Serás feliz sin tener nada

La burocracia internacional impulsa políticas que terminan por ser un lastre para la sociedad argentina. Es momento de abrir los ojos y recuperar el sendero perdido.

Por Gianluca V. Di Battista 

El anhelo de una vida estable, el sueño de la casa propia, del trabajo formal, del medio de transporte individual sigue siendo la aspiración de la mayoría de los argentinos. Sin embargo, los símbolos de la estabilidad y la seguridad, frutos de la movilidad social ascendente, se ven puestos en jaque por una filosofía que aboga por el “ser feliz sin tener nada”.

Por esto no me refiero a las ideas ascéticas y de austeridad, las cuales son admirables cuando se presentan como verdaderas vocaciones de vida. 
Ahora bien, surge un dilema muy distinto cuando en un país con 40% de pobres un grupo de millonarios pertenecientes a una burocracia internacional, con sueldos que superan los 350.000 euros al año, intentan imponer una concepción de la felicidad desvinculada de la propiedad. Esto es precisamente lo que el FMI ha predicho en el Foro Económico Mundial en el marco de la Agenda 2030: "No tendrás nada y serás feliz", esto y mucho más.  

Imagina un mundo en el que no tengas la necesidad de ser el dueño de nada porque podrás alquilar cualquier cosa que necesites. Ya se trate de casas, autos, comida, incluso personas, todo lo que gustes disfrutar, siquiera antes que lo concibas, ya estará disponible en una plataforma al alcance de un clic. 

En esta utopía, la propiedad es una institución arcaica porque podrás disponer de casi cualquier cosa sin ocuparte del mantenimiento, la administración o el estado. Hoy estás acá, mañana no sabes. Sos un ciudadano del mundo: ¿para qué molestarte en bienes que te aten a un lugar?  

En una era en que las publicidades, películas y series nos venden una imagen de la juventud eterna parece poco atractivo preocuparse por el mañana, mucho menos por la vejez. Vivir el día, aprovechar al máximo cada momento, no preocuparnos por las cosas materiales.

 Con estas banderas se nos presenta de forma aceptable un mundo en el que la titularidad de los bienes se concentra en cada vez menos personas, mientras la brecha entre ricos y pobres, entre propietarios y desposeídos, es cada vez más grande. Con palabras bonitas e ideas cancheras vamos blanqueando los intereses del tecno-liberalismo digital.

 DEBAJO DE LA ALFOMBRA 

En consecuencia, a la precarización laboral le llamamos “ser tu propio jefe”. A colaborar con las prácticas ilegales que posicionan a empresas extranjeras en situaciones de competencia desleal respecto de las nacionales le decimos ser parte de una moderna Start Up.  

Similar es el caso del yugo feudal que representa la desproporcionalidad de los salarios respecto de los alquileres y la imposibilidad de conseguir una vivienda propia. A la resignación de nuestra intimidad le llamamos Coliving y resulta muy divertido vivir con roomies.  

Cuando montamos emprendimientos, como buenos entrepreneurs que somos, nos vemos obligados a hacerlo al margen de la ley porque no podemos hacer frente a las exigencias fiscales y a la gran cantidad de cargas, permisos y habilitaciones que una enorme burocracia estatal nos impone. Muchas veces ni siquiera podemos afrontar los gastos para abrir una oficina, pero ¿para qué preocuparnos si tenemos los coworking? 

Inmersos en una economía donde la propiedad se torna inaccesible y el ahorro se destruye debido a la devaluación, nos encontramos obligados a gastar nuestros recursos antes de que pierdan valor.

De esta forma, inadvertidamente, dilapidamos nuestras energías en experiencias superfluas que, aunque divertidas, carecen de sentido productivo. 
En este contexto de hiperconsumo, la concepción de la familia cambia de tono. Se torna un lastre no sólo por las responsabilidades que conlleva respecto a los demás, sino también debido a que tener hijos se ha convertido en un lujo inasequible para una gran parte de la población. 

En varios casos, la paternidad implica renunciar a un nivel de vida y a patrones de consumo que muchos no están dispuestos a ceder. Este escenario nos arrastra hacia una mentalidad individualista, egocéntrica y cargada de desconfianza. Preocupados exclusivamente por nuestra comodidad personal, nos transformamos en individuos incapaces de experimentar genuinamente el amor o el sacrificio. Simultáneamente, la cultura y la tradición también se ven afectadas por este modelo de consumo desenfrenado.

Este paradigma necesita que estemos desarraigados, desprovistos de cualquier vestigio de identidad nacional, religiosa o familiar. Una vez despojados de estos vínculos, nos volvemos como copias vacías listas para ser esclavizadas por un sistema financiero global que ejerce su poder sobre nosotros. 

GRAN PARADOJA

El verdadero esclavo del sistema: el hipster, con tres posgrados, soltero, que viste oversize y vive en un monoambiente alquilado en Palermo, cuyo hobbie es criar suculentas en un balcón. Su fe es la ciencia; su patria, el mundo y su identidad, la marca de moda.

Todo el sentido de su existencia se reduce a una militancia en contra del capitalismo heteropatriarcal al cual jura destruir sin darse cuenta que él mismo es el arquetipo de aquello que combate. Siervo de señores que no conoce, reproduce un sistema que lejos de moderar el capitalismo lo acentúa.  
Pese a los esfuerzos del globalismo seguimos siendo una mayoría, cada vez menos silenciosa, los que luchamos por un futuro distinto.

Los que soñamos con un país que brinde oportunidades de trabajo digno, que facilite el acceso a la tierra para la constitución del hogar y la familia, que abogue por las tradiciones y que no tenga complejos religiosos. 

Aún quedan locos de los que se comprometen, de los que piensan en algo más que en sí mismos, de los que comprenden el dolor ajeno. No es otra mi intención que alentarlos y despertarlos porque, como dijo el gaucho Martín Fierro: “Y dejo rodar la bola, que algún día se ha de parar / tiene el gaucho que aguantar/ hasta que lo trague el hoyo,/ o hasta que venga algún criollo / en esta tierra a mandar.”