El 23 de abril de 1917 llegó a Montevideo el vapor “Infanta de Borbón”, así bautizado por quien fuera dos veces Princesa de Asturias: María Isabel Francisca de Asís Cristina Francisca de Paula Dominga de Borbón y Borbón, hija de Isabel II de España.
Se contaban entre sus pasajeros -y así lo consignó una noticia publicada en La Prensa del día siguiente- además del doctor Juan Carlos Blanco, ministro uruguayo en Francia, el actor español Simón Raso con su compañía, el también peninsular Rafael Santana, un técnico que traía la misión de estudiar lo relacionado con la exportación de carnes congeladas del Uruguay a España, así como el poeta y periodista mexicano Luis Gonzaga Urbina (1864-1934), mejor conocido en el orbe hispanoamericano como Luis G. Urbina.
La nave siguió rumbo a Buenos Aires a las ocho de la noche de esa misma jornada y arribó el 24 al puerto argentino, donde se cuenta que un gran número de sus lectores, sin duda ajenos a los estampidos de los fusiles de la Revolución Mexicana que acababa ese año, recibió al autor de Ingenuas (1902).
Fue una calurosa recepción brindada al hoy poco menos que desconocido Urbina, no solo en la República Argentina sino también en su patria donde según resalta Claudia Pinedo González en su tesis “Defensa del romanticismo desde el modernismo: análisis de la crítica a la obra poética de Luis G. Urbina” (Universidad Nacional Autónoma e México, 2004): “está relativamente olvidado por la crítica, a pesar de que con frecuencia se le reconoce como integrante del grupo de los mejores poetas de México y se le estima como un mexicano célebre. Francisco A. de Icaza lo ubicó entre los ‘dioses mayores de la poesía mexicana’ junto a Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón y Enrique González Martínez. De ese grupo, Urbina es quien cuenta con menos escritos sobre su poesía; ni siquiera existe una edición crítica de su obra.”
Cambiaron los tiempos y con ellos las modas y gustos literarios a punto tal, que no debe extrañar al presente la recepción local brindada entonces por parte de quienes memorizarían algunos de sus versos más difundidos como el compuesto en alejandrinos modernistas presente en Lámparas de agonía (1914) que comienza: “El ruiseñor cantaba. La noche era divina,/ toda cendal de nieve, toda cristal azul;/ y en el jardín de plata la coruscante encina/ alzaba entre la sombra su cúpula de luz.”
Solía destacar aquel momento de urbinofilia el escritor, funcionario cultural y estudioso del folklore, Julio Carlos Díaz Usandivaras (1926-1994). Incluso este autor argentino integrante de nuestra Generación del 40, asomado lo mismo que sus congéneres a otras estéticas y además -en su caso- ferviente admirador de Neruda, reivindicó la poética de Urbina en algún trabajo suyo adolescente.
TRANSICIONES
Pasadas las décadas deberá convenirse que fue sagaz Díaz Usandivaras al revalorizarlo y vincular –sin decirlo- el mensaje del neorromanticismo característico de los creadores del 40 y puntualizado por ejemplo por Luis Soler Cañas, antólogo de la generación y por Luis Ricardo Furlan, estudioso de la misma y de la inmediatamente posterior Generación del 50, con el romanticismo tardío y ya en despedida ejercitado por quien fuera director durante dieciocho meses -entre 1913 y 1914- de la Biblioteca Nacional de México.
Puesto que en rigor la voz de Urbina tenía tonalidades tanto del romanticismo cronológicamente epilogal de un Manuel Acuña, como del irruptivo modernismo que Gutiérrez Nájera introdujo en el país azteca. No en vano la semanal Revista Azul aparecida entre 1894 y 1896 que Gutiérrez Nájera -destinatario del poema “Siebel” de Urbina aparecido en su libro Ingenuas-, fundó con Carlos Díaz Dufoo y de la que Urbina era secretario de redacción, llevaba el mismo nombre del libro de poemas y cuentos de Rubén Darío publicado en Valparaíso en 1888, quizá el mayor de los emblemas modernistas.
Al aquí evocado le tocó vivir tiempos de transiciones y no sólo literarias bajo el porfiriato y el grupo de los “científicos” que rodearon al presidente Díaz, así llamados por su adscripción al positivismo cientificista que pontificaba el progreso indefinido y la moral positiva. De algunos de sus exponentes fueron valiosos sus aportes en materia pedagógica, a lo Sarmiento proféticamente en la Argentina, su discípulo uruguayo José Pedro Varela Berro en el país hermano rioplatense; más o menos para ese tiempo el Padre Félix Varela en Cuba, y algo después el puertorriqueño Eugenio María de Hostos -admirador del sanjuanino y amigo de José Manuel Estrada y de Vicente Fidel López- en la República Dominicana.
En ese aspecto son innegables los aportes en materia de educación pública de los mexicanos Ignacio Manuel Altamirano, un católico y liberal, y Justo Sierra quien prologó en 1890 el primer libro de Urbina: Versos y le encomendó la confección de la Antología del Centenario en 1910, tarea que llevó a acabo con Nicolás Rangel y el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Y aquí vale anotar un dato: en Las corrientes literarias en la América Hispánica (1949) Henríquez Ureña menciona en cuatro ocasiones a Urbina.
EN ESPAÑA
Empero y excepciones aparte, el positivismo de Comte y Spencer de los “científicos” del Partido Liberal representó al decir de Octavio Paz una ideología que no fue la de la burguesía liberal interesada en el progreso industrial y social como en Europa, sino de una oligarquía de terratenientes. No pertenecía Urbina a ese sector y sería por eso que este activo polígrafo y funcionario público en su país, se decidió por una larga radicación –casi un exilio- en España, donde llegó en 1916 como corresponsal de El Heraldo de Cuba y actuó en el periodismo cultural en la revista Cervantes junto al modernista andaluz Francisco Villaespesa.
Tras realizar algunos viajes a la patria, en el último día de junio de 1925, la Secretaría de Educación Pública lo comisionó para clasificar en España los documentos de la “Comisión Del Paso y Troncoso”. Ocurrió eso apenas un año antes de iniciarse, el 3 de agosto de 1926, la Guerra Cristera. Finalmente el sin duda agnóstico Urbina, que no obstante solía citar a Tomás de Kempis y a su compatriota Sor Juana Inés de la Cruz, regresó a Madrid y murió allí.
No sin frustración debió haber tomado conciencia de su anacronismo literario y así se lo hizo saber a Alfonso Reyes en 1923: “a ningún moderno interesan ya estas antiguallas mías”. Empero tironeado por problemas económicos, no se encerró en la torre de marfil de los esteticistas y lejos de los virajes políticos de un Vasconcelos optó por evocar afectos familiares y amorosos: “Si alguna oculta pena me agobia/ leo las cartas que guardo allí;/ las de mi madre, las de mi novia;/ dos almas buenas que ya perdí.”
Idealista asomado apenas y no sin vértigo a las duras realidades sociales de su pueblo, buscó hacer de la vida un poema y desnudando su personalidad en el canto, dirá en “Perlas” de 1888: “Y en cada uno de mis versos/ viven con vida siniestra, mis deseos, mis temores,/ mis dudas y mis creencias. ¡Qué mucho que yo los ame/ ¡Qué mucho que yo los lea, si sin hojas arrancadas/ al libro de mi existencia!”.
ALFONSO REYES
Y siguió volando con su imaginación en pos de arquetipos de belleza, verdad y justicia, aquellos mismos arquetipos que casi tocó con la mano su amigo Alfonso Reyes. Nacido el humanista de “Discurso por Virgilio” en 1889 era un cuarto de siglo menor que Urbina quien cariñosamente lo llamaba “Alfonsito”. Con Reyes intercambió una muy extensa correspondencia que ha sido publicada por Ángel Rangel Guerra en 1989 en el volumen 37, número 2 de la Nueva Revista de Filología Hispánica de México. Y si no alcanzó Urbina las cosmologías platónicas, su vuelo sí cobró alturas. Así comentó sobre Poemas crueles de 1895, Amado Nervo: “No podemos aprisionarlo, no; dejad, pues, al ave que despliegue sus alas de iris, que cante.”
Poco a poco entre el embelesamiento por el simbolismo francés y el parnasianismo helenizante, descubrió que su propia genealogía lo enraizaba a los pueblos originarios de Mesoamérica. No pudo vislumbrar frente a tanto sector despojado de sus derechos, la irrupción de ninguna raza cósmica como la vaticinada en 1925 por José Vasconcelos bajo el lema: “Por mi raza hablará el espíritu”.
Urbina llegó a confidenciarle a Reyes su desazón ante la miseria y exclusión de la mayoritaria población nativa o mestiza: “En “México: nueve millones de indios, movidos y removidos brutalmente por tres millones de mestizos. Los indios son el rencor impotente, la inadaptación asombrada, el pasado fardo de la miseria. Los mestizos son la audacia sin freno, la inquietud sin ideal, el sensualismo sin refinamiento. En las manos del cura el indio es superstición. En las manos del general, es trinchera. Su carne sirve para todo. Es aprovechable para todos los engaños, para el político principalmente.”
Tal vez esta conciencia de su América india y expoliada lo acercó al argentino Manuel Ugarte, el socialista, nacionalista y americanista argentino que denunciaba la penetración imperialista yanqui en Centroamérica y había intimado en París con Rubén Darío.
A Ugarte le dedicó Urbina un poema testimonial y melancólico por la juventud perdida: “Qué noche tan azul” presente en Lámparas de agonía, estrofas donde por cierto no hay elemento alguno de reclamo social. Sin embargo en otra de sus composiciones: “Desde un lugar de La Mancha”, más quijotista que propiamente revolucionario como el mítico líder agrarista Emiliano Zapata o el pensador y político marxista Vicente Lombardo Toledano, escribió Urbina: “Socorrí al triste y al desvalido;/ desfice entuertos y a las estrellas/ alcé los brazos de mal herido”.
EN EL PAIS
Urbina permaneció poco tiempo en la Argentina donde disertó sobre la vida intelectual de México. Años más tarde de su visita, en el número 145 de la revista Nosotros correspondiente a junio de 1921, el escritor jujeño Julio Aramburu firmó un comentario crítico sobre El corazón juglar de Urbina, un florilegio de temas españoles publicado en Madrid un año antes. Lo curioso es que no haya él mismo colaborado en esa prestigiosa revista a cargo de Roberto Giusti y Alfredo Bianchi.
Aunque con las salvedades antedichas, parece ser que trajo a Buenos Aires en aquel abril de 1917 intenciones de vincularse a nuestro ambiente cultural. Lo manifestó así el 25 de ese mes cuando visitó la redacción de La Prensa acompañado por el encargado de negocios de México, Isidro Fabela. Del diálogo entablado dio cuenta una columna aparecida al día siguiente.
Allí trasmitió Urbina la admiración por algunos hombres de letras argentinos. “A los cuales demuestra conocer adecuadamente”, subrayó el cronista. Anotició además el visitante que a los más sobresalientes de los jóvenes escritores y a los consagrados, empieza a leérseles con preferencia en España. En sus palabras: “Hay allí un interés creciente por las cosas de América y en especial por las de la Argentina. Interés que nos es sumamente grato a todos los americanos que viajamos por la península”.
Cabe preguntarse si habrá tenido trato entre esos consagrados con Rafael Obligado, Carlos Guido Spano, incluso con Ricardo Güiraldes cuyo Cencerro de cristal salió a la .luz en 1915 y si habrá visitado a Paul Groussac en su despacho de director de la Biblioteca Nacional. Todo indica que no, como que no hay poemarios suyos dedicados ni a la institución ni a Groussac. Y entre los más jóvenes si al menos tuvo algún diálogo con Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Leopoldo Díaz, Arturo Capdevila quien ese año de 1917 dio a conocer su cuarta entrega de poesía: El libro de la noche. O con Héctor Pedro Blomberg, con Pedro Miguel Obligado próximo a publicar Gris y ya elogiado por Darío y con Ricardo Rojas, colaborador de la publicación española Cervantes Revista Mensual Ibero-Americana que codirigía Urbina con Villaespesa y con José Ingenieros, este sí de gran vínculo con el mexicano al punto de haber sido sentado a la derecha de Ingenieros en un banquete que se le ofreció al autor de El hombre mediocre en La Habana a finales de 1915 según información que puede recabarse en el número IV de la revista Cuba Contemporánea bajo la dirección de Carlos de Velasco, correspondiente al mes de enero de 1916.
Al aquí evocado le tocó vivir
tiempos de transiciones y no
sólo literarias bajo el porfiriato
y el grupo de los “científicos”
que rodearon al presidente
Díaz, así llamados por su
adscripción al positivismo
cientificista que pontificaba
el progreso indefinido y la
moral positiva.
SEVERA OPINION
Empero su visión general del país no fue demasiado positiva. El informe enviado desde Madrid el 5 de octubre de 1917 a su Ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto García Pérez, deja traslucir su contrariedad al tomar nota de la obsesión por Europa de la mayoría de los argentinos, algo bien ajeno a los ideales del iberoamericanismo que él igual que Ugarte propugnaba. Y ante la locura especulativa advertida sobre todo entre los porteños aunque no solamente consignó: “Parece el país poseído de la fiebre de la ganancia y del lucro. Se improvisan y se pierden las fortunas en muy breve espacio de tiempo”.
Sin duda algo opacado por sus amigos Gutiérrez Nájera y sobre todo por Amado Nervo que cumplió funciones diplomáticas en Uruguay y la Argentina, a la muerte de Urbina en Madrid víctima de una pulmonía en noviembre de 1934, la nota necrológica de La Prensa puso de resalto que su musa fue puramente mexicana y que “como Justo Sierra fue Urbina un escritor que procuró que su misión se desarrollara armoniosamente al lado de la incesante evolución del progreso en su patria.”
Hombre de empeños líricos más que de luchas civiles, no tuvo la vida retirada que elogió Fray Luis de León y si –quizá- alcanzó algo de la existencia quieta y no ajena a cierta frustración vaticinada en los versos del ya citado poema “Desde un lugar de La Mancha”: “¡Qué bien se ocultan en la secreta cárcel del pecho!/ ¡Qué vida quieta la que concluye todo mi drama!”