Saccardi, un guerrero con el corazón teñido de verde

El baúl de los recuerdos. Cacho fue un símbolo de Ferro. Aún hoy es el máximo símbolo de Ferro. Dejaba el alma en la cancha y por eso en Caballito jamás habrá alguien como él.

“¡Verde!”.

“¡Verde!”, le salió, desde la hoguera de las entrañas moldeada en la arcilla paciente de Caballito.

“¡Verde!”. No pudo reparar en la circunstancial enseña de la ropa deportiva; no es que no quiso, que la responsabilidad no le alcanzó a programar las coordenadas. Debajo de las capas de tela, la piel latía en un solo color, el de siempre.

“¡Verde!” gritó convencido en un salto acrobático desde el banco, con el brazo extendido, imperativo, señalando el lugar exacto por donde la pelota abandonó el campo por el lateral que linda con los bancos de suplentes del Monumental de Caballito.

“¡Verde!”, le brotó, como un manantial nostálgico, que no le permitió accionar la barrera de su actualidad.

“¡Verde!”, exigió, espontáneo, mientras proliferaban las miradas incrédulas entre sus suplentes, la confusión entre sus titulares que esperaban el veredicto arbitral.

“¡Verde!”, exclamó Cacho Saccardi, entonces entrenador de un Gimnasia de Jujuy cuyos colores tradicionales poco tienen que ver con el de la naturaleza. Debería haber dicho “celeste y blanco”, o “azul”, para escudarse en la casaca alternativa. Pero cuando la pelota dividida, batallada entre un futbolista de Ferro y otro del Lobo norteño, derivó en un saque de manos dudoso, de aguda apreciación, su corazón se le anticipó a la conciencia.

Una imagen del día en el que, como DT de Gimnasia de Jujuy, pidió un lateral a favor de Ferro.

Esta inverosímil anécdota constituye el puntapié inicial de Cacho Saccardi – El último guerrero romántico (ediciones al arco, 2018), un libro en el que el periodista Pablo Cavallero relata vida y obra de Gerónimo Saccardi, el máximo símbolo de Ferro. Sus páginas son un homenaje a corazón abierto para un hombre que se entregó en cuerpo y alma a ese equipo y que defendió su camiseta con una pasión tan inmensa que la sangre que corría por sus venas se tiñó de verde por obra y gracia de esos milagros inesperados que solo son posibles en el fútbol.

La insólita confusión del Saccardi entrenador del Lobo jujeño en un partido contra Ferro representaba el más puro amor por los colores. Porque Cacho era de Oeste aunque estuviera en el extremo norte de la Argentina. Lo refleja el propio Cavallero en su libro: “¡Verde!”. Arriba la tienen clara. Cuando Jesús, Alá, Buda o Mahoma van al pan y queso y lo eligen a Cacho, no pierden tiempo en explicarle. Ya saben con qué camiseta tienen que jugar sus equipos”.

No se puede pensar en un referente de Ferro sin pronunciar el apellido de Saccardi. Se lo recuerda vestido de verde, dejando la piel en la disputa de cada pelota que pasara por la mitad de la cancha. Surge su imagen de héroe indestructible con la cabeza abierta y la sangre regando su camiseta. O aferrado al alambrado en el desaforado grito de gol de cara a esos hinchas que lo amaban como si fuera un miembro de su familia. Bueno, lo era. Las mejores horas del equipo tuvieron a Cacho como protagonista y en las peores también dijo presente. Porque Cacho era Ferro.

El libro de Pablo Cavallero que refleja la apasionada historia de amor entre Cacho y Ferro.

UN AMOR INQUEBRANTABLE

Quizás hoy, en un tiempo en el que son comunes las aves de paso que les juran amor eterno a los clubes, el vínculo de Saccardi con Ferro es difícil de entender. Pero sí, hubo una época en la que los futbolistas jugaban por los colores. Se quedaban a vivir en una institución que era su segunda casa. Si se iban en busca de un futuro mejor, lo hacían con la promesa de volver. Y cumplían esa promesa. Porque ese amor era verdadero. Y era más fuerte.

“La sangre es verde”, repetía una y otra vez Cacho. Sus palabras no eran un simple gesto tribunero, sino una declaración de principios. Estaba convencido de que el torrente que surcaba por sus venas tenía esa tonalidad. Solo así se entendería que en el esplendor de su larga carrera se resistiera a la tentación de vestir la camiseta de Boca. No se veía en otro lugar que no fuera Caballito. En su casa. En la casa de los hinchas que se deshacían las manos aplaudiendo su juego pleno de personalidad y amor propio.

Si bien Caballito fue su lugar en el mundo, nació en Pompeya el 1 de octubre de 1949. En ese barrio rico en potreros empezó a darle a la pelota. La verdad es que le entró con mucha fuerza al balón de fútbol. Era un niño cuando fue víctima de una dolorosa burla de un grupo de pibes: le pidieron que les alcanzara un objeto esférico que había caído cerca de él. Cacho vio su oportunidad y le propinó un violento derechazo. Tal vez pensó que ese impacto iba a servirle como carta de presentación ante ese grupo de muchachos. Se llevó una sorpresa enorme.

Cacho al 100%: la camiseta verde, el número 5 y la cinta de capitán en el brazo izquierdo en Caballito. 

Resulta que lo que pateó no fue una pelota, sino una bola de bowling camuflada. Se hizo pedazos el pie, pero no soltó una lágrima. Tragó saliva. Nadie advirtió su sufrimiento. Esa inicial demostración de personalidad pudo haber sido la semilla de la que con el paso del tiempo germinó un guerrero con apariencia de gladiador indestructible. Por todo Pompeya se escurrieron los comentarios sobre ese flaco y alto de fuerte carácter ganador y arrolladora determinación.

El club Crisol le dio la bienvenida. Desde el principio se mostró como un mediocampista central con personalidad y disposición para la lucha. Compartía el equipo con el goleador Carlos Vidal, Norberto Eiras y Héctor Peláez. Los cuatro sobresalían en ese equipo que ganaba un campeonato tras otro. José Scalise, un sabio detector de talentos que estaba al frente de las divisiones inferiores de Ferro, escuchó las voces que narraban lo bien que jugaban los purretes en Pompeya y los llevó a Caballito. Nadie lo intuía, pero se empezaba a escribir una historia de amor.

EL DUEÑO DEL MEDIOCAMPO

Cacho tenía 13 años cuando arribó al que terminó siendo el club de su vida. Se trasladó junto con sus amigos: el Goma Vidal, el Pato Eiras y Pichi Peláez. Saccardi aceptó reconvertirse en marcador de punta izquierda para tener un lugar en Ferro. En ese puesto apareció seis años después en Primera. Fue el 22 de marzo de 1969 en la victoria por 1-0 sobre El Porvenir, por el certamen de la B. El Verde ganó el título, pero no ascendió. Eso sucedió en 1970, cuando Ferro volvió a ser campeón y entonces sí dio el salto a la elite del fútbol argentino.

Con el número 7 que usó en sus primeros días en Caballito.

El técnico era Mario Imbelloni, quien en sus días de jugador había sido el puntero derecho del espectacular San Lorenzo campeón de 1946. El del Terceto de Oro formado por Armando Farro, René Pontoni y Rinaldo Martino. Para el regreso de Ferro a Primera -había descendido en 1968- el DT decidió que se necesitaba otro número 3 y por eso eligió a Horacio De Filippo. Saccardi estaba relegado y recién pudo jugar en la 25ª fecha del Metropolitano, saldada con derrota por 1-0 a manos de Boca. Ese 27 de junio del 71 ingresó, justamente, en lugar de De Filippo.

En ese entonces, el vínculo entre Cacho y Ferro corrió serio riesgo de desvanecerse. Jugaba poco y nada. Y, cuando lo hacía, demostraba que el costado izquierdo de la defensa lo incomodaba demasiado. Era el momento en el que debían hacerle el contrato. No había argumentos para que permaneciera en el club. Sin embargo, el presidente Santiago Leyden decidió retenerlo. Así no solo evitó interrumpir su historia como jugador, sino que también impidió que el Verde se privara de su futuro gran ídolo.

Para colmo, se lesionó los meniscos de la pierna derecha. El panorama no era alentador. Al equipo no le iba bien. Carlos Cavagnaro sustituyó a Imbelloni y por consejo del Goma Vidal y el Pichi Peláez decidió darle una oportunidad a Saccardi en la mitad de la cancha. Ocurrió el 17 de septiembre de 1972 en el empate 2-2 con Huracán. Su regreso al puesto en el que se había destacado en Crisol fue redondo: a los tres minutos abrió la cuenta para su equipo. No llevó el 5 en la espalda, sino el 7. Nunca más dejó el puesto y, además, aportó goles con bastante frecuencia.

Un cabezazo a pura potencia ganándole en el salto al Cabezón Ruggeri en 1981. 

En 1973 tomó las riendas Victorio Spinetto. Con pasado como futbolista en Vélez en la década del 30 y luego como técnico del Fortín durante más de diez años, comandó un proceso particularmente prometedor. Ferro fue escalando posiciones y semana tras semana Saccardi era la figura. Con una llamativa camiseta anaranjada, Oeste dejó de merodear la mitad de la tabla y se internó en la ronda final por el título en el Nacional 74. Fue una campaña sensacional en la que marcó nueve tantos en 25 partidos. Si hasta le metió un gol de palomita a Rosario Central…

La amplia gama de recursos del 5 de Ferro le permitía una definición con ribetes artísticos como la que alcanzó contra los canallas, además de goles de arremetida como si fuera un centroatacante, de penal y de tiro libre. Si hasta hubo uno muy recordado de tijera a Loma Negra, el equipo que se sustentaba con los dólares provenientes del cemento de la empresa de Amalia Lacroze de Fortabat.

Despliegue, garra, entrega, personalidad ganadora y un potente remate que lo ayudaba a llegar al gol caracterizaban a ese volante central al que César Luis Menotti no tardó en citar a la Selección argentina. El 6 de noviembre, en el segundo partido del entonces flamante ciclo encabezado por El Flaco, Saccardi ingresó faltando media hora en lugar de Francisco Fatiga Russo en el triunfo por 2-0 en una visita a Chile, por la Copa Carlos Dittborn Pinto. Juan José López y Enzo Ferrero fueron los autores de las conquistas albicelestes.

El inolvidable gol a Loma Negra.

Catorce días después, en el cierre de esta edición del trofeo creado para homenajear al dirigente chileno que hizo posible el Mundial 62, jugó por última vez en el 1-1 con los trasandinos en la cancha de Vélez. Fue titular en un mediocampo que se completó con Marcelo Trobbiani y Ricardo Bochini. En esa ocasión, Rubén Galván lo reemplazó a los 15 minutos del segundo tiempo. Así como Menotti lo tuvo en la mira, también Boca puso sus ojos en él. Quería sumarlo a sus filas. Cualquier hombre no habría dudado en mudarse a la Ribera, pero Cacho no era cualquier hombre.

Tenía 26 años y estaba en un nivel excelente. La Selección, el interés de Boca… ¿Se podía resistir a la tentación de abandonar el club de su vida? ¿Cómo dejar de recibir al aliento de una hinchada que lo había adoptado como un miembro de su familia? Por sus venas corría sangre verde y no se imaginaba con otra camiseta. Pero sí, cambió de camiseta.

ADORADO EN HÉRCULES

Con 196 partidos jugados y 32 goles en Ferro, partió hacia España para incorporarse al Hércules. Recién ascendido a Primera División, el conjunto alicantino tuvo rendimientos asombrosos y en las temporadas 1974-75 y 1975-76 estuvo cerca de acceder a las competiciones internacionales de Europa. No bien se vistió con la casaca azul y blanca, Saccardi se ganó el cariño de los hinchas.

Los días en España con los colores del Hércules.

No se sentía solo porque en el plantel estaba su compatriota Carmelo Giuliano, un defensor con pasado en Independiente. Más tarde la embajada argentina en Hércules se hizo más numerosa con la contratación del arquero Miguel Pepé Santoro, el marcador de punta Eduardo Comisso (los dos también habían actuado en los Diablos Rojos de Avellaneda) y el atacante Pedro Verde (estuvo en la era dorada de Estudiantes de La Plata a las órdenes de Osvaldo Zubeldía).

Ese Hércules, al igual que el personaje de la mitología griega, demostraba una fuerza inmensa. Si bien no volvió a estar cerca de los puestos de vanguardia, los alicantinos se habían ganado el respeto de toda España. Y Cacho era el ícono de ese equipo. “Saccardi al Hércules es como Pirri al Real Madrid o Cruyff al Barcelona”, publicó el diario Don Balón, según lo revela el libro Cacho Saccardi – El último guerrero romántico.

Para tomar dimensión de la comparación trazada por el medio deportivo español conviene aclarar que Pirri (José María Martínez) fue una institución dentro del Real Madrid y de la selección de su país. Y, por supuesto, Johan Cruyff se ganó un lugar en el reducido grupo de leyendas del fútbol mundial con sus extraordinarios desempeños en el Ajax y en el seleccionado de Países Bajos eternamente recordado como La Naranja Mecánica.

Se ganó el cariño de los hinchas alicantinos con una entrega sin reservas y goles.

El estilo combativo del mediocampista argentino lo hizo tan famoso como temido en la Madre Patria. Estar cara a cara con él equivalía a sufrir un agudo dolor de cabeza para todo aquel que intentara acercarse al arco de Hércules. Cortaba todo lo que pasaba por la mitad del terreno y, tal como lo había pasado en Ferro, también se hacía notar por sus goles. Fueron 12 en 113 partidos desde 1975 hasta 1979. Ese último año es un dato clave. A pesar de que lo adoraban en Alicante, extrañaba a su país y, especialmente, su club.

REGRESO TRIUNFAL

Boca se enteró de las intenciones de Saccardi de emprender el retorno a la Argentina y volvió a la carga. Lo hizo sin éxito porque Cacho ansiaba regresar a Ferro. El 11 de marzo del 79 apareció nuevamente con la camiseta verde cubriendo su cuerpo. El azar quiso que enfrente estuvieran los xeneizes. Los verdolagas se impusieron 2-1 y el tanto de la victoria tuvo la firma del hijo pródigo de Caballito.

De regreso en Ferro, se reencontró con Juan Domingo Rocchia, uno de sus viejos camaradas.

“Cuando me fui, el presidente Leyden me había dicho que si volvía, escuchara su oferta. Bueno, Boca me fue a buscar y lo llamé. Le dije lo que me ofrecían y me contestó: ‘Está bien, no hay problema, andá porque nosotros eso no te lo podemos pagar’. Pero elegí Ferro porque no me olvidaba de aquel gesto que tuvieron conmigo cuando recién empezaba”, contó alguna vez el máximo ídolo de Ferro. ¿Cómo no iba a volver si nunca se había ido?

En el equipo que conducía técnicamente Carmelo Faraone se reencontró con algunos de sus viejos camaradas como Juan Domingo Rocchia y La Chancha Héctor Arregui. En su ausencia había surgido Jorge Palito Brandoni para ocupar su puesto, pero no tardó en correrse a la derecha para que Cacho recuperara su lugar de mando en el centro. El arco ya era custodiado por Carlos Barisio. Tal vez nadie lo intuía, pero algo grande se estaba gestando.

Doce meses más tarde desembarcó el DT más importante en la vida de Ferro: Carlos Timoteo Griguol. Oeste se preparaba para el período de mayor brillo de su historia. En 1981 el equipo se atrevió a pelear mano a mano el título del Metropolitano con Boca y el del Nacional con River. Perdió la batalla por un punto contra los auriazules, que ese año habían contratado nada más y nada menos que a Diego Armando Maradona. Dos incómodos empates con Sarmiento y Huracán fueron lapidarios para un conjunto que sacudió al fútbol local.

No bajó los brazos ni con la cabeza rota y su camiseta cubierta de sangre.

En la anteúltima jornada, Boca y Ferro se cruzaron en un partido clave para la definición. Los xeneizes se impusieron 1-0 con un gol de Hugo Perotti. Los de Griguol se jugaron a todo o nada y Saccardi dio una prueba de ello. Arremetió contra todo y contra todos. Hasta contra un duro como Oscar Ruggeri. Chocaron y Cacho sufrió un profundo corte en la cabeza. Perdía sangre a mares. Sangre verde brotaba de su herida, que necesitó varios puntos de sutura. Pero ni esa herida pudo derrotarlo. Una postal inmensa de un luchador tenaz.

El Nacional fue para los millonarios. Con un Mario Alberto Kempes que había regresado al país todavía con el aura del antiguo Matador que fue decisivo en el Mundial 78 y con un equipo que contaba con varios integrantes del equipo del Flaco Menotti, River dejó por segunda vez consecutiva a Ferro con las manos vacías. Más allá de la frustración, algo había cambiado. Y había cambiado para bien.

Esa frustración representó un golpe artero para el volante verdolaga. Poco antes de la finalísima definida con un gol del Matador, murió su padre, con quien compartía nombre. Pretendía dedicarle el título, pero el éxito fue de River. Saccardi estaba devastado. Se encontró con un feliz Daniel Passarella, con quien había tenido un duro cruce en el partido. El Gran Capitán -todavía no era El Káiser- lo notó apesadumbrado y trató de consolarlo. En ese instante se enteró de que Cacho deseaba el triunfo para honrar a su viejo. Un rato después, el notable defensor millonario apareció en el vestuario y le regaló su camiseta.

El Ferro de Saccardi se atrevió a pelear nada más y nada menos que contra el Boca de Diego Maradona.

Saccardi dio muestras ese año de una caballerosidad deportiva pocas veces vistas en las canchas argentinas. En el Metropolitano, San Lorenzo había sufrido el azote del descenso. Tuvo que jugar el Nacional después de perder la categoría. Cuando Ferro se topó con el golpeado Ciclón se vivía un clima de profunda tristeza esa tarde en la tribuna visitante. Presa del dolor, el público azulgrana les tributaba una emocionante despedida a sus jugadores.

Cacho, que había marcado un gol en el triunfo por 3-1 de las huestes de Griguol, se acercó a la hinchada de San Lorenzo y empezó a aplaudir. Sus compañeros imitaron el increíble gesto. El guerrero romántico de Ferro le tributaba un impensado reconocimiento al primer equipo grande caído en desgracia en el fútbol argentino.

En Caballito se habían convencido de que soñar con un título era posible. Que no solo los conjuntos más poderosos podían aspirar a la gloria. La esperanza anidaba en Caballito. Y, según dicen, el color de la esperanza es el verde, el mismo de la camiseta de Ferro. No podía ser una casualidad. Para nada.

El equipo campeón de 1982.

La ilusión del campeonato se hizo realidad en el Nacional 82. Ferro apuntó a la gloria desde la primera fecha. Apostó siempre a ganador. Y alcanzó la final contra Quilmes. El primer duelo, en la cancha del Cervecero, terminó 0-0. La revancha, el 27 de junio en Caballito, le dio a Oeste lo que tanto deseaba con un 2-0 por obra y gracia de los goles de Miguel Ángel Juárez y Rocchia. Sí, Ferro era campeón. Saccardi era campeón.

Barisio; Roberto Gómez, Héctor Cúper, Rocchia, Oscar Garré; Carlos Alberto Arregui, Saccardi, Adolfino Cañete; Claudio Crocco, Julio César Jiménez (también jugaron Luis Andreuchi y Alberto Márcico) y Juárez integraban la habitual formación de ese inolvidable conjunto construido por Griguol. Ferro ya había saldado cualquier deuda que alguien pudiera reclamarle.

Como no podía ser de otro modo, un sector de tribunas tiene el nombre de Cacho.

NUNCA ABANDONÓ CABALLITO

A esa altura, hacía rato que Cacho pagaba un precio muy alto por las batallas que libraba en la mitad de la cancha. Su rodilla derecha estaba hecha añicos. Cada partido le imponía un sufrimiento inhumano. Lo mismo le pasaba en los entrenamientos. Apenas podía caminar. Pero nunca bajaba los brazos. No se lo permitía. Era demasiado orgulloso. Si en su niñez había soportado el dolor que le causó patear una bola de bowling, cómo iba a ceder ante una rodilla traicionera en el mejor momento de Ferro…

Le sacaban varias jeringas de líquido de la articulación. Lo infiltraban. Sufría horrores. Cualquier otro futbolista habría bajado los brazos. Para él no existía esa alternativa. Se mantuvo en la cancha todo lo que pudo. Sabía que su presencia era importante. Lo necesitaban. Y necesitaba jugar, acompañar a sus hermanos de armas. Soportó un año más. Entraba en la cancha cuando podía. No era titular indiscutido como en el pasado reciente. Palito Brandoni se había adueñado de la camiseta número 5, la camiseta de Cacho.

El busto que inmortaliza al eterno Cacho, fallecido a los 52 años.

Por primera vez Ferro iba a ser protagonista de la Copa Libertadores. Y Cacho, a pesar del martirio que significaba entrenarse y jugar, no se la quería perder. Llegó a actuar en los seis partidos de la edición de 1983. El 22 de diciembre, en la última fecha del Metropolitano, fue la despedida. Con el 14 en la espalda, ingresó un rato en lugar del delantero misionero Hugo Noremberg. Casi no tocó la pelota. Su presencia fue simbólica. Después de 401 partidos, 48 goles y un título de campeón, se fue en silencio, pero haciendo mucho ruido.

Cuando Ferro lo necesitó, regresó de la mano de su amigo Garré para dirigir al equipo. Oeste padecía los azotes de un flaco promedio que lo ponía en riesgo de descender. El Mago aceptó una oferta de Huracán y Cacho se quedó a pelearla en soledad. En épocas de vacas flacas, consiguió dejar al equipo a salvo. Luego pasó por Estudiantes de Buenos Aires y por Gimnasia de Jujuy. Al frente del Lobo gritó “¡Verde!” cuando no correspondía. ¿Quién se habría asombrado por ese inaudito error si para Saccardi la vida se vivía en verde? Era un guerrero con el corazón teñido de ese color.

Como DT ayudó a que Ferro gambeteara el descenso.