobornos a cambio de votos a Harrison. Los demócratas consiguieron una copia de la carta y la publicitaron ampliamente en los días previos a las elecciones, pero el Partido Demócrata no impugnó el resultado porque nuevamente ganó el siga siga del estado profundo.
La buena es que Cleveland se tomó la revancha contra Harrison cuatro años después, convirtiéndose en el único presidente en cumplir mandatos no consecutivos, y logró, además, que su derrota sirviera para la adopción en todo el país de boletas secretas para votar. ¿Quién ganó?