Entiendo que haber trabajado hace ya casi veinticinco años en el grupo que posiblemente por primera vez empleó las redes neuronales en medicina en nuestro país, me autoriza a dar una opinión en este 2024 en que nos han atosigado con artículos -habitualmente confusos y especialmente multiplicados hacia las Fiestas- sobre Inteligencia Artificial (IA).
Nuestros estudios mostraron entonces que para esas aplicaciones la IA era útil y tuvieron buena repercusión internacional. Pero como sucede con frecuencia en nuestra distorsionada Universidad de Buenos Aires (UBA), no hubo después con qué pagar a unos jóvenes especialistas electrónicos -los únicos que hubieran cobrado- para que nos ayudaran con su conocimiento específico a seguir adelante.
Una pena, porque habíamos logrado un primer instrumento útil para, por ejemplo, medir con precisión el riesgo quirúrgico individual, cosa nada despreciable en nuestra concreta tarea cotidiana. Pero, claro, la UBA está dedicada a tareas gremiales, administrativas y políticas mucho más demandantes y no puede desviar sus fondos.
Volviendo a nuestra IA, cabe recordar que desde la antigüedad la inteligencia se define como compuesta por razón e intuición, dos elementos bien distintos que pesan de manera singular en cada caso y cuya distinción ha llegado a tiempos modernos.
Se cita a Albert Einstein habiendo dicho: “La mente intuitiva es un don sagrado y la mente racional es un siervo fiel, hemos creado una sociedad que honra al siervo y ha olvidado el don” (Díaz I. La intuición es el mayor indicador de inteligencia. Forbes 7/III/2017). Lo que debería ser suficiente para nuestros contemporáneos; pero hay más.
>La IA se atribuye engañosamente todo el nombre de inteligencia, cuando en realidad no goza sino de la razón que, como se ve, es parte y la más débil. Digo a propósito débil porque, con todo lo útil que puede llegar a ser bien empleada, como cuando maneja en instantes las cantidades que nuestra cabeza difícilmente podría llegar a abarcar, su versión artificial se ve limitada por su mecanismo intrínseco (pasa corriente, no pasa corriente; aún con sus infinitas combinaciones). La razón puede ser lanzada hasta loables extremos de la discusión, pero no más. La intuición, en cambio, ilumina a la inteligencia porque le permite ver por encima de los límite racionales.
¿Qué hubiera entonces sido del arte sin la intuición? Una triste fuente seca, a lo sumo. ¿Y qué sería de pueblos enteros, como el gallego, que ven mucho más de lo que pueden explicar? ¿O imagina alguien a un gallego -o un asturiano, no entremos en la pelea- descubriendo sin observación intuitiva cómo evitar que las ratas subieran por las columnas (pegoyos) del hórreo para comerle el grano de su esfuerzo?
HASTA MÁS ACÁ
La IA sacará pues todo el jugo a sus infinitas combinaciones (00,11,10,01,000,001, etc.), pero hasta ahí nomás. Crecerá gigantescamente, pero “hasta más acá”. Puede ser un gran instrumento, pero puede hacer mucho mal. Primero porque no es siquiera inteligencia -es la más modesta razón, en todo caso-; pero además porque limita la libertad de espíritu, lo que es grave. Mentira y encierro: mal futuro si el alma humana sólo se queda con eso.
Entretanto, para lo que sí parece servir eficazmente es para los engaños: cualquier día lo van a hacer aparecer a uno trepándose a un árbol como el más genuino de los monos. Y eso, que podrá enredar "a piacere" lo doméstico, puede ser negocio y escándalo en materia política. En fin, habrá el hombre de cuidarse de esta arma que, bien usada, será provechosa.
Entretanto, un consejo para profesores que no quieran ser timados desde internet por estudiantes habilidosos, que los hay cada vez más. Como toda la vida, de sorpresa, una manãna cualquiera párense frente al aula y ordenen: “¡Saquen una hoja!”. Eso sí, den un tema distinto a cada fila de bancos y vigilen que los de atrás no se copien de los de adelante. Sería raro que les pudieran meter también ahí a la Inteligencia Artificial.