Secuelas de una época inquietante

El ciclo del refugio

Por Peter Rock

Ediciones Godot. 200 páginas

 

En la década de 1980, Hollywood popularizó el fenómeno de los “preppers”, esas personas que se preparaban para una inminente catástrofe de la humanidad construyendo búnkeres subterráneos y acumulando en ellos comida, medicamentos, herramientas y libros para hacer frente durante largo tiempo al desabastecimiento. Este movimiento social, que aún existe, tuvo su auge en Estados Unidos hacia el final de la Guerra Fría ante la amenaza de un exterminio nuclear global. El escritor estadounidense Peter Rock decidió indagar en las secuelas del clima de locura de esa época en El ciclo del refugio, su cuarta novela publicada en español.

Dos de los protagonistas, Colville y Francine, hoy ya adultos, llevan las marcas de aquella experiencia tras haberse criado en familias “preparacionistas”, como se las llama en español. Su refugio era construido por una iglesia que esperaba el fin del mundo para el 15 de marzo de 1990.

Las vivencias de aquel tiempo, con la felicidad de los niños y los preparativos de los adultos, pero también la gravedad del momento y las extrañas creencias religiosas que animaban a esa especie de secta metodista, que Rock se demora en describir, vuelven a reverberar en ambos personajes cuando Colville, amigo inseparable de Francine en la infancia, reaparece veinte años después en Boise, Idaho, la ciudad donde ella vive ahora con su marido, Wells.

La trama alterna entre el presente y el pasado, y se desplaza desde Idaho a Wyoming y Montana, lugares, estos últimos, donde vivían o construían con la comunidad de preparacionistas esa suerte de arca de salvación para cuando el mundo que los rodeaba ya no existiera más.

Rock se propuso echar una mirada sobre esta variante del preparacionismo años después del fracaso de sus predicciones. Ese enfoque acentúa la distancia con ese movimiento y con sus confusas creencias -un sincretismo new age con vagos tintes cristianos donde hay espíritus, entidades y fuerzas gravitacionales-, que aún lastran la vida de quienes atravesaron esas vivencias.

Pero la distancia emocional que adopta para contarlo termina contagiando al relato y a los personajes, que apenas deambulan, se mueven maquinalmente, se expresan de un modo frío y desapegado.

La narración avanza lenta como el agua de un río de llanura. El interés oscila entre el extraño comportamiento de Colville, la tensión que su llegada introduce en el matrimonio de su amiga y su eventual papel en la desaparición de una niña que conmueve a toda la ciudad de Boise.

Aun cuando la atención es conducida a seguir, en forma alterna, a cada uno de los personajes; aun cuando se aprecie la belleza sensorial de las descripciones, tanto en medio de la naturaleza como dentro del gigantesco refugio que iba a ser su hogar y que hoy luce abandonado, el relato se dispersa sin ganar cuerpo.

La impresión que deja, al fin, es que se trata de una novela estirada, que no toma temperatura sino hasta el final y que incluye largos pasajes que hacen pensar en ejercicios de escritura aislados, solo ensamblados a último momento.